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112.  Donde habitan los ecos.

Pasaron quince años.

El bosque había cambiado, pero también seguía igual. Las raíces eran más gruesas, los árboles más sabios. La tierra había sanado. Las cicatrices del fuego aún estaban ahí, sí, pero cubiertas por musgo nuevo, como si el bosque mismo hubiese decidido no olvidar… solo recordar con ternura.

La aldea ya no era un campamento. Era una comunidad. Con casas de madera, puentes entre los árboles, huertos que crecían con una generosidad casi mágica, y niños que corrían con pies descalzos y risas salvajes. Hijos de la luna. Hijos de la libertad.

Rita caminaba descalza por el claro.

Llevaba una túnica azul oscura, su cabello suelto, plateado en las puntas. No porque hubiese envejecido, sino porque algo dentro de ella se había fundido con la esencia antigua del bosque.

Era la madre de todos. La guía. La que los había sacado de la oscuridad.

A su lado corría un niño de unos ocho años. Piel morena, ojos grises. Los mismos ojos.

—Abuela —dijo él, entre risas—. Hoy soñé con el árbol
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