Con el transcurso de las semanas, mi cercanía con Firenze aumentó. Aunque al principio la notaba esquiva y desconfiada, logré que dejara de llamarme "señor". Nuestro proyecto laboral me permitió mostrarle mis habilidades de liderazgo y conocimientos, lo que, sin duda, despertó su admiración. Lo notaba en su mirada, en esos pequeños destellos de respeto que se escapaban sin que pudiera evitarlos. Sin embargo, como ya presentía, los obstáculos no tardaron en aparecer.
Por más que intentaba mantener mi vida personal en reserva, Brandon, mi jefe de operaciones y amigo, no compartía mi discreción. Muchas de nuestras travesuras extralaborales se habían colado en los pasillos de la empresa por culpa de su lengua suelta. Su fama de mujeriego, personalidad extrovertida y su falta de tacto me habían traído problemas más de una vez. Pero, a pesar de todo, despedirlo no era opción; sus habilidades para resolver crisis lo convertían en un recurso invaluable. —Anthony, ¿se puede o estás ocupado? —dijo irrumpiendo en mi oficina. —Hola, Brandon. Estaba terminando una reunión con Firenze sobre el nuevo proyecto. Si gustas, espéranos un momento. —Hola, guapa —le dijo a Firenze, ignorando cualquier rastro de profesionalismo—. Te veo muy seguido por acá últimamente. ¿Por qué no le traes un escritorio a su lado? ¿Sabes hacer café? Al jefe le gusta ser bien atendido. Era evidente que Firenze no soportaba a Brandon, y su incomodidad ante el comentario fue palpable. —Buenos días, Brandon. En realidad, ya hemos terminado, y tengo varias llamadas pendientes antes de visitar la inmobiliaria Caracol. No te quito más tiempo, Anthony. —Jamás me quitarías tiempo, Firenze. Terminamos esta reunión camino a la visita, ¿te parece? Cada vez estaba más embobado con ella. Mi tono de voz me delataba, y Brandon no perdió la oportunidad de meter el dedo en la llaga. —Mmm… ya veo que están en confianzas —murmuró mientras Firenze salía de la oficina. Luego añadió con una sonrisa burlona—: Entonces, ¿es cierto que es tu nueva víctima? No podía permitir que Brandon supiera de mi interés por Firenze. Su bocota podría arruinarlo todo si llegaba a oídos de Silvy o, peor aún, de mi socio. Si Katherine se enteraba, tendría a mi ex en la oficina montando un escándalo, como ya lo había hecho antes. De hecho, esa situación nos llevó a establecer la regla de no contratar mujeres atractivas. Pero esta vez la decisión de contratar a Firenze no fue mía; fue de mi socio, y eso me daba margen para justificarme. —No hables tonterías, Brandon. Sabes que no quiero más problemas de faldas. Apenas estoy logrando librarme de la madre de Gabrielle. —Entonces, ¿no hay problema con que lo intente yo? —preguntó con descaro. —Ni lo pienses —dije, firme—. Quiero decir, no necesitamos otro problema como el de Diana. Tuvimos suerte de que aceptara otra oferta de trabajo y se fuera sin pedir tu cabeza. —Bah, Anthony, sabes que todo fue un drama de despecho. La chica se ilusionó sola; yo no le di motivos. —No importa. No puedes involucrarte con nadie más de la oficina. Además… se nota que Firenze no te soporta. —¿Ah, sí? ¿Te ha dicho algo? —No hace falta. Su cara lo dice todo cuando estás cerca. —Ja. Ahora lees caras. O quizá la tienes bien estudiada… —Escucha, Brandon, este proyecto puede darnos muchas ganancias. Necesito que nada interfiera. Mantén tus manos lejos de ella. —Entendido, jefe. Tus órdenes serán obedecidas. Aunque lo prometió, no podía fiarme de Brandon. Si ya había comentarios sobre mis reuniones constantes con Firenze, no faltaría mucho para que