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La cena con los Smith (IV)

-Sr. Stone, buenas noches, es un gusto volver a verlo- me dijo la muy ladina.

-Srta. Gutiérrez, el gusto es todo mío, - fue todo lo que pude decir antes de que se volteara.

Todo se mantuvo bajo control hasta que Amira se dio la vuelta para continuar su recorrido. Zeus y yo sentimos lo mismo en ese momento, incapaces de soportar más lo que estábamos viendo, Amira literalmente rompió no sólo la bajilla,  si no también mi razón y mi cordura, Zeus lanzó un rugido con una fuerza que sacudió todo mi ser. Fue un rugido que resonó en lo más profundo de mi alma, yo, por primera vez en mucho tiempo, no pude contener el poder que llevaba dentro.

El cambio fue instantáneo, sentí cómo mis ojos, usualmente dorados y calculadores, se oscurecían, tiñéndose de ese rojo profundo que solo aparecía cuando mi Alfa interior tomaba el control. La mezcla de furia y deseo creció hasta convertirse en una tormenta implacable, sacudiendo cada fibra de mi ser. No era solo el deseo de tenerla, de reclamarla como mi Luna, sino la rabia latente de verla siendo observada por otros, como si ellos tuvieran algún derecho a siquiera posar sus ojos en ella.

Sin darme cuenta, mi aura de Alfa, esa presencia que rara vez necesitaba liberar, comenzó a expandirse. No podía ni quería detenerlo. Era una energía imposible de contener, arrolladora, que se desbordó por todo el salón como una ola implacable.

¿Cómo se atreven? —pensé, con un gruñido profundo que resonaba en mi pecho—. Es mi Luna... no hay nadie que tenga el derecho de mirarla así. Yo no soportaba que aquellos hombres, que hasta hacía unos segundos no habían despegado los ojos de Amira, hubieran sido tan descarados. Ella es mi Luna, y cada mirada, cada gesto de admiración hacia ella encendió mis celos y posesividad, con relación a ella.

Cada persona en la sala, sintió mi Aura al instante, sin necesidad de explicaciones. Los murmullos cesaron de golpe, el aire se hizo denso, casi tangible. Uno a uno, todos los presentes empezaron a bajar la cabeza, una reacción instintiva ante mi supremacía, ante la fuerza bruta que irradiaba de mí. Nadie osaba levantar la vista, nadie se atrevía a desafiarme.

Excepto ella.

Amira Gutiérrez, con esa mirada desafiante que parecía cortar el aire, mantuvo sus ojos fijos en los míos. No apartó la vista, no bajó la cabeza. Su convicción era firme, como si supiera que era la única en esa sala que podía mirarme de frente, desafiar mi poder sin temer las consecuencias. Solo ella, mi Luna, tenía ese derecho, aunque probablemente no lo entendiera del todo aún.

El mundo entero parecía haberse detenido en ese momento. El peso de mi aura mantenía a todos en su lugar, mientras sus ojos seguían clavados en los míos, fuertes, decididos. Sentí una mezcla de admiración y deseo abrasador. Amira no solo era mi igual, era la única capaz de sostenerme la mirada y retar mi autoridad sin ser destruida por ella.

—Solo tú... —murmuré para mis adentros, aunque Zeus gruñía en mi interior con una mezcla de satisfacción y frustración—. Solo tú puedes mirarme así.

David, se sintió rendido ante lo inevitable, Amira Gutiérrez, sin saberlo, había reclamado su lugar como su Reina, como la Luna indiscutible de la manada Luna Dorada, dejándolo muy claro desde ese momento, con solo estar de pie frente a él, que era ella, su fuerza, su presencia, su esencia misma irradiaba poder, y aunque no lo entendiera, había tomado su lugar a su lado, como si siempre hubiera sido su destino.

David sintió cómo el peso de ese conocimiento lo aplastaba y lo liberaba al mismo tiempo. No había vuelta atrás. Ella era su Reina, la única que podría guiar a su lado, la única que podría calmar el fuego dentro de él. La luna que su manada había estado esperando durante siglos.

Cada fibra de su ser lo sabía, incluso Zeus, su lobo interior, se había rendido ante ella. Amira había conquistado sin siquiera intentarlo, había marcado su territorio de una manera que nadie más podría haberlo hecho. Ella era su Luna, su compañera destinada, y aunque aún no lo supiera, su presencia ya lo había reclamado todo: su corazón, su alma y su destino.

David, en ese momento, dejó de resistirse. Supo que lo inevitable ya había sucedido. Había sido conquistado, Amira Gutiérrez, con su mirada desafiante y su esencia imponente, había sellado su destino como la reina que siempre había estado destinada a ser.

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