Maximiliano tenía los ojos abiertos en la oscuridad, inmóvil en la cama, mirando al techo sin realmente verlo.No podía dormir. No podía cerrar los ojos sin que la sensación de ahogo lo consumiera. Su respiración era pesada, su mente un campo de batalla donde el miedo y la culpa se enredaban como serpientes. Finalmente, se levantó de la cama con brusquedad. Necesitaba hacer algo. Cualquier cosa que lo ayudara a no enloquecer con sus propios pensamientos. Salió del dormitorio en silencio y caminó por el pasillo de la mansión Valdés. Tomó su teléfono y marcó el número de Leonardo. Nada. Marcó otra vez. Buzón de voz. Maldición. Leonardo no contestaba, y eso lo inquietaba hasta el punto de sentir miedo. ¿Qué había hecho? ¿Dónde estaba Aisha? ¿Se volverían a ver ella y Ariadna? ¿La dejaría regresar para decirle toda la verdad? La sola idea lo paralizó. Aisha era impredecible, cruel y ruin. Ahora que él le había dicho la verdad a Leonardo, no sabía lo que podía pasar.La incertidumb
Leonardo los llevó al aeropuerto en silencio. No se había mencionado el tema de Aisha ni lo que había pasado la noche anterior. Ariadna no había preguntado por su hermana, y Leonardo tampoco tenía intenciones de traerla a la conversación.El chofer sacó las maletas del coche y Leonardo los acompañó hasta dentro del aeropuerto. A pesar del bullicio del lugar, la tensión entre ellos tres era casi palpable. Tomaron asiento en la sala de espera, donde los vuelos internacionales eran anunciados constantemente a través de los altavoces.Leonardo suspiró y extendió la mano hacia su hija, sujetándola con suavidad.—¿Cómo te sientes? —preguntó con una voz tranquila, aunque su mirada buscaba algo más profundo en el rostro de Ariadna.Ella apartó la vista y se acomodó en la silla.—Me siento bien —respondió secamente, sin darle más vueltas al asunto.Leonardo entrecerró los ojos con un leve asentimiento. Sabía que no era cierto. Ariadna podía pretender que todo estaba bien, pero él la conocía lo
El frío la despertó. No el frío del clima, sino el de la losa de concreto contra su piel desnuda. Aisha abrió los ojos de golpe, sintiendo el cuerpo entumecido por la postura en la que había dormido, sucio, sucio y adolorido. Intentó moverse, pero las esposas alrededor de sus muñecas se lo impidieron. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que llegó. En ese lugar no había ventanas, ni relojes, ni forma de medir el tiempo. Solo había órdenes. Órdenes y castigos. Había intentado resistirse. Desde el primer día, desde que la arrancaron de allí con gritos y golpes, desde que la subieron a un coche con vidrios polarizados y la llevaron a un lugar que no reconocía. Ella gritó, pataleó.Nada funcionó. Le arrancaron la ropa fina, le quitaron las joyas, le cortaron el cabello hasta dejarlo apenas por encima de sus hombros. Le dieron un uniforme gris, áspero, sin forma. Le dieron un número en vez de un nombre. Aquí no eres nadie. Aquí no importa de qué familia vienes. Aquí solo obed
El día previo a su ingreso en el hospital había llegado más rápido de lo que Ariadna esperaba. La ansiedad por la cesárea flotaba en el aire, aunque ella intentaba no demostrarlo demasiado. Maximiliano había pasado la mayor parte del día asegurándose de que todo estuviera listo, verificando que la maleta para el hospital tuviera lo necesario y coordinando con el equipo médico que estaría a cargo del procedimiento. Pero, a pesar de lo mucho que se esforzaba por mantener la calma, su esposa podía notar la tensión en sus hombros cada vez que pasaba las manos por su rostro o cuando suspiraba con más frecuencia de lo habitual. Esa noche, después de la cena, Ariadna se recostó en la cama, sintiendo el peso de su vientre más que nunca. Sus pies estaban hinchados, su espalda dolía y la incomodidad se había vuelto su compañera diaria. Aun así, cuando Maximiliano entró en la habitación y la observó con una suave sonrisa, sus preocupaciones parecieron disiparse, aunque fuera por un instante. —
