“No hay embarazo. Fue solo una falsa señal.”
Sus palabras todavía resonaban en mi cabeza como un eco cruel.
Había sido una mentira. Mi esperanza, mi fe ciega en que por fin estaba embarazada, que al fin cumpliría mi propósito como Luna del Reino del Viento… todo se había desmoronado en cuestión de segundos.
Caminé sin rumbo fijo, mis pasos guiándome de regreso al castillo, pero mi mente perdida en el vacío. En el camino, pasé junto a un grupo de niños betas, ojos color verde; jugando con una pelota de cuero.
Los lobos eran clasificados según el color de sus ojos, una jerarquía impuesta por la misma naturaleza. Los alfas, de ojos celestes, nacían para liderar. Los betas, con ojos verdes, eran su base, su ejército, su fortaleza. Y los omegas… los más frágiles de la manada, los más dependientes, los que vivían en los márgenes, de ojos amarillos.
Y yo, Astrid, nacida con los ojos más azules que el cielo, la Luna me había elegido para estar al lado de Magnus.
Había aceptado mi destino sin dudar, sin cuestionar. Me había enamorado de mi esposo, a pesar de que él nunca pareció realmente satisfecho con nuestra unión.
Pero había creído que con el tiempo cambiaría. Que si me esforzaba lo suficiente, si me volvía la mejor esposa, la Luna no se habría equivocado al juntarnos.
Respiré hondo, obligándome a mantenerme firme. Aun sin un hijo, aun con la tristeza devorándome por dentro, seguía siendo la Luna de este reino. Debía mantenerme en pie.
Cuando llegué al castillo, la primera persona a quien busqué fue a Magnus. Quería verlo, decirle que todavía había esperanza, que lo intentaríamos de nuevo. Quería que me abrazara, que me asegurara que todo estaría bien.
Pero entonces lo vi.
Me detuve en seco frente a la puerta del despacho de Magnus. Estaba entreabierta, lo suficiente para que mis ojos lo captaran con claridad. Mi esposo, mi alfa, el hombre al que había entregado mi vida… tenía los labios sobre los de otra mujer.
Sigrid.
Mi prima.
El aire me abandonó los pulmones. Me llevé una mano a la boca, conteniendo el grito de traición que amenazaba con escapar. En ella hubo una sombra de envidia. Una alfa, la única soltera que quedaba en el reino.
—Ella nunca sospecha nada —escuché la voz de Sigrid, su tono burlón mientras se apartaba apenas de Magnus.
—No tiene por qué hacerlo —respondió él con frialdad—. Su deber es ser mi esposa, nada más.
—¿Y qué pasará cuando descubra que nunca podrá darte hijos?
—No lo hará. Hemos sido cuidadosos con el veneno. Una dosis baja, lo suficiente para que su cuerpo no los retenga.
Mi estómago se revolvió.
No era yo.
Nunca había sido yo.
Mis manos comenzaron a temblar. Todo este tiempo… todas esas noches de llanto en silencio, de sentirme insuficiente, de preguntarme qué estaba mal en mí… Y todo había sido por ellos.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo, pero no fue de tristeza. Fue de ira.
Me alejé sin hacer ruido, sin atreverme a respirar hasta que estuve fuera del castillo.
El jardín me recibió con su brisa helada, pero ni siquiera el viento del Reino podía calmar el torbellino que se desataba dentro de mí.
—Astrid.
La voz de Elliot me sacó de mi trance.
Me giré y lo vi, su expresión preocupada, sus ojos amarillos analizándome con detenimiento. Elliot había sido mi mejor amigo desde la infancia, a pesar de ser un omega. Siempre estuvo a mi lado cuando Magnus no lo hacía, cuando mis propios pensamientos se volvían un peso insoportable.
Pero antes de que pudiera abrir la boca, antes de que pudiera confiarle la pesadilla en la que se había convertido mi matrimonio, dos guardias aparecieron detrás de él.
—¡Elliot!
El omega apenas tuvo tiempo de mirarme antes de que lo tomaran por los brazos, inmovilizándolo.
—¡¿Qué están haciendo?! —grité, mi voz impregnada de furia.
—Orden de Magnus, mi señora —respondió uno de los guardias—. Este omega ha sido acusado de traición.
—¡Eso es una mentira! ¡Déjenlo ir!
Elliot forcejeó, pero no tuvo oportunidad contra los betas. Sus ojos se clavaron en los míos, rogando, implorando ayuda.
—Astrid…
Di un paso adelante, pero uno de los guardias me miró con dureza.
—No podemos desobedecer al Alfa.
Y entonces, lo arrastraron.
