La Alfa Traicionada: Madre de los Cachorros del Fuego
La Alfa Traicionada: Madre de los Cachorros del Fuego
Por: Merfevi
CAPÍTULO 01

“No hay embarazo. Fue solo una falsa señal.”

Sus palabras todavía resonaban en mi cabeza como un eco cruel.

Había sido una mentira. Mi esperanza, mi fe ciega en que por fin estaba embarazada, que al fin cumpliría mi propósito como Luna del Reino del Viento… todo se había desmoronado en cuestión de segundos.

Caminé sin rumbo fijo, mis pasos guiándome de regreso al castillo, pero mi mente perdida en el vacío. En el camino, pasé junto a un grupo de niños betas, ojos color verde; jugando con una pelota de cuero. 

Los lobos eran clasificados según el color de sus ojos, una jerarquía impuesta por la misma naturaleza. Los alfas, de ojos celestes, nacían para liderar. Los betas, con ojos verdes, eran su base, su ejército, su fortaleza. Y los omegas… los más frágiles de la manada, los más dependientes, los que vivían en los márgenes, de ojos amarillos.

Y yo, Astrid, nacida con los ojos más azules que el cielo, la Luna me había elegido para estar al lado de Magnus. 

Había aceptado mi destino sin dudar, sin cuestionar. Me había enamorado de mi esposo, a pesar de que él nunca pareció realmente satisfecho con nuestra unión.

Pero había creído que con el tiempo cambiaría. Que si me esforzaba lo suficiente, si me volvía la mejor esposa, la Luna no se habría equivocado al juntarnos.

Respiré hondo, obligándome a mantenerme firme. Aun sin un hijo, aun con la tristeza devorándome por dentro, seguía siendo la Luna de este reino. Debía mantenerme en pie.

Cuando llegué al castillo, la primera persona a quien busqué fue a Magnus. Quería verlo, decirle que todavía había esperanza, que lo intentaríamos de nuevo. Quería que me abrazara, que me asegurara que todo estaría bien.

Pero entonces lo vi.

Me detuve en seco frente a la puerta del despacho de Magnus. Estaba entreabierta, lo suficiente para que mis ojos lo captaran con claridad. Mi esposo, mi alfa, el hombre al que había entregado mi vida… tenía los labios sobre los de otra mujer.

Sigrid.

Mi prima.

El aire me abandonó los pulmones. Me llevé una mano a la boca, conteniendo el grito de traición que amenazaba con escapar. En ella hubo una sombra de envidia. Una alfa, la única soltera que quedaba en el reino.

—Ella nunca sospecha nada —escuché la voz de Sigrid, su tono burlón mientras se apartaba apenas de Magnus.

—No tiene por qué hacerlo —respondió él con frialdad—. Su deber es ser mi esposa, nada más.

—¿Y qué pasará cuando descubra que nunca podrá darte hijos?

—No lo hará. Hemos sido cuidadosos con el veneno. Una dosis baja, lo suficiente para que su cuerpo no los retenga.

Mi estómago se revolvió.

No era yo.

Nunca había sido yo.

Mis manos comenzaron a temblar. Todo este tiempo… todas esas noches de llanto en silencio, de sentirme insuficiente, de preguntarme qué estaba mal en mí… Y todo había sido por ellos.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo, pero no fue de tristeza. Fue de ira.

Me alejé sin hacer ruido, sin atreverme a respirar hasta que estuve fuera del castillo. 

El jardín me recibió con su brisa helada, pero ni siquiera el viento del Reino podía calmar el torbellino que se desataba dentro de mí.

—Astrid.

La voz de Elliot me sacó de mi trance.

Me giré y lo vi, su expresión preocupada, sus ojos amarillos analizándome con detenimiento. Elliot había sido mi mejor amigo desde la infancia, a pesar de ser un omega. Siempre estuvo a mi lado cuando Magnus no lo hacía, cuando mis propios pensamientos se volvían un peso insoportable.

Pero antes de que pudiera abrir la boca, antes de que pudiera confiarle la pesadilla en la que se había convertido mi matrimonio, dos guardias aparecieron detrás de él.

—¡Elliot!

El omega apenas tuvo tiempo de mirarme antes de que lo tomaran por los brazos, inmovilizándolo.

—¡¿Qué están haciendo?! —grité, mi voz impregnada de furia.

—Orden de Magnus, mi señora —respondió uno de los guardias—. Este omega ha sido acusado de traición.

—¡Eso es una mentira! ¡Déjenlo ir!

Elliot forcejeó, pero no tuvo oportunidad contra los betas. Sus ojos se clavaron en los míos, rogando, implorando ayuda.

—Astrid…

Di un paso adelante, pero uno de los guardias me miró con dureza.

—No podemos desobedecer al Alfa.

Y entonces, lo arrastraron.

Alguien debía darme una explicación y sabia quien iba a darmela. 

Empujé las puertas del gran salón con furia y me encontré con una escena que me hizo sentir un nudo helado en el estómago. 

