El primero

Sus palabras resonaban en mi mente, especialmente aquella mención a su iniciación. La idea de que ese tipo hubiera tenido el privilegio de ser el primero me carcomía. ¿Por qué la vida no nos cruzó antes?

De repente, noté cómo sus emociones escalaban. Firenze escondió el rostro entre las manos, intentando contener lo que sentía. Me acerqué, tomándolas con cuidado para descubrir su expresión.

—Fire, mírame —dije suavemente—. Dame el placer de perderme en cada matiz de tus ojos… en el lunar de tu córnea izquierda que hace juego con el que tienes debajo de la boca.

Mis dedos rozaron su mentón, obligándola a levantar la mirada. Firenze respiró hondo, recuperando el aliento.

—Nadie había notado mi lunar. El de mi ojo.

—Tal vez nadie te ha sabido mirar como yo.

Entonces la atraje hacia mí, y ella no resistió. La besé, confirmando lo que ya sabía: Firenze era mía. Lo que teníamos podía superar cualquier historia, por confusa que fuera.

La cena transcurrió entre pequeñas conversaciones y silencios cargados de significado. De regreso al auto, el ambiente estaba cargado de una intensidad que ninguno de los dos quería ignorar. Firenze se acomodó en el asiento, todavía con una leve sonrisa que reflejaba las emociones vividas en la cena. Mis ojos la observaban de reojo mientras arrancaba el motor, atrapados por la forma en que sus dedos jugueteaban distraídamente con el borde de su vestido.

En un semáforo en rojo, giré hacia ella, dejándome llevar por el impulso. Mis palabras fueron bajas, cargadas de intención:

—¿Te das cuenta de lo mucho que me estás tentando?

Ella levantó la mirada, esa chispa en sus ojos desafiandome.

—¿Y si lo sé?

Llevé una mano a su pierna, dejando que mis dedos trazaran círculos lentos sobre su piel desnuda, apenas cubiertos por la tela de su vestido. Firenze no retrocedió. De hecho, cruzó una pierna sobre la otra, dejando espacio para que mi mano jugara con libertad. La complicidad en su gesto fue una invitación clara, y no me resistí.

Mis dedos subieron, explorando con cuidado mientras mis palabras buscaban reforzar lo que mi toque ya estaba dejando claro.

—¿Sabes que este momento es único? Quiero que cada latido, cada respiro tuyo se quede grabado en mi memoria.

Firenze rió suavemente, esa risa que era a la vez un reto y una aceptación. Deslizó su mano hacia la mía, guiándola con intención, permitiéndome avanzar un poco más. Su juego era tan calculado como el mío, pero ambos sabíamos quién marcaba el ritmo.

La tensión aumentaba mientras el trayecto continuaba. Su respiración se volvía más rápida cada vez que mi mano subía un poco más, y la mía no estaba mucho mejor. Cada tanto, nuestras miradas se cruzaban, ella mordiendo suavemente su labio inferior, provocando que me costara mantener la concentración en el camino.

Cuando llegamos frente a su edificio, Firenze se detuvo antes de abrir la puerta. Se giró hacia mí, sus ojos brillando con una mezcla de picardía y expectativa.

—¿Viniste hasta aquí solo por un beso de despedida?

—Eso depende de ti —respondí, dejándome caer hacia su lado con una sonrisa—. Podemos terminar lo que empezamos en el auto.

Ella inclinó la cabeza, evaluándome con una expresión divertida, para luego acercarse a la puerta y abrirla. Al entrar, me sorprendí. El lugar era pequeño, acogedor, pero más que un departamento parecía un estudio de artista. Cuadros de distintos estilos decoraban cada rincón, y una pequeña escalera llevaba al techo, donde se adivinaba una terraza improvisada.

—Este es mi templo —dijo con voz suave—. Nunca antes un hombre había pasado el umbral de esta puerta.

—¿En serio? ¿Ni él?

—Ni él. Eres el primero. Bienvenido.

Un calor primitivo me recorrió el cuerpo. Firenze no mentía; se percibía en cada rincón del espacio: yo era el primero en estar allí. Antes de que pudiera responder, ya estábamos despojándonos de la ropa, lanzándonos al sillón en un torbellino de pasión.

De reojo, noté los cuadros que nos rodeaban. Firmados con su nombre.

—¿Son tuyos? —pregunté, ligeramente jadeante.

—Sí —respondió con una sonrisa—. Los pinté yo.

Ella era mucho más de lo que se veía por fuera. Firenze era fuego, arte y misterio. Fuimos del sillón a la cama, y entre caricias y suspiros, su cuerpo me confirmaba lo que yo ya intuía: Firenze me pertenecía. ¿Dormir? No era para nosotros. Pero, al amanecer, encontramos juntos un placentero descanso.

A la mañana siguiente, en la oficina, apenas crucé la puerta, un murmullo extraño me llegó desde el escritorio de Firenze. Una caja de regalo yacía sobre su mesa, adornada con un lazo perfecto y una tarjeta.

—¿Qué pasó? —pregunté a Silvy, con un tono más brusco de lo que pretendía.

Silvy, que nunca perdía la oportunidad de alimentar el rumor, sonrió con picardía.

—Parece que su novio le mandó flores y un regalo. Dicen que es su aniversario. La tarjeta tenía fotos de ellos en sus “mejores momentos”. Ah, y también dicen que es un sugar daddy. Quién lo diría.

—Ay, Silvy… Si te pagara por cada chisme que inventas, ganarías el doble.

Sonreí con aparente calma, pero por dentro hervía. Entré a mi oficina y cerré la puerta con más fuerza de la necesaria.

¿Acaso no entendió que su relación ya terminó? ¿O era que ese tipo estaba obsesionado con ella? No, esto no era un simple gesto nostálgico. Era una declaración de guerra.

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