Alguien debía darme una explicación y sabia quien iba a darmela.
Empujé las puertas del gran salón con furia y me encontré con una escena que me hizo sentir un nudo helado en el estómago.
Magnus estaba de pie en el centro, con su postura imponente, rodeado por varios de los líderes de la manada. A su derecha se encontraba el jefe de guerra, un hombre con cicatrices marcadas en la piel y una mirada de acero. Y a su izquierda, mi tía, con su usual expresión de falsa tristeza pintada en el rostro.
—¿Qué demonios está pasando? —exigí, sin molestarse en suavizar mi tono. —¿Por qué han arrestado a Elliot?
Magnus elevó la mirada hacia mí y, por un instante, creí ver un destello de frialdad en sus ojos celestes. Me sostuvo la mirada con una expresión calculadora, como si hubiera estado esperando este momento. Finalmente, soltó un suspiro teatral antes de hablar.
—Estoy decepcionado de ti, Astrid —dijo con una calma que me heló la sangre. —Siempre dudé de tu lealtad, pero elegí confiar en el designio de la luna cuando fuiste seleccionada como mi compañera. Y ahora, finalmente, tengo razones de sobra para rechazar ese vínculo.
—¿De qué hablas? —susurré, pero mi voz se quebró.
—Tu querido amigo Elliot —continuó Magnus, dando un paso hacia mí con una mirada de desdén— ha sido descubierto como un espía de la manada del fuego. Y tú, Astrid, lo has protegido. Lo has ayudado a infiltrarse en nuestra manada. ¡Nos has traicionado!
Un murmullo recorrió la sala. Los rostros de los presentes se contorsionaban entre sorpresa y desprecio. Yo sacudí la cabeza, incrédula.
—¡Eso no es cierto! Yo no… yo nunca haría algo así.
—Yo te amo —dije, con la voz rota. —Durante estos doce meses, me he esforzado por ser la mujer perfecta para ti. Me he entregado a ti.
—¡Basta! —bramó Magnus, su rostro retorciéndose en furia. —Eres tan vil como ese omega. No solo me has traicionado, sino que también has conspirado contra mi vida.
El aire en mis pulmones se evaporó. Me tambaleé. No podía creer lo que estaba escuchando. Él y Sigrid me envenenaban y yo era ahora acusada de traición.
—No… no, eso no es cierto…
Unas carcajadas suaves hicieron que girara la cabeza. Mi tía descendía por las escaleras con una expresión de fingida tristeza.
—Es tan lamentable… —musitó, sacudiendo la cabeza. —Nunca imaginé que llegarías tan bajo, Astrid. Me has decepcionado profundamente.
—¡Cierra la boca! —le escupí, sintiendo un odio visceral crecer dentro de mí. —No me hables de decepciones cuando tú eres la mayor de las serpientes aquí. Deberías estar celebrando esto, ¡maldita bruja!
Mi tía puso una expresión ofendida, pero no le creí ni por un segundo. Esta era su victoria.
Fue entonces cuando Magnus dio el golpe final.
—Astrid, en nombre de la luna y los ancestros, te rechazo como mi compañera.
El dolor fue inmediato. Sentí como si algo dentro de mí se rasgara, como si mis huesos se quebraran uno a uno. Caí de rodillas, ahogando un grito de agonía. Un rechazo de compañero era una sentencia cruel, una maldición que consumía el alma. Pero Magnus no había terminado.
Arrancó de mi cuello el collar que representaba nuestra unión, el que todo Alfa le entrega a su compañera, ese pequeño objeto significaba tanto, no solo para mi, sino para cualquiera a la mandada. Respeto, protección, respaldo.
Pero al quitarlo perdía todo eso.
—Y como castigo por tu traición —su voz era cruel—, la luna te condena a la infertilidad. Nunca podrás concebir, nunca podrás dar a luz a un heredero. Tu vientre estará vacío para siempre.
Un jadeo ahogado escapó de mis labios. No podía hacerme eso. Cuando mi único deseo era tener un hijo, convertirme en madre y él me lo arrancaba sin remordimiento.
La multitud empezó a murmurar, y pronto el murmullo se transformó en insultos.
—¡Traidora!
—¡Infértil!
—¡Lárgate de aquí!
Alguien me lanzó algo. Sentí el impacto en mi brazo, pero ya no me importaba. Desde lo alto de la escalera, una figura observaba la escena con una sonrisa triunfal. Sigrid. La maldita zorra que se había quedado con todo lo que era mío.
Un fuego ardiente llenó mi pecho. No podía llorar, no podía caer de rodillas ante ellos. Me levanté, con el cuerpo tembloroso, con la furia ardiendo en mis venas.
