Firenze y yo tenemos historia. La conocí cuando recién terminaba la universidad. Tenía apenas 21 años, pero actuaba como si ya conociera los secretos del mundo. Ese tipo de seguridad juvenil siempre me había resultado irritante. Cuando entró por primera vez a mi oficina, con su ropa impecable y una sonrisa contenida, sentí una punzada de fastidio.
—Buenas tardes, señor Anthony. Me pidieron que suba. No levanté la vista de inmediato. Dejé que el silencio se estirara mientras revisaba un correo inexistente en mi pantalla. Quería ver si esa confianza se desmoronaba. Pero cuando finalmente la miré, seguía allí, sin moverse, los ojos fijos en mí como si nada la intimidara. —¿Sabes quién soy? —Sí, es el jefe de finanzas. No pude evitar arquear una ceja. —El gerente de finanzas , en realidad. Pero no importa. Me dijeron que tienes un cliente nuevo con una idea que insistes en que evaluemos. Firenze asintió, sin tartamudeos, sin disculpas. En cambio, abrió la carpeta que llevaba consigo y empezó a exponer. Sus palabras eran rápidas pero precisas, llenas de entusiasmo. Era como si cada número, cada gráfico, tuviera un significado personal para ella. —Actualmente, nuestros clientes tienen un problema recurrente —dijo mientras sacaba unos papeles—. Sus oficinas temporales para proyectos de construcción son costosas y poco prácticas. Mi propuesta es que utilicen nuestros modelos de remolques pequeños adaptados como oficinas móviles. Conservarían el contenedor conectado al vehículo, lo que les ahorraría costos en permisos municipales y personal adicional. Además, podríamos personalizarlos con los colores de sus marcas. A medida que hablaba, movía las manos con una energía contagiosa, como si ya estuviera viendo el proyecto terminado. Su pasión era evidente, pero lo que más me llamó la atención fue su tenacidad. ¿Qué hacía una diseñadora defendiendo números con tanta convicción? Dejé que el silencio se instalara un momento cuando terminó. Observé los papeles que había puesto frente a mí, revisé los cálculos, y, para mi sorpresa, estaban bien hechos. Incluso había proyectado un margen de beneficio superior al que manejábamos con nuestros productos habituales. —De acuerdo —dije finalmente—. Concreta una reunión con los clientes que mencionaste. También pídele a Silvia que te ayude con una presentación. Quiero algo listo para mañana. Firenze asintió, y por primera vez, me dedicó una sonrisa. No sabía si era de satisfacción profesional o porque había logrado lo que quería, pero algo en esa expresión me inquietó. Tenía la sensación de que no iba a olvidarla fácilmente. Silvia, mi asistente, era eficiente, leal y tenía un ojo clínico para los detalles. Habíamos trabajado juntos durante años, y confiaba en ella más que en nadie. Pero había un detalle que empezaba a incomodarme: su cercanía con Katherine, la madre de mi hija Gabrielle. Siempre sospeché que Silvia le pasaba información sobre lo que ocurría en mi oficina, y eso complicaba las cosas. Ahora, con Firenze en el panorama, necesitaba evitar cualquier interferencia. Si Katherine se enteraba de que una joven y brillante diseñadora estaba trabajando tan de cerca conmigo, usaría eso como arma para manipularme. No podía permitirlo. Salí de mi oficina apresurado para adelantar las visitas con el agente inmobiliario. Firenze ya estaba trabajando con Silvia en la presentación que le pedí, inclinada sobre el escritorio, con un mechón de cabello escapando de su coleta y medio cuerpo apoyado en el mostrador. Desde donde estaba, sus curvas resaltaban de una manera que parecía accidental, pero no podía apartar la vista. Era un tipo de atracción que no experimentaba desde hacía mucho tiempo. Firenze no solo era brillante; había algo en ella que despertaba una necesidad en mí, no solo profesional, sino personal. La necesitaba como aliada en el negocio, pero también como un escape, como un desafío. Mientras revisaba un plano de un departamento en venta, me descubrí pensando en ella de nuevo. En su seguridad, en su entusiasmo, en cómo parecía que el mundo aún no había logrado aplastarla. No era como Katherine, cuya presencia estaba marcada por el peso de las batallas que habíamos librado. Firenze era aire fresco, pero sabía que, si me acercaba demasiado, corría el riesgo de corromperla. Esa noche, mientras revisaba correos en mi computadora, encontré el archivo que Firenze había enviado con los primeros borradores de la presentación. Había trabajado más allá de lo que le pedí, añadiendo detalles visuales y gráficos que hacían que todo cobrara vida. Era un talento que no podía ignorar, y, sin embargo, lo único que podía pensar era en la sensación de hundir las manos en su cabello ondulado y perderme en ese aroma a coco que siempre dejaba a su paso. M*****a sea, pensé. Esto va a ser un problema.Hace unos años, compartía departamento con mi hermano menor, Dylan, y nuestro primo