alguien armara rumores. Aún más peligroso era que Firenze y Silvy se hubieran hecho amigas; eso podía jugarme en contra. —Anthony —me interrumpió Silvy desde la puerta—, ya es hora de la reunión con la inmobiliaria Caracol. Fire te espera en la cochera. —¿“Fire”? Ya veo que son grandes amigas. —Me agrada. Es empeñosa e inteligente. No es común encontrar ese perfil por aquí. Pero deberías tener cuidado con Katherine. Podría malinterpretar las cosas. —¿Te refieres a que ella confunda algo? Firenze es mi empleada, y Katherine es mi ex. —Aun así, Katherine ha pasado noches en tu departamento. Puede hacerse ideas equivocadas… —¿Qué? ¿De dónde sacas eso, Silvy? Mira, sé que son amigas, pero no me gusta que mi vida privada sea tema de conversación. Katherine es la madre de mi hija, y nada más. —No estoy cuestionando nada, Anthony. Solo te advierto que ha notado que ya no buscas a Gabrielle por las noches. No te sorprendas si aparece por aquí algún día… Silvy sabía más de mi vida de lo que me gustaría admitir. En efecto, Katherine había visitado mi departamento en algunas ocasiones bajo el pretexto de que Gabrielle me extrañaba. Y aunque intentaba rechazarla, a veces cedía a la necesidad física de desahogar mis energías. Camino a la reunión, aproveché el momento para intentar ganarme más la confianza de Firenze. Sabía que ahora tocaba compartir algo más personal para equilibrar el terreno. —¿Y hoy también te recogerá el novio? —pregunté, tratando de sonar casual, aunque la pregunta estaba cuidadosamente calculada. Firenze, sorprendida, se sonrojó al instante, pero no evitó el tema. —Supongo que hablas del señor que me recoge casi todos los días. Sí, es mi enamorado. ¿Te sorprende la edad? —replicó con firmeza, yendo directo al punto. —Bueno, la verdad, sí. Se nota que es mucho mayor que tú. A decir verdad, podría ser tu padre. —No exageres —respondió, algo incómoda—. Mi papá tiene casi sesenta años. —¿Y tus padres qué opinan de él? —Aún no lo conocen... —dijo, desviando la mirada hacia la ventana. —¿Y eso por qué? ¿Tiene algo malo? ¿Un divorcio complicado, muchos hijos…? —¿Por qué tantas preguntas? —me cortó, visiblemente molesta—. No tiene nada de eso. No tiene hijos, ni divorcios, ni nada raro. Simplemente no se ha dado el momento. —Entendido —contesté, soltando el tema, aunque mi curiosidad seguía viva. Mientras hablábamos, no podía evitar admirar su figura. Llevaba un vestido sobrio, pero que destacaba sus curvas de forma elegante. El cabello rizado caía en cascada, salvaje, y su aroma me envolvía. Cada vez era más difícil mantener el control. —¿Te incomodan mis preguntas? —añadí, sonriendo ligeramente. —¿Y tú? —me interrumpió, girando la conversación—. ¿Eres casado? ¿Divorciado? ¿Con hijos? Su mirada inquisitiva me tomó por sorpresa, pero no me amedrentó. —Tengo una hija. Nunca me casé. Se llama Gabrielle, tiene dos años. —Lindo nombre —respondió. Luego, con un toque de ironía, agregó—: ¿Te sorprende que me sorprenda? —¿Por qué lo dices? —Los padres suelen tener fotos de sus hijos en la oficina, o trabajos escolares pegados por ahí. No vi nada de eso en tu espacio. Tampoco usas anillo, y este auto no es precisamente familiar. Me sorprendió su capacidad de observación. Que estuviera tan atenta a esos detalles me emocionaba. Pero también sabía que esa curiosidad podía llevarla a un terreno delicado: mi relación con la madre de Gabrielle. —¿Y la mamá de tu hija? ¿Cómo te llevas con ella? —preguntó de forma directa. Respiré hondo y respondí con el tono más neutro posible: —Somos padres. Tenemos que