Viejos amigos

La carga de trabajo acumulada me llevó a acordar una reunión con Joseph Muñiz, el investigador del accidente, a la hora del desayuno para no afectar mi agenda laboral. Camino al encuentro, miré el celular una vez más: aún no había respuesta de Firenze.

Al llegar, una voz familiar me sacó de mis pensamientos.

—¡Anthony Walker! El mismísimo Anthony Walker. Me parece increíble esta coincidencia.

Me giré hacia él y, entre el barullo del restaurante y el amanecer de la ciudad, el rostro de Joseph encajó en mi memoria. En el accidente, la confusión y la preocupación por Firenze no me habían permitido reconocerlo. Sin embargo, ahí estaba, una inesperada coincidencia.

—¿Joseph? ¿Eres Joseph Morgan? —dije, sorprendido—. Claro, Muñiz es el apellido de tu mamá.

—¡Amigo! Después de tantos años.

Nos dimos un efusivo abrazo. Joseph había sido uno de mis mejores amigos de la infancia. Recordé que su madre, la señora Mary, era famosa en nuestro pueblo natal por ser la mejor repostera. Su talento la llevó a mudarse a la ciudad en busca de mejores oportunidades laborales. Perdimos el contacto siendo niños, y aunque su rostro ahora era el de un adulto marcado por el tiempo, sentí esa misma calidez de antaño.

—¿Cómo has estado? ¿Cómo está la señora Mary? ¿Así que ahora eres investigador privado? —pregunté, intentando ponerme al día.

—Vaya que hemos crecido, querido amigo —respondió con una sonrisa que escondía cierta amargura—. Mi mamá está muy bien, emprendió su propio negocio y ahora mi hermana lleva la b****a. Y bueno, sobre lo de investigador… ya no lo soy. Perdí mi licencia hace unos días.

—Lo lamento, ¿y es algo reversible? —pregunté con interés.

Joseph negó lentamente con la cabeza antes de explicarse.

—Estoy asesorándome, pero no será inmediato.

—Entiendo. ¿Hay algo en lo que pueda ayudarte? —ofrecí, recordando que éramos viejos amigos.

—Seré sincero, amigo —respondió, mirándome directamente—. Soy responsable de lo que pasó. Trabajaba como investigador corporativo: espionaje industrial, filtraciones de información, empleados con cargos de confianza, ese tipo de cosas. Hasta que un día... se me ocurrió usar esas herramientas para investigar a una chica con la que estaba saliendo. Todo se salió de control.

—¿Te denunció? —aventuré.

—Sí. Y mi esposa se enteró del romance cuando encontró las notificaciones de la denuncia en la casa. Perdí todo. Terminé divorciándome, y la chica se mudó de ciudad llevándose a mi hija. El día del accidente, estaba desesperado por alcanzarla. Lo hice todo mal.

Mientras escuchaba su historia, algo en mí se removió. Era inevitable pensar en mis propios pasos. ¿Hasta dónde podían llevarme mis emociones por Firenze? Contratar a un investigador para seguirle los pasos al ex de una de mis conquistas era algo que, en otro tiempo, habría repudiado. Ni ese tal George ni cualquier tipo merecían mi tiempo ni atención.

Joseph interrumpió mis pensamientos.

—¿Y tú? ¿Qué necesitabas investigar? ¿Por qué requerías mis servicios? —preguntó con genuina curiosidad.

—Nada fuera de lo común —respondí evasivamente—. Empecé un nuevo proyecto hace poco y quería anticipar las acciones de la competencia. Nuestro producto es novedoso, y hasta ahora somos pioneros.

Joseph asintió con interés.

—Si de eso se trata, no necesitas un investigador, amigo. Necesitas un analista de datos. ¿Sabes cuál era mi verdadera carrera? La analítica.

—¿En serio? —pregunté, sorprendido por el giro inesperado.

—Sí. Y ahora que estoy desempleado, tiempo libre es lo que me sobra. Nadie me espera en casa. Mi única ocupación es sentarme a pensar en mis errores, pero eso lo puedo postergar para después —añadió con un toque de humor, aunque el peso de su situación era evidente.

—Me agrada tu optimismo —dije en tono sarcástico, con una sonrisa que rompió un poco la tensión.

—¿Qué dices, Anthony? Vamos a tu oficina. Muéstrame de qué se trata ese proyecto. Tal vez pueda ayudarte en algo más…

—Vamos, entonces —respondí, tomando mis cosas y dejándome llevar por una inesperada sensación de nostalgia y complicidad.

Mientras salíamos, lo miré de reojo. En mi mente resurgió la imagen de la señora Mary: una mujer cálida que ofrecía galletas recién horneadas a los amigos de su hijo. Por un instante, me vi corriendo junto a Joseph por los campos del pueblo, riéndonos sin preocuparnos por el mañana. Era una época más sencilla, cuando el mundo se sentía pequeño y la vida no parecía tan complicada. Quizá, en aquel entonces, todavía éramos capaces de ser felices con tan poco.

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