Magnus estaba de pie en el centro, con su postura imponente, rodeado por varios de los líderes de la manada. A su derecha se encontraba el jefe de guerra, un hombre con cicatrices marcadas en la piel y una mirada de acero. Y a su izquierda, mi tía, con su usual expresión de falsa tristeza pintada en el rostro.

—¿Qué demonios está pasando? —exigí, sin molestarse en suavizar mi tono. —¿Por qué han arrestado a Elliot?

Magnus elevó la mirada hacia mí y, por un instante, creí ver un destello de frialdad en sus ojos celestes. Me sostuvo la mirada con una expresión calculadora, como si hubiera estado esperando este momento. Finalmente, soltó un suspiro teatral antes de hablar.

—Estoy decepcionado de ti, Astrid —dijo con una calma que me heló la sangre. —Siempre dudé de tu lealtad, pero elegí confiar en el designio de la luna cuando fuiste seleccionada como mi compañera. Y ahora, finalmente, tengo razones de sobra para rechazar ese vínculo.

—¿De qué hablas? —susurré, pero mi voz se quebró.

—Tu querido amigo Elliot —continuó Magnus, dando un paso hacia mí con una mirada de desdén— ha sido descubierto como un espía de la manada del fuego. Y tú, Astrid, lo has protegido. Lo has ayudado a infiltrarse en nuestra manada. ¡Nos has traicionado!

Un murmullo recorrió la sala. Los rostros de los presentes se contorsionaban entre sorpresa y desprecio. Yo sacudí la cabeza, incrédula.

—¡Eso no es cierto! Yo no… yo nunca haría algo así.

—Yo te amo —dije, con la voz rota. —Durante estos doce meses, me he esforzado por ser la mujer perfecta para ti. Me he entregado a ti.

—¡Basta! —bramó Magnus, su rostro retorciéndose en furia. —Eres tan vil como ese omega. No solo me has traicionado, sino que también has conspirado contra mi vida.

El aire en mis pulmones se evaporó. Me tambaleé. No podía creer lo que estaba escuchando. Él y Sigrid me envenenaban y yo era ahora acusada de traición. 

—No… no, eso no es cierto…

Unas carcajadas suaves hicieron que girara la cabeza. Mi tía descendía por las escaleras con una expresión de fingida tristeza.

—Es tan lamentable… —musitó, sacudiendo la cabeza. —Nunca imaginé que llegarías tan bajo, Astrid. Me has decepcionado profundamente.

—¡Cierra la boca! —le escupí, sintiendo un odio visceral crecer dentro de mí. —No me hables de decepciones cuando tú eres la mayor de las serpientes aquí. Deberías estar celebrando esto, ¡maldita bruja!

Mi tía puso una expresión ofendida, pero no le creí ni por un segundo. Esta era su victoria.

Fue entonces cuando Magnus dio el golpe final.

—Astrid, en nombre de la luna y los ancestros, te rechazo como mi compañera.

El dolor fue inmediato. Sentí como si algo dentro de mí se rasgara, como si mis huesos se quebraran uno a uno. Caí de rodillas, ahogando un grito de agonía. Un rechazo de compañero era una sentencia cruel, una maldición que consumía el alma. Pero Magnus no había terminado. 

Arrancó de mi cuello el collar que representaba nuestra unión, el que todo Alfa le entrega a su compañera, ese pequeño objeto significaba tanto, no solo para mi, sino para cualquiera a la mandada. Respeto, protección, respaldo. 

Pero al quitarlo perdía todo eso. 

—Y como castigo por tu traición —su voz era cruel—, la luna te condena a la infertilidad. Nunca podrás concebir, nunca podrás dar a luz a un heredero. Tu vientre estará vacío para siempre.

Un jadeo ahogado escapó de mis labios. No podía hacerme eso. Cuando mi único deseo era tener un hijo, convertirme en madre y él me lo arrancaba sin remordimiento. 

 La multitud empezó a murmurar, y pronto el murmullo se transformó en insultos.

—¡Traidora!

—¡Infértil!

—¡Lárgate de aquí!

Alguien me lanzó algo. Sentí el impacto en mi brazo, pero ya no me importaba. Desde lo alto de la escalera, una figura observaba la escena con una sonrisa triunfal. Sigrid. La maldita zorra que se había quedado con todo lo que era mío.

Un fuego ardiente llenó mi pecho. No podía llorar, no podía caer de rodillas ante ellos. Me levanté, con el cuerpo tembloroso, con la furia ardiendo en mis venas.

Miré a Magnus, a mi prima, a mi tía.

—¡Me vengaré! —grité con voz temblorosa. —¡Cada uno de ustedes pagará por esto!

Di media vuelta y salí de la sala, sin mirar atrás. Mi corazón estaba hecho pedazos, pero la rabia me mantenía en pie. Si Magnus y Sigrid creían que había terminado, estaban muy equivocados.

Esto solo era el comienzo.

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