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Noticias inesperadas

Llegó el viernes y, hasta ese momento, no había pensado en nada para justificar la reunión que inventé. Durante la semana, Firenze me estuvo pidiendo información y logré esquivar sus preguntas, justificándome en la falta de tiempo. Así que no pude esconder una sonrisa de satisfacción al verla acomodarse en el asiento del copiloto, aunque su rostro denotaba cierta incomodidad. La mentira del viaje de negocios había funcionado, pero ahora me tocaba el reto más difícil: convencerla de quedarse el fin de semana conmigo, en algún lugar no planeado.

—¿Todo bien? —pregunté, rompiendo el silencio mientras tomaba la carretera.

—Sí —respondió ella, sin mirarme—. Solo espero que la reunión realmente valga la pena. No es común que me pidan salir de la ciudad un viernes.

Continué, sin saber exactamente cómo manejar la tensión. Mientras manejaba, recordé un bonito lugar rodeado de naturaleza, perfecto para desconectar de la ciudad. Me concentré en el camino, buscando un momento para cambiar el tema.

Después de unos minutos, Firenze rompió el silencio.

—¿Por qué me pediste que te acompañara?

—Porque confío en ti, Fire —respondí, mirándola de reojo. Era la verdad, aunque no toda.

Ella asintió, pero no dijo más. Yo sabía que no estaba del todo convencida, era muy inteligente para engañarla con un ardid tan básico, por lo que tenerla a mi lado me daba la esperanza de que estaba aquí porque sabía y quería lo mismo que yo. Cuando llegamos a un punto apartado de la carretera, antes de tomar el desvío al lugar donde anhelaba estar con ella, reduje la velocidad y detuve el auto. Ese mirador en medio del desierto era un buen lugar para conversar antes del siguiente paso.

—¿Qué haces? —preguntó Firenze, extrañada.

—Necesito un momento contigo, a solas, lejos de todo —respondí, apagando el motor y girando hacia ella.

Firenze me miró con cautela, pero logré sentir que su respiración se aceleraba. ¿Acaso me tenía temor?

—Tony, esto no es profesional —dijo, aunque su tono carecía de firmeza.

—Esto no tiene nada que ver con el trabajo —admití, inclinándome hacia ella—. Tiene que ver contigo, conmigo... con lo que siento cuando estoy cerca de ti.

Antes de que pudiera responder, tomé su mano, llevándola a mi pecho.

—¿Lo sientes? —le susurré al oído. Su corazón latía con fuerza, tan rápido como el mío. —Quiero decirte lo que siento si tú me dejas.

Firenze intentó resistirse, pero sus propias emociones traicionaron su lógica. Cuando me incliné para besarla, ella no se apartó. Nuestros labios se encontraron, y todo lo que había reprimido hasta entonces estalló en ese momento.

La tomé por la cintura, acercándola más a mí. Con ese beso nos fuimos a otra dimensión, como si estar en medio del desierto significara estar a solas en la intimidad de una habitación. Los cristales del auto comenzaron a empañarse, mientras el aire cálido del desierto nos rodeaba, impregnando el momento con una sensación de deseo reprimido y urgencia.

No había palabras, solo susurros entrecortados y caricias urgentes. El sonido de nuestras respiraciones se mezclaba con el viento suave que soplaba fuera del coche, creando una melodía perfecta para ese instante. El sol comenzaba a ponerse, tiñendo el cielo de tonos dorados y rojizos, como si el universo mismo se hubiera detenido para observarnos. La distancia entre nosotros desaparecía, y en ese espacio cerrado del coche, el mundo exterior dejaba de existir.

Firenze se aferró a mí, sus manos exploraban mi rostro, mis hombros, como si quisieran memorizar cada parte de mi ser. El contacto de su piel contra la mía me estremeció de una manera que no podía controlar. Todo lo que había reprimido hasta ese momento, todas las emociones y deseos, estallaron al unísono en ese beso, dejando un rastro de fuego en mi pecho.

Nuestros cuerpos se movían en una danza sin palabras, el deseo apoderándose de cada uno de nuestros movimientos. El calor del desierto parecía invadirnos, pero era el calor de nuestra conexión, el deseo de estar más cerca, de compartir algo que solo nosotros dos podíamos entender.

Cuando finalmente el auto quedó en silencio, salvo por nuestras respiraciones agitadas, Firenze desvió la mirada hacia el horizonte, como si buscara un refugio en ese paisaje interminable. Fue un momento suspendido en el tiempo, en el que nada importaba más que la presencia del otro.

—Tony... —comenzó, con un tono de seriedad que no esperaba.

—Dime.

—George me propuso matrimonio.

El golpe fue inmediato. Anthony sintió como si le arrancaran el aire del pecho.

—¿Qué...? —dijo, aunque no pudo ocultar la sorpresa y el dolor en su voz.

—No he dicho que sí —agregó rápidamente.

—¿Por qué? —preguntó, con más urgencia de la que pretendía mostrar.

Firenze tomó aire antes de continuar.

—No es por lo que crees. George… me ofrece todo lo que desearía. Es estable, generoso y... seguro. Pero...

—¿Pero qué? —insistió Anthony, inclinándose hacia ella.

—Estoy en la carrera para una beca fuera del país. Si la acepto, tendría que dejarlo todo.

—¿Todo? —repitió Anthony, con un nudo en la garganta.

Firenze lo miró a los ojos, con una mezcla de determinación y melancolía.

—Poner en pausa todo por un par de años.

El silencio que siguió fue más pesado que cualquier discusión que hubiéramos tenido. Entonces comprendí que esa confesión no solo hablaba de George, sino también de nosotros. Y, sin embargo, no podía perderla.

—Fire —susurré, acariciando su rostro—, eres joven. Tienes tanto camino por andar… No sé qué pasará en el futuro, pero al menos dame este fin de semana.

Ella cerró los ojos, dejando que las lágrimas se acumularan, pero no respondió. Seguí conduciendo al destino propuesto, pensando en lo que significaba este posible viaje de Firenze. No creía en las relaciones a distancia, me parecía algo absurdo, pero a pesar de todo, no era eso lo que me preocupaba. Entre las confesiones de Firenze logré captar su anhelo por una relación estable. ¿Acaso ella sabía realmente las implicancias de un matrimonio? O peor aún, quizá ella buscaba establecer una familia, dedicarse a la maternidad. Esos anhelos tan comunes, tan básicos, no parecían coherentes con su personalidad. Y yo, yo no me creía capaz de ofrecerle eso.

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