El hospital se sentía más cálido de lo habitual. No era solo por la luz tenue que iluminaba la habitación, sino por la emoción que flotaba en el ambiente. Ariadna estaba recostada en la cama, exhausta, aunque radiante, sosteniendo a uno de sus bebés en brazos. Maximiliano estaba a su lado, con el otro pequeño, mientras que la tercera de sus hijos dormía en la cuna especial junto a ellos. El sonido de unos suaves golpes en la puerta hizo que ambos levantaran la vista.—¿Se puede? —preguntó Camila con la voz entrecortada, asomando la cabeza con una sonrisa que trataba de contener la emoción.Ariadna asintió de inmediato y en cuestión de segundos, su madre entró en la habitación con Ricardo justo detrás. Los ojos de Camila brillaban al ver a su hija en la cama, rodeada por sus pequeños. Ricardo, por su parte, mantenía su expresión serena, pero la suavidad en su mirada delataba lo conmovido que estaba.—Dios mío… —susurró Camila al acercarse, llevándose las manos al pecho—. Son… son precio
El hogar se había transformado en un santuario de calma y vida nueva. Los primeros días con los trillizos eran un torbellino de emociones, aprendizaje y una constante lucha contra el agotamiento. Maximiliano, con su experiencia, había tomado la delantera en muchas cosas. Sabía cómo sostener a los bebés, cómo calmarlos, cómo asegurarse de que cada uno recibiera los cuidados necesarios sin agobiar a Ariadna. Desde el primer momento, ella tuvo claro que él no sería un padre distante. Se involucraba en cada detalle, desde cambiar pañales hasta verificar la temperatura del agua para los baños. Afortunadamente, no estaban solos. Las niñeras que habían contratado desde el principio les facilitaban muchas cosas, permitiendo que Ariadna pudiera recuperarse sin la presión de tener que hacer todo sola. Sin embargo, a pesar de la ayuda, ella quería involucrarse en cada pequeño momento con sus bebés. —No tienes que forzarte demasiado —le decía Maximiliano cada vez que la veía intentando hacer m
Desde su inauguración, el Hospital Valenti se había convertido en uno de los centros médicos más prestigiosos del país, atrayendo a los mejores especialistas y ofreciendo atención de primera calidad a sus pacientes. Para Maximiliano, su vida había cambiado por completo. Su rutina ya no solo consistía en salvar vidas dentro del quirófano, sino en dirigir el hospital con la eficiencia y excelencia que siempre había exigido en su carrera. Cada decisión que tomaba no solo afectaba a su equipo médico, sino a los cientos de pacientes que confiaban en el hospital. Aquella mañana había comenzado temprano. Apenas habían dado las seis cuando Maximiliano entró al hospital con el uniforme, revisando su agenda del día. Tenía una cirugía programada, varias reuniones y la revisión de nuevos protocolos para el área de pediatría. Apenas puso un pie en su oficina, su asistente lo recibió con un montón de informes. —Dr. Valenti, el director del departamento de cardiología quiere verlo antes de su cir
Diez años después El sonido de la alarma resonó por todo el hospital, activando el protocolo de emergencia. Las puertas de la sala de urgencias se abrieron de golpe cuando el equipo médico ingresó a toda prisa con una camilla. —¡Paciente masculino, veintidós años, accidente automovilístico! —gritó un paramédico, empujando la camilla con rapidez—. Trauma craneoencefálico, múltiples fracturas y hemorragia interna. Ariadna, con la bata blanca y el estetoscopio colgado al cuello, ya estaba esperándolos en la sala de reanimación. —Vamos a estabilizarlo —ordenó con firmeza—. Monitoreo cardíaco, presión arterial y saturación de oxígeno ya. El equipo médico se movió con precisión, siguiendo cada una de sus indicaciones. El ambiente estaba cargado de tensión, pero ella se mantenía imperturbable, se había preparado para ello y en más de una ocasión ya había demostrado que estaba lista y de lo que era capaz.—La presión sigue cayendo, doctora Valdés —informó una enfermera con tono preocupad