Miré a Magnus, a mi prima, a mi tía.
—¡Me vengaré! —grité con voz temblorosa. —¡Cada uno de ustedes pagará por esto!
Di media vuelta y salí de la sala, sin mirar atrás. Mi corazón estaba hecho pedazos, pero la rabia me mantenía en pie. Si Magnus y Sigrid creían que había terminado, estaban muy equivocados.
Esto solo era el comienzo.
El cansancio pesaba sobre mis huesos como una maldición silenciosa. Llevaba días vagando sin rumbo, mis pies arrastrándose sobre la tierra seca, mis labios agrietados por la falta de agua. El bosque era implacable; sus árboles desnudos se mecían con el viento, sus sombras alargadas parecían burlarse de mí. El hambre y el agotamiento nublaban mis pensamientos, pero la ira que ardía en mi pecho mantenía mi voluntad firme. No podía caer. No ahora.De repente, unas voces femeninas flotaron entre los árboles. Mi instinto me hizo agazaparme detrás de un tronco seco, conteniendo la respiración.—Ronan sigue siendo el Alfa más guapo de los cuatro reinos—dijo una de ellas, con una mezcla de admiración y deseo en su voz—. Qué lástima que quedara viudo.—Y peor aún, que no acepte betas ni omegas para su esposa. Solo una alfa podría ocupar su lugar —respondió otra con un suspiro resignado—. Pero, ¿quién? No hay ninguna otra alfa disponible.El silencio que siguió a su marcha quedó suspendido
RONANEl aire en la casa real del Reino del Fuego era sofocante, y no tenía nada que ver con las llamas eternas que ardían en las grandes antorchas de los pasillos. No. Era mi ira la que caldeaba la atmósfera. Caminé con pasos firmes hasta mi estudio, sintiendo la presencia de los intrusos siguiéndome.La tal Astrid y Elliot entraron detrás de mí, pero yo no tenía intenciones de prolongar este encuentro más de lo necesario.—Sal de la habitación, Elliot —ordené sin mirarlo.—Pero, Señor...Lo interrumpí con un gruñido bajo.—Ahora.Elliot miró a Astrid, como si buscara permiso, pero ella se mantuvo impasible. Con evidente duda, se retiró cerrando la puerta tras de sí. Una vez solos, me giré hacia la mujer que se atrevía a venir a mi territorio con promesas de secretos y venganza.Sin más preámbulos, cerré la distancia entre nosotros y la sujeté por el cuello con una mano, alzándola lo suficiente como para que sus pies apenas rozaran el suelo.—Quiero la verdad —le advertí, mi voz un
ASTRID Elliot y yo caminamos en silencio por el sendero de tierra que nos llevaba a su casa. La noche caía lentamente, y el aire estaba cargado de cenizas y humo, un recordatorio constante de que estábamos en las tierras del Fuego.—Me preocupa la manera en que Ronan te trata —dijo Elliot de repente, rompiendo el silencio.Me giré para mirarlo. Su expresión reflejaba una mezcla de inquietud y enojo.—No te preocupes —confesé, sintiendo el peso de sus palabras en mi pecho—. Pero no puedo permitirme demostrar miedo. No después de todo lo que he pasado.Elliot suspiró, pero no dijo nada más. Sabía que no serviría de nada insistir. Yo ya había tomado mi decisión.Al llegar a la casa de los padres de Elliot, nos encontramos con la puerta cerrada. Elliot frunció el ceño y se acercó para abrirla, pero antes de que pudiera tocar la madera, una figura apareció de la nada y lo atacó con una velocidad impresionante. La vi lanzar a Elliot al suelo con un golpe seco, sujetándolo del cuello.—¿Qui
RONANEl enojo todavía ardía en mi pecho mientras fulminaba con la mirada a Rambo.—¡No debiste mencionar el matrimonio, maldición! —espeté, cruzando los brazos. —No tengo la menor intención de atarme a esa mujer.Rambo se encogió de hombros, sin inmutarse.—Tienes que admitir que es una buena jugada, Ronan. Ella necesita venganza y tú necesitas una reina alfa. Ambos ganan.Iba a replicar, pero un par de pasitos resonando en el pasillo me hicieron callar. Antes de darme cuenta, una niña de rizos oscuros y ojos dorados como los míos corrió hacia mí y se aferró a mis piernas.—Papá —chilló con una voz dulce y decidida. —Lucian no quiere jugar conmigo.Suspiré y la cargué en mis brazos.—Freya, deja de molestarlo. Ya sabes cómo es tu hermano.—Pero es aburrido.Rambo soltó una carcajada.—Eso no te lo discuto.La bajé y tomé su manita entre la mía.—Vamos por él. Veamos qué está haciendo.Caminamos juntos a través del pasillo y al llegar al jardín, encontré a Lucian riendo.Pero no estab
