Viaje de Negocios

A pesar del gran avance que tuve con Firenze, la noche terminó con ella en su casa y yo en la mía. Moría de deseos por tenerla entre mis brazos, pero sabía que tenía que esperar. El momento debía ser perfecto, inolvidable, digno de ella.

Ansiaba verla al día siguiente en la oficina: perderme en su mirada, embriagarme con el aroma de su cabello, dejarme envolver por su voz. Me sorprendía a mí mismo con estas sensaciones, tan juveniles, tan ajenas a mi forma habitual de ser. Desde la adolescencia me había acostumbrado a ver a las mujeres como compañías pasajeras, un desafío temporal que terminaba cuando lo consideraba conveniente. Había saltado de relación en relación, casi como un ritual de validación. Pero con Firenze, algo era distinto.

Aun así, mis necesidades eran apremiantes. No podía permitirme cometer una imprudencia y saltar sobre ella antes de tiempo. Esa noche recurrí a mi agenda negra, una lista de mujeres que sabían exactamente lo que necesitaba, sin complicaciones. Sería un alivio temporal, pero suficiente para contener mis impulsos hasta que el momento con Firenze llegara. Este viaje laboral que había planeado era la oportunidad perfecta para reclamarla como mía.

En los días previos al viaje, su mirada revelaba la complicidad de nuestro secreto: el apasionado beso que finalmente compartimos. Cada intento de acercarme más allá de lo profesional en la oficina era suavemente esquivado por ella. Firenze era cautelosa, protectora de su reputación y su esfuerzo por destacar en la empresa. Tenía razón en serlo; no permitiría que nadie cuestionara sus capacidades por un romance con el jefe. Esa delicadeza también era parte de su encanto, y decidí protegerla. Por eso incorporé a Jonathan, el jefe de logística, en la comitiva del viaje. Su presencia nos daría un aire de formalidad, aunque sabía que no podría interferir con mis planes.

—Bueno, chicos, nos vemos mañana a las ocho en el aeropuerto. El vuelo dura cerca de cinco horas, así que llegaremos temprano al hotel. Desayunaremos y empezaremos el recorrido. Coordinen con Silvy para la programación de sus taxis.

—Está bien, jefe. Me retiro para dejar todo listo —dijo Jonathan, saliendo de mi oficina.

Me quedé a solas con Firenze.

—Fire, te tengo una sorpresa para el viaje. Espero que no te moleste.

—¿De qué se trata? Me estás poniendo nerviosa.

—Te lo diré cuando lleguemos, preciosa. No comas ansias.

—Tony, por favor, hemos acordado…

—Lo sé. Nos vemos mañana.

La noche transcurrió con cierta ansiedad, y al día siguiente, el reloj marcaba casi las nueve cuando Firenze seguía sin aparecer. No respondía las llamadas, y la inquietud comenzaba a apoderarse de mí. ¿Se habría arrepentido? Quizá mencionar la sorpresa fue un error.

—Jefe, creo que deberíamos ir entrando a la sala. Si no, perderemos el vuelo —dijo Jonathan, ya inquieto.

—Adelántate. Te alcanzo en breve.

Decidí hacer otra llamada cuando la vi entrar al aeropuerto, acompañada de dos personas mayores que, por sus gestos protectores, solo podían ser sus padres.

—Firenze, llegas tarde —dije con tono inquisitivo, incapaz de ocultar mi alivio.

—¿Ya ves, mujer? Te dije que no tomaras esa ruta.

—Pues la próxima manejas tú —replicó la señora, molesta.

Estaba frente a mis futuros suegros, y no pude evitar un leve escalofrío.

—Mamá, papá, este no es el momento. Él es Anthony, mi jefe.

El padre se adelantó con una sonrisa amable:

—Mucho gusto. Lamentamos la tardanza.

—Señor, por favor, le encargo a mi hija. Mire que apenas salió de la universidad…

—¡Mamá, por favor! Estás incomodando. Es un viaje de trabajo, no una excursión escolar.

—No me incomodan —repliqué, adoptando un tono conciliador.

Finalmente, Firenze cortó la conversación.

