Finalmente llegué al encuentro con la agente inmobiliaria, una mujer rubia, en sus cuarenta, aún atractiva. Me había asegurado que tenía tres opciones muy distintas para presentarme. Le había especificado que necesitaba un departamento que se adaptara a mis necesidades de soltero. Después de cuatro años aguantando a Katherine, necesitaba desesperadamente recuperar mi libertad.
Katherine llevaba algunos meses viviendo con sus padres, aunque aún conservaba las llaves del departamento donde, técnicamente, vivía solo. Dylan había vuelto a nuestra ciudad natal, Robert viajaba constantemente y estaba a punto de casarse. El viejo apartamento, que alguna vez fue nuestro templo de solteros, ya no cumplía su propósito. Era momento de encontrar un nuevo lugar. Coincidentemente, la agente se llamaba igual que mi hija: Gabrielle. De las opciones que me mostró, uno destacó inmediatamente: un loft con vista a la bahía, sala de doble altura, cocina y comedor integrados. En el mezanine estaban el dormitorio principal y un pequeño estudio. Ni bien entré, pude visualizar mi vida en aquel espacio. —Gabrielle, no quiero rentarlo. Quiero comprarlo. La agente, profesional, mantuvo una sonrisa. —Sinceramente, Anthony, los dueños no tienen intención de vender, pero les haré llegar tu propuesta. Mi recomendación es que empieces rentándolo; tengo otras dos visitas para esta tarde. Mientras hablaba, mi mente recreaba todas las anécdotas del viejo templo de solteros trasladadas a este nuevo escenario: mejor vista, mejores acabados y muebles. Casi podía imaginar a Firenze cruzando el balcón, con su silueta perfilada contra el atardecer, avanzando directo hacia mí. Este era el lugar que necesitaba. —Lo rentaré —sentencié. De vuelta en la oficina, llegué tarde y encontré una luz encendida. Firenze seguía trabajando en la propuesta. Era evidente que estaba sola. Me acerqué a la oficina que compartía con el equipo de marketing para saludarla, pero justo en ese momento sonó su celular. —¿Aló? ¿Estás afuera de mi trabajo? —dijo apresurada—. Aún no termino, pero creo que ya fue suficiente por hoy. Desde la puerta, observé cómo se apresuraba a guardar sus cosas. Al intentar salir de prisa, casi tropieza conmigo. —Ten cuidado, podrías caerte —le dije, medio sonriendo. —Disculpe, señor Walker. Nos vemos mañana. Mientras se alejaba, pensé que debía quitarle esa costumbre de llamarme "señor". Aún no llegaba a los treinta; no había motivo para que me tratara como a un viejo. Subí a mi oficina, curioso por ver desde la ventana con quién se encontraría. Minutos después, un auto deportivo plateado se estacionó frente a la puerta. Un hombre maduro, rondando los cuarenta, salió del vehículo. —¡George! —exclamó Firenze al reconocerlo—. ¡Me sorprendiste! ¿Cómo supiste dónde trabajo? —Busqué en internet. No soy tan obsoleto como crees —respondió él, con una sonrisa confiada. La escena me dejó una sensación incómoda. No había imaginado a Firenze saliendo con alguien tan diferente a ella, y mucho menos con alguien así de experimentado. Más allá de la sorpresa inicial, mi mente trabajaba a toda velocidad buscando comprender esa relación. ¿Qué veía Firenze en ese hombre? ¿Sería un eco de algún trauma del pasado, una figura paternal que anhelaba o, simplemente, un interés práctico? No importaba cuál fuera la respuesta; lo que era claro es que ese sujeto era un obstáculo en mis planes, y necesitaba desentrañar su propósito. Desde mi ventana, observé su interacción con detenimiento. Él no parecía especialmente atractivo, quizá lo fue en su juventud, pero ahora bien podría pasar por el padre de Firenze. El auto deportivo plateado que conducía era el típico símbolo de una crisis de mediana edad, más propio de alguien que se niega a aceptar el paso del tiempo que de un hombre de familia. Su estilo no evocaba estabilidad ni madurez, sino una especie de intento desesperado por mantenerse relevante. Mis pensamientos se interrumpieron con el sonido de mi celular. Era Gabrielle, mi agente inmobiliaria. —Hola, Anthony. ¡No sabes lo que ocurrió! Llevé el contrato de alquiler a los propietarios, y resulta que su única hija está embarazada de mellizos. Eso los ha llevado a considerar mudarse cerca de ella de forma definitiva, así que ahora están interesados en vender la propiedad. —Eso quiere decir que la propiedad está disponible para compra. —¡Exacto! Me dijeron que primero harán una tasación, pero estoy segura de que tu propuesta estará dentro de sus expectativas. Con un par de semanas, podríamos cerrar la operación. Es increíble, Anthony. Esto tiene que ser el destino. ¡Tienes mucha suerte! —Gracias, Gabrielle. Desde que nos conocimos, supe que me traerías suerte en esta búsqueda. Colgué la llamada con una sensación de triunfo. Las piezas encajaban perfectamente. No solo aseguraría mi nuevo refugio, sino que también me liberaría de cualquier aparición inesperada de Katherine. Ahora, finalmente, tendría el control absoluto de mi espacio y de mi