llevar una relación cordial y respetuosa por el bien de nuestra hija. —Claro. Un hijo es un vínculo para toda la vida —dijo, con un tono casi sentencioso. Luego, cambiando el tema, añadió—: Deberíamos repasar los puntos clave para la reunión. —Perfecto. Demos por cerrado el bloque de preguntas personales —respondí, sonriendo. Mientras repasábamos los detalles del proyecto, no podía dejar de admirar cómo encajábamos en nuestras interacciones laborales. Éramos el complemento perfecto. Y aunque mis pensamientos iban más allá de lo profesional, sabía que tendría que actuar con cautela. No podía arriesgarme todavía. La reunión fue un éxito rotundo. Firenze y yo éramos una dupla impecable. Su seguridad y talento hacían que todo fluyera con una naturalidad sorprendente. Sin embargo, mi mente divagaba. Mientras conducía de regreso a la oficina, el silencio entre nosotros solo avivaba mi imaginación. La veía sentada en el asiento del copiloto, relajada, con el cabello enmarcando su rostro y esa sonrisa serena que no se borraba. Imaginaba cómo sería desordenar esos rizos salvajes con mis manos, deslizar mis dedos por su cuello, bajar lentamente hasta deshacerme de ese vestido que ahora apenas lograba contener sus curvas. En mi mente, la escuchaba susurrar mi nombre mientras la envolvía en mis brazos, sintiendo la calidez de su piel bajo mis manos. Sabía que juntos podíamos crear algo tan perfecto como lo que habíamos logrado en la sala de reuniones, pero mucho más íntimo, mucho más nuestro. Esa imagen era tan vívida que casi podía sentir su aliento mezclándose con el mío, su mirada buscándome mientras nos abandonábamos al deseo. El perfume de su cabello seguía envenenando mis sentidos. De repente, lo noté: no llevaba puesto el cinturón de seguridad. —Disculpa, es necesario que te lo pongas por seguridad —dije mientras estiraba mi brazo hacia ella, rozando apenas su costado al ajustar el cinturón. La cercanía la puso visiblemente nerviosa. Su sonrisa tímida me pareció una invitación, y mi mente ya planeaba el siguiente movimiento. Pero antes de poder hacer algo, un impacto repentino nos sacudió. Nos habían chocado.—¿Acaso no sabes que solo puedes ocupar un carril? ¿Dónde aprendiste a manejar? —gruñó el hombre, saliendo de su auto con aire de superioridad. —¿De qué rayos hablas? Tú me chocaste. ¿Firenze, estás bien? —pregunté, ignorando su desplante mientras giraba hacia ella. —Esta es una vía rápida. No puedes hacer esas maniobras y reducir la velocidad, así como así. Escucha, creo que ambos fuimos imprudentes. Tengo que llegar al aeropuerto, pero aquí tienes mi tarjeta. Llámame y arreglamos esto en otro momento —dijo apresurado, como si sus palabras fueran la única conclusión válida. Tomé la tarjeta, sin mucho interés en sus justificaciones. Mi prioridad era Firenze. Aunque el golpe no parecía grave, ella se tocaba la frente con evidente molestia. —Me duele. Creo que me saldrá un moretón —dijo en voz baja. —Lo siento mucho, Firenze. No sé por qué me distraje... —mentí. En el fondo sabía exactamente por qué: el roce fugaz de su presencia, el vaivén de su aroma, me habían desviado del cami