—Estoy tarde, debo entrar. Nos vemos en unos días.

Sus padres la miraron con preocupación, pero se despidieron. Su padre, con un gesto sutil, condujo a su esposa hacia la salida.

Haber conocido a los padres de Firenze fue inesperado. Su presencia contrastaba con la imagen independiente y sofisticada que ella proyectaba. Era curioso cómo aquella mujer de mirada firme y voz segura se transformaba ligeramente frente a ellos: más contenida, más vulnerable.

Embarcamos en el avión, y al fin, tuve la oportunidad de estar cerca de Firenze, fuera de la rigidez de la oficina. Me fascinaba cómo podía parecer tan profesional y al mismo tiempo tan deliciosamente vulnerable. Apenas tomamos nuestros asientos, mis pensamientos comenzaron a divagar hacia las posibilidades.

Las luces del avión se atenuaron al alcanzar altitud de crucero, y el ambiente adquirió una intimidad inesperada. Aproveché el momento para buscar su mano bajo la manta que habían proporcionado. Ella no se resistió. Mis dedos exploraron los suyos lentamente, trazando líneas que parecían conectar directamente con mi deseo.

Me incliné hacia ella, fingiendo ajustar algo en su asiento, pero en realidad respirando su perfume. Su cabello húmedo, seguramente apresurado al salir de casa, tenía un aroma cítrico que me embriagaba. Acerqué mis labios a su cuello, dejando que el calor de mi aliento lo acariciara. Firenze se estremeció ligeramente, pero no se apartó.

—¿Qué haces? —susurró, sin mirarme.

—Lo que deberíamos haber hecho hace tiempo —murmuré, apenas rozando su piel con mis labios.

Mi mano, aún oculta bajo la manta, comenzó a deslizarse lentamente por su muslo. Sentí cómo su respiración cambiaba, más rápida, más profunda. Cuando alcancé el borde de su ropa, levantó la vista hacia mí, sus ojos cargados de deseo y una pizca de incredulidad.

—Anthony, nos pueden ver...

—Entonces tendrás que ser muy silenciosa —respondí, dibujando una sonrisa de complicidad.

Mis dedos se aventuraron más allá, encontrando su ropa interior. Firenze jadeó, cubriendo su boca con la mano mientras yo exploraba su humedad. Sus reacciones eran adictivas: un leve temblor en sus piernas, el rubor subiendo por su cuello, el ritmo frenético de su respiración.

La envolví en un beso profundo, absorbiendo cada uno de sus suspiros, mientras mi mano seguía estimulándola, marcando un ritmo que la llevaba al borde de la rendición. Firenze cerró los ojos con fuerza, aferrándose a mi brazo mientras su cuerpo cedía al placer en un estremecimiento silencioso y explosivo.

Estaba completamente intoxicado por ella, pero antes de que pudiera relajarme, sentí su mano deslizándose entre las capas de mi ropa, su toque directo y decidido. Sus dedos encontraron mi rigidez, provocando que inhalara con fuerza.

—¿Qué te parece si uso mis labios? —me susurró, su voz cargada de una sensualidad que nunca antes había oído en ella.

Cerré los ojos, imaginando su boca descendiendo, cuando la voz de la tripulación nos devolvió abruptamente a la realidad:

—A todos los pasajeros, les informamos que estamos entrando en una zona de turbulencia. Por favor, abróchense los cinturones.

Firenze se alejó de mí con un movimiento rápido, ajustando su ropa y mirando alrededor con un rubor intenso en sus mejillas. Yo también traté de recomponerme, aunque era casi imposible ocultar la evidencia de lo que acababa de ocurrir bajo la manta.

—Parece que quedaste en deuda conmigo —dije en tono juguetón, con una sonrisa que intentaba relajarla.

Ella me lanzó una mirada que mezclaba vergüenza y complicidad.

—Esto no debió pasar... —susurró, pero su tono carecía de convicción.

Le acaricié la mano una última vez antes de separarme, dándole el espacio que claramente necesitaba para procesar lo ocurrido. Pero sabía algo con certeza: ese momento en el avión no sería el final de nuestra aventura, sino el inicio de algo mucho más intenso y peligroso.

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