Robert. Dylan estaba terminando la universidad, yo acababa de empezar mi maestría, y Robert cursaba algunos estudios. Teníamos un pacto implícito: aquel espacio sería un templo para nuestra soltería. Ninguno de nosotros tenía planes de compromisos serios, y nos sentíamos orgullosos de ello. Dylan, sin embargo, complicó las cosas. Aunque mantenía contacto con Angela, su novia de la adolescencia, conoció a Sophie, la "Yoko Ono" de nuestro círculo. Sophie era dulce, sí, pero demasiado pegajosa para mi gusto. Parecía un cachorro perdido que había encontrado refugio en nuestro departamento. Comenzó a frecuentarnos tanto que, antes de darnos cuenta, prácticamente vivía con nosotros. Sin embargo, Sophie no ignoraba el estilo de vida que llevábamos Robert y yo. Vampiros sociales, nos dedicábamos a la cacería cada fin de semana, acumulando conquistas y deslices. Una noche incluso organizamos una orgía en la
Finalmente llegué al encuentro con la agente inmobiliaria, una mujer rubia, en sus cuarenta, aún atractiva. Me había asegurado que tenía tres opciones muy distintas para presentarme. Le había especificado que necesitaba un departamento que se adaptara a mis necesidades de soltero. Después de cuatro años aguantando a Katherine, necesitaba desesperadamente recuperar mi libertad. Katherine llevaba algunos meses viviendo con sus padres, aunque aún conservaba las llaves del departamento donde, técnicamente, vivía solo. Dylan había vuelto a nuestra ciudad natal, Robert viajaba constantemente y estaba a punto de casarse. El viejo apartamento, que alguna vez fue nuestro templo de solteros, ya no cumplía su propósito. Era momento de encontrar un nuevo lugar. Coincidentemente, la agente se llamaba igual que mi hija: Gabrielle. De las opciones que me mostró, uno destacó inmediatamente: un loft con vista a la bahía, sala de doble altura, cocina y comedor integrados. En el mezanine estaban el
Con el transcurso de las semanas, mi cercanía con Firenze aumentó. Aunque al principio la notaba esquiva y desconfiada, logré que dejara de llamarme "señor". Nuestro proyecto laboral me permitió mostrarle mis habilidades de liderazgo y conocimientos, lo que, sin duda, despertó su admiración. Lo notaba en su mirada, en esos pequeños destellos de respeto que se escapaban sin que pudiera evitarlos. Sin embargo, como ya presentía, los obstáculos no tardaron en aparecer. Por más que intentaba mantener mi vida personal en reserva, Brandon, mi jefe de operaciones y amigo, no compartía mi discreción. Muchas de nuestras travesuras extralaborales se habían colado en los pasillos de la empresa por culpa de su lengua suelta. Su fama de mujeriego, personalidad extrovertida y su falta de tacto me habían traído problemas más de una vez. Pero, a pesar de todo, despedirlo no era opción; sus habilidades para resolver crisis lo convertían en un recurso invaluable. —Anthony, ¿se puede o estás ocupado
—¿Acaso no sabes que solo puedes ocupar un carril? ¿Dónde aprendiste a manejar? —gruñó el hombre, saliendo de su auto con aire de superioridad. —¿De qué rayos hablas? Tú me chocaste. ¿Firenze, estás bien? —pregunté, ignorando su desplante mientras giraba hacia ella. —Esta es una vía rápida. No puedes hacer esas maniobras y reducir la velocidad, así como así. Escucha, creo que ambos fuimos imprudentes. Tengo que llegar al aeropuerto, pero aquí tienes mi tarjeta. Llámame y arreglamos esto en otro momento —dijo apresurado, como si sus palabras fueran la única conclusión válida. Tomé la tarjeta, sin mucho interés en sus justificaciones. Mi prioridad era Firenze. Aunque el golpe no parecía grave, ella se tocaba la frente con evidente molestia. —Me duele. Creo que me saldrá un moretón —dijo en voz baja. —Lo siento mucho, Firenze. No sé por qué me distraje... —mentí. En el fondo sabía exactamente por qué: el roce fugaz de su presencia, el vaivén de su aroma, me habían desviado del cami
La llevé al límite. La subestimé, a pesar de todas sus advertencias. Creí que la había roto lo suficiente como para tenerla nuevamente a mi merced, pero solo estaba jugando, y al parecer, iba a ganar la partida. Después de todos estos años, había logrado lo que ninguna otra pudo: hacer que me sintiera tan seguro a su lado que bajé completamente la guardia. Siempre supe que era diferente; por eso la elegí como mi esposa, como la mujer con quien quería pasar el resto de mis días. Y así hubiera sido, si su inteligencia no la hubiera llevado a descubrir todos mis secretos, a indagar en mis errores y a ver que no soy la imagen que construí para ella. No pueden culparme por no amar como el resto. No es mi culpa que no pueda sentir como mi padre amaba a mi madre, o como mi hermano ama a su esposa. Pero sé que soy capaz de amar, porque amo a mis hijos, al menos a los que tuve con ella. Ahora siento una angustia que nunca antes había experimentado. ¿Qué va a pasar con ellos después de todo e