Hace unos años, compartía departamento con mi hermano menor, Dylan, y nuestro primo Robert. Dylan estaba terminando la universidad, yo acababa de empezar mi maestría, y Robert cursaba algunos estudios. Teníamos un pacto implícito: aquel espacio sería un templo para nuestra soltería. Ninguno de nosotros tenía planes de compromisos serios, y nos sentíamos orgullosos de ello.
Dylan, sin embargo, complicó las cosas. Aunque mantenía contacto con Angela, su novia de la adolescencia, conoció a Sophie, la "Yoko Ono" de nuestro círculo. Sophie era dulce, sí, pero demasiado pegajosa para mi gusto. Parecía un cachorro perdido que había encontrado refugio en nuestro departamento. Comenzó a frecuentarnos tanto que, antes de darnos cuenta, prácticamente vivía con nosotros. Sin embargo, Sophie no ignoraba el estilo de vida que llevábamos Robert y yo. Vampiros sociales, nos dedicábamos a la cacería cada fin de semana, acumulando conquistas y deslices. Una noche incluso organizamos una orgía en la sala del departamento, sin saber que ella estaba en la habitación de Dylan. Sophie nos observaba con desaprobación silenciosa, como si con solo estar allí pudiera cambiar nuestra naturaleza. Pero su influencia se hizo notar. De la nada, sus amigas comenzaron a invadir nuestras reuniones, colándose en las salidas y trayendo consigo una vibra completamente distinta. Fue en una de esas ocasiones cuando conocí a Katherine. A primera vista, Katherine no parecía diferente a las demás. Con su aire tímido y sus lentes grandes, daba la impresión de ser una niña buena e ingenua. Me intrigó. Había algo en su reserva, en la forma cautelosa en que se movía en las fiestas, que despertó mi interés. Una noche, después de varias copas, me confesó que nunca había tenido una relación íntima. No pude resistirme: le ofrecí ser el primero en mostrarle lo que se estaba perdiendo. Esa noche, Katherine dejó de ser inocente. Recuerdo quitarle los lentes como si despojara a una muñeca de su disfraz. Ella se entregó completamente, obedeciendo cada instrucción, dispuesta a complacerme en todo. Me fascinaba su disposición, su ansia por aprender y complacer. Era un entretenimiento perfecto, una distracción para mis noches. Unos meses después, llegó la visita sorpresa de nuestros padres. Mi madre, siempre a la caza de cualquier desliz, se escandalizó al encontrar a Sophie prácticamente viviendo en nuestro departamento. La tensión escaló cuando mencionó a Angela frente a Sophie. La situación explotó: Sophie empacó sus cosas entre lágrimas, mientras Dylan trataba de explicarse torpemente. En medio del caos, Katherine, que había estado de visita, hizo su primer movimiento. —Buenas tardes, señora —saludó a mi madre con una sonrisa cálida—. Anthony me ha hablado mucho de usted. —¿Ah, sí? —respondió mi madre, con su tono de desconfianza habitual—. ¿Y quién eres tú, jovencita? —Soy Katherine, la enamorada de Anthony. Es algo reciente, así que imagino que por eso no lo mencionó. Aquello fue un golpe maestro. Cuando llegué, mi madre me abrazó con una intensidad inusual, como si yo fuera su última esperanza de dignidad familiar. —Por favor, Anthony —me dijo—, tú no me des sorpresas. Espero que tengas respeto por esta muchacha y no te comportes como tu hermano. Confundido, miré a Robert, buscando alguna explicación. Él, con una sonrisa burlona, aclaró la situación: —Katherine estuvo aquí. Muy amablemente informó a tu madre que es tu novia. Sophie, por cierto, se fue después de enterarse de Angela. Y Dylan está en el cuarto, llorando. En ese momento debí darme cuenta: Katherine no era la chica ingenua que aparentaba. Había jugado sus cartas con maestría, asegurándose de ocupar un lugar en mi vida antes de que siquiera me diera cuenta.Finalmente llegué al encuentro con la agente inmobiliaria, una mujer rubia, en sus cuarenta, aún atractiva. Me había asegurado que tenía tres opciones muy distintas para presentarme. Le había especificado que necesitaba un departamento que se adaptara a mis necesidades de soltero. Después de cuatro años aguantando a Katherine, necesitaba desesperadamente recuperar mi libertad. Katherine llevaba algunos meses viviendo con sus padres, aunque aún conservaba las llaves del departamento donde, técnicamente, vivía solo. Dylan había vuelto a nuestra ciudad natal, Robert viajaba constantemente y estaba a punto de casarse. El viejo apartamento, que alguna vez fue nuestro templo de solteros, ya no cumplía su propósito. Era momento de encontrar un nuevo lugar. Coincidentemente, la agente se llamaba igual que mi hija: Gabrielle. De las opciones que me mostró, uno destacó inmediatamente: un loft con vista a la bahía, sala de doble altura, cocina y comedor integrados. En el mezanine estaban el