vida.Con el transcurso de las semanas, mi cercanía con Firenze aumentó. Aunque al principio la notaba esquiva y desconfiada, logré que dejara de llamarme "señor". Nuestro proyecto laboral me permitió mostrarle mis habilidades de liderazgo y conocimientos, lo que, sin duda, despertó su admiración. Lo notaba en su mirada, en esos pequeños destellos de respeto que se escapaban sin que pudiera evitarlos. Sin embargo, como ya presentía, los obstáculos no tardaron en aparecer. Por más que intentaba mantener mi vida personal en reserva, Brandon, mi jefe de operaciones y amigo, no compartía mi discreción. Muchas de nuestras travesuras extralaborales se habían colado en los pasillos de la empresa por culpa de su lengua suelta. Su fama de mujeriego, personalidad extrovertida y su falta de tacto me habían traído problemas más de una vez. Pero, a pesar de todo, despedirlo no era opción; sus habilidades para resolver crisis lo convertían en un recurso invaluable. —Anthony, ¿se puede o estás ocupado
—¿Acaso no sabes que solo puedes ocupar un carril? ¿Dónde aprendiste a manejar? —gruñó el hombre, saliendo de su auto con aire de superioridad. —¿De qué rayos hablas? Tú me chocaste. ¿Firenze, estás bien? —pregunté, ignorando su desplante mientras giraba hacia ella. —Esta es una vía rápida. No puedes hacer esas maniobras y reducir la velocidad, así como así. Escucha, creo que ambos fuimos imprudentes. Tengo que llegar al aeropuerto, pero aquí tienes mi tarjeta. Llámame y arreglamos esto en otro momento —dijo apresurado, como si sus palabras fueran la única conclusión válida. Tomé la tarjeta, sin mucho interés en sus justificaciones. Mi prioridad era Firenze. Aunque el golpe no parecía grave, ella se tocaba la frente con evidente molestia. —Me duele. Creo que me saldrá un moretón —dijo en voz baja. —Lo siento mucho, Firenze. No sé por qué me distraje... —mentí. En el fondo sabía exactamente por qué: el roce fugaz de su presencia, el vaivén de su aroma, me habían desviado del cami
La llevé al límite. La subestimé, a pesar de todas sus advertencias. Creí que la había roto lo suficiente como para tenerla nuevamente a mi merced, pero solo estaba jugando, y al parecer, iba a ganar la partida. Después de todos estos años, había logrado lo que ninguna otra pudo: hacer que me sintiera tan seguro a su lado que bajé completamente la guardia. Siempre supe que era diferente; por eso la elegí como mi esposa, como la mujer con quien quería pasar el resto de mis días. Y así hubiera sido, si su inteligencia no la hubiera llevado a descubrir todos mis secretos, a indagar en mis errores y a ver que no soy la imagen que construí para ella. No pueden culparme por no amar como el resto. No es mi culpa que no pueda sentir como mi padre amaba a mi madre, o como mi hermano ama a su esposa. Pero sé que soy capaz de amar, porque amo a mis hijos, al menos a los que tuve con ella. Ahora siento una angustia que nunca antes había experimentado. ¿Qué va a pasar con ellos después de todo e
Firenze y yo tenemos historia. La conocí cuando recién terminaba la universidad. Tenía apenas 21 años, pero actuaba como si ya conociera los secretos del mundo. Ese tipo de seguridad juvenil siempre me había resultado irritante. Cuando entró por primera vez a mi oficina, con su ropa impecable y una sonrisa contenida, sentí una punzada de fastidio.—Buenas tardes, señor Anthony. Me pidieron que suba.No levanté la vista de inmediato. Dejé que el silencio se estirara mientras revisaba un correo inexistente en mi pantalla. Quería ver si esa confianza se desmoronaba. Pero cuando finalmente la miré, seguía allí, sin moverse, los ojos fijos en mí como si nada la intimidara.—¿Sabes quién soy?—Sí, es el jefe de finanzas.No pude evitar arquear una ceja.—El gerente de finanzas , en realidad. Pero no importa. Me dijeron que tienes un cliente nuevo con una idea que insistes en que evaluemos.Firenze asintió, sin tartamudeos, sin disculpas. En cambio, abrió la carpeta que llevaba consigo y emp
Hace unos años, compartía departamento con mi hermano menor, Dylan, y nuestro primo Robert. Dylan estaba terminando la universidad, yo acababa de empezar mi maestría, y Robert cursaba algunos estudios. Teníamos un pacto implícito: aquel espacio sería un templo para nuestra soltería. Ninguno de nosotros tenía planes de compromisos serios, y nos sentíamos orgullosos de ello. Dylan, sin embargo, complicó las cosas. Aunque mantenía contacto con Angela, su novia de la adolescencia, conoció a Sophie, la "Yoko Ono" de nuestro círculo. Sophie era dulce, sí, pero demasiado pegajosa para mi gusto. Parecía un cachorro perdido que había encontrado refugio en nuestro departamento. Comenzó a frecuentarnos tanto que, antes de darnos cuenta, prácticamente vivía con nosotros. Sin embargo, Sophie no ignoraba el estilo de vida que llevábamos Robert y yo. Vampiros sociales, nos dedicábamos a la cacería cada fin de semana, acumulando conquistas y deslices. Una noche incluso organizamos una orgía en la