MAGNUS —El trato con el Alfa del Reino de la Tierra fue un éxito, mi señor —anunció el primero de mis betas, inclinando ligeramente la cabeza en señal de respeto—. Aceptó todas sus condiciones sin objeciones.—Perfecto —respondí con una sonrisa satisfecha—. Ronan nunca podrá quitarme el poder de los cuatro reinos. El viejo Alfa de la Tierra apenas puede mantenerse en pie, y su hijo… —solté una carcajada seca—. Un niño débil, fácil de manipular. No será una amenaza.Los betas asintieron, pero antes de que pudieran continuar con el informe, la puerta se abrió de golpe. Ingrid, la madre de Sigrid, entró en la habitación con una expresión de júbilo. Hice un gesto con la mano para que los betas se retiraran. Ellos obedecieron al instante, cerrando la puerta tras ellos.—Magnus, querido, todo está listo para la boda —anunció Ingrid con entusiasmo.Me recliné en mi silla, observándola con frialdad.—¿Y Astrid? —pregunté, sabiendo que la simple mención de su nombre le desagradaría.Tal como
ASTRIDLa luna brillaba en lo alto, testigo del momento que estaba a punto de cambiar mi vida para siempre. A mi alrededor, los miembros de la manada aullaban en celebración, sus voces entrelazándose en un cántico ancestral que vibraba en el aire. Sentí el peso de todas las miradas sobre mí, pero solo una importaba.Ronan.Él se acercó con paso firme, con esa mirada intensa que siempre parecía atravesarme hasta el alma. En sus manos, un collar de oro relucía bajo la luz de la luna. Mi corazón latía con fuerza en mi pecho, una mezcla de emoción y miedo recorriéndome por completo.Cuando Ronan se paró frente a mí, sus dedos rozaron la piel de mi cuello mientras aseguraba el collar en su lugar. Era un gesto simbólico, la marca de una unión irrompible. No esperaba que su toque me provocara un escalofrío, ni que su cercanía me hiciera olvidar momentáneamente el pasado.—Ahora eres mi compañera —declaró con voz firme.El sonido de los aullidos se intensificó, llenando el aire con una energí
—Ese collar es falso.Me giré de inmediato, encontrándolo apoyado contra el marco de la puerta, con los brazos cruzados sobre su pecho. Su mirada, oscura y afilada. —¿Qué? —mi voz salió más baja de lo que pretendía.Ronan avanzó un paso, y su presencia llenó el espacio como una tormenta a punto de estallar.—Nunca tuve intención de darte el collar genuino —dijo con frialdad—. No voy a condenarme a una relación eterna contigo. Entre más pronto ambos cumplamos nuestros propósitos, mejor será para los dos.El aire se tornó denso entre nosotros.Dolió. No podía negarlo. Pero ese era el trato desde el principio. No porque esperara amor de él, pero sí un mínimo de respeto. Pero estaba claro que eso era pedir demasiado.Cerré los dedos alrededor del dije, como si pudiera destrozarlo entre mis manos.—¿Y meter mujeres a tu habitación forma parte de tus propósitos también?Ronan sonrió de lado, con esa maldita expresión arrogante que me sacaba de quicio.—Debo cubrir mis necesidades.Furiosa,
—Soy Livia.Livia.Caminó hacia mí con la seguridad de quien sabe que pertenece a este lugar mucho más que yo. Su cabello castaño oscuro estaba recogido en una trenza apretada, y su mirada tenía un brillo de desafío.Cuando se detuvo frente a mí, hizo una ligera reverencia. Una burla descarada.Lo supe por la forma en que sus labios se curvaron en una sonrisa apenas perceptible.—Luna —dijo con voz melosa.No respondí.Simplemente, le sostuve la mirada, dejando que el silencio hablara por mí. Livia mantuvo su postura un segundo más y luego tomó un asiento, sin dejar de sonreír.Respiré hondo y me senté también, justo al lado de Ronan. —¡Mamá! —una voz se escuchó desde el fondo. Un torbellino de energía me golpeó antes de que pudiera procesar lo que ocurría.Lucian, ingresó al comedor, me abrazó con fuerza, enterrando su rostro en mi pecho con la naturalidad de un niño que no entiende de protocolos ni jerarquías.—Buenos días, pequeño —murmuré, correspondiendo su abrazo.Freya entró