La llevé al límite. La subestimé, a pesar de todas sus advertencias. Creí que la había roto lo suficiente como para tenerla nuevamente a mi merced, pero solo estaba jugando, y al parecer, iba a ganar la partida. Después de todos estos años, había logrado lo que ninguna otra pudo: hacer que me sintiera tan seguro a su lado que bajé completamente la guardia. Siempre supe que era diferente; por eso la elegí como mi esposa, como la mujer con quien quería pasar el resto de mis días. Y así hubiera sido, si su inteligencia no la hubiera llevado a descubrir todos mis secretos, a indagar en mis errores y a ver que no soy la imagen que construí para ella. No pueden culparme por no amar como el resto. No es mi culpa que no pueda sentir como mi padre amaba a mi madre, o como mi hermano ama a su esposa. Pero sé que soy capaz de amar, porque amo a mis hijos, al menos a los que tuve con ella. Ahora siento una angustia que nunca antes había experimentado. ¿Qué va a pasar con ellos después de todo e
Firenze y yo tenemos historia. La conocí cuando recién terminaba la universidad. Tenía apenas 21 años, pero actuaba como si ya conociera los secretos del mundo. Ese tipo de seguridad juvenil siempre me había resultado irritante. Cuando entró por primera vez a mi oficina, con su ropa impecable y una sonrisa contenida, sentí una punzada de fastidio.—Buenas tardes, señor Anthony. Me pidieron que suba.No levanté la vista de inmediato. Dejé que el silencio se estirara mientras revisaba un correo inexistente en mi pantalla. Quería ver si esa confianza se desmoronaba. Pero cuando finalmente la miré, seguía allí, sin moverse, los ojos fijos en mí como si nada la intimidara.—¿Sabes quién soy?—Sí, es el jefe de finanzas.No pude evitar arquear una ceja.—El gerente de finanzas , en realidad. Pero no importa. Me dijeron que tienes un cliente nuevo con una idea que insistes en que evaluemos.Firenze asintió, sin tartamudeos, sin disculpas. En cambio, abrió la carpeta que llevaba consigo y emp
Hace unos años, compartía departamento con mi hermano menor, Dylan, y nuestro primo Robert. Dylan estaba terminando la universidad, yo acababa de empezar mi maestría, y Robert cursaba algunos estudios. Teníamos un pacto implícito: aquel espacio sería un templo para nuestra soltería. Ninguno de nosotros tenía planes de compromisos serios, y nos sentíamos orgullosos de ello. Dylan, sin embargo, complicó las cosas. Aunque mantenía contacto con Angela, su novia de la adolescencia, conoció a Sophie, la "Yoko Ono" de nuestro círculo. Sophie era dulce, sí, pero demasiado pegajosa para mi gusto. Parecía un cachorro perdido que había encontrado refugio en nuestro departamento. Comenzó a frecuentarnos tanto que, antes de darnos cuenta, prácticamente vivía con nosotros. Sin embargo, Sophie no ignoraba el estilo de vida que llevábamos Robert y yo. Vampiros sociales, nos dedicábamos a la cacería cada fin de semana, acumulando conquistas y deslices. Una noche incluso organizamos una orgía en la
Finalmente llegué al encuentro con la agente inmobiliaria, una mujer rubia, en sus cuarenta, aún atractiva. Me había asegurado que tenía tres opciones muy distintas para presentarme. Le había especificado que necesitaba un departamento que se adaptara a mis necesidades de soltero. Después de cuatro años aguantando a Katherine, necesitaba desesperadamente recuperar mi libertad. Katherine llevaba algunos meses viviendo con sus padres, aunque aún conservaba las llaves del departamento donde, técnicamente, vivía solo. Dylan había vuelto a nuestra ciudad natal, Robert viajaba constantemente y estaba a punto de casarse. El viejo apartamento, que alguna vez fue nuestro templo de solteros, ya no cumplía su propósito. Era momento de encontrar un nuevo lugar. Coincidentemente, la agente se llamaba igual que mi hija: Gabrielle. De las opciones que me mostró, uno destacó inmediatamente: un loft con vista a la bahía, sala de doble altura, cocina y comedor integrados. En el mezanine estaban el