Con el transcurso de las semanas, mi cercanía con Firenze aumentó. Aunque al principio la notaba esquiva y desconfiada, logré que dejara de llamarme "señor". Nuestro proyecto laboral me permitió mostrarle mis habilidades de liderazgo y conocimientos, lo que, sin duda, despertó su admiración. Lo notaba en su mirada, en esos pequeños destellos de respeto que se escapaban sin que pudiera evitarlos. Sin embargo, como ya presentía, los obstáculos no tardaron en aparecer. Por más que intentaba mantener mi vida personal en reserva, Brandon, mi jefe de operaciones y amigo, no compartía mi discreción. Muchas de nuestras travesuras extralaborales se habían colado en los pasillos de la empresa por culpa de su lengua suelta. Su fama de mujeriego, personalidad extrovertida y su falta de tacto me habían traído problemas más de una vez. Pero, a pesar de todo, despedirlo no era opción; sus habilidades para resolver crisis lo convertían en un recurso invaluable. —Anthony, ¿se puede o estás ocupado
—¿Acaso no sabes que solo puedes ocupar un carril? ¿Dónde aprendiste a manejar? —gruñó el hombre, saliendo de su auto con aire de superioridad. —¿De qué rayos hablas? Tú me chocaste. ¿Firenze, estás bien? —pregunté, ignorando su desplante mientras giraba hacia ella. —Esta es una vía rápida. No puedes hacer esas maniobras y reducir la velocidad, así como así. Escucha, creo que ambos fuimos imprudentes. Tengo que llegar al aeropuerto, pero aquí tienes mi tarjeta. Llámame y arreglamos esto en otro momento —dijo apresurado, como si sus palabras fueran la única conclusión válida. Tomé la tarjeta, sin mucho interés en sus justificaciones. Mi prioridad era Firenze. Aunque el golpe no parecía grave, ella se tocaba la frente con evidente molestia. —Me duele. Creo que me saldrá un moretón —dijo en voz baja. —Lo siento mucho, Firenze. No sé por qué me distraje... —mentí. En el fondo sabía exactamente por qué: el roce fugaz de su presencia, el vaivén de su aroma, me habían desviado del cami
La llevé al límite. La subestimé, a pesar de todas sus advertencias. Creí que la había roto lo suficiente como para tenerla nuevamente a mi merced, pero solo estaba jugando, y al parecer, iba a ganar la partida. Después de todos estos años, había logrado lo que ninguna otra pudo: hacer que me sintiera tan seguro a su lado que bajé completamente la guardia. Siempre supe que era diferente; por eso la elegí como mi esposa, como la mujer con quien quería pasar el resto de mis días. Y así hubiera sido, si su inteligencia no la hubiera llevado a descubrir todos mis secretos, a indagar en mis errores y a ver que no soy la imagen que construí para ella. No pueden culparme por no amar como el resto. No es mi culpa que no pueda sentir como mi padre amaba a mi madre, o como mi hermano ama a su esposa. Pero sé que soy capaz de amar, porque amo a mis hijos, al menos a los que tuve con ella. Ahora siento una angustia que nunca antes había experimentado. ¿Qué va a pasar con ellos después de todo e
Firenze y yo tenemos historia. La conocí cuando recién terminaba la universidad. Tenía apenas 21 años, pero actuaba como si ya conociera los secretos del mundo. Ese tipo de seguridad juvenil siempre me había resultado irritante. Cuando entró por primera vez a mi oficina, con su ropa impecable y una sonrisa contenida, sentí una punzada de fastidio.—Buenas tardes, señor Anthony. Me pidieron que suba.No levanté la vista de inmediato. Dejé que el silencio se estirara mientras revisaba un correo inexistente en mi pantalla. Quería ver si esa confianza se desmoronaba. Pero cuando finalmente la miré, seguía allí, sin moverse, los ojos fijos en mí como si nada la intimidara.—¿Sabes quién soy?—Sí, es el jefe de finanzas.No pude evitar arquear una ceja.—El gerente de finanzas , en realidad. Pero no importa. Me dijeron que tienes un cliente nuevo con una idea que insistes en que evaluemos.Firenze asintió, sin tartamudeos, sin disculpas. En cambio, abrió la carpeta que llevaba consigo y emp