ASTRIDHabía papeles por todos lados. Contratos, reportes de patrullas, solicitudes de víveres, informes médicos, mapas de las fronteras, e incluso una nota arrugada que decía "no olvides alimentar a los halcones de vigilancia". Sentada en el escritorio de Ronan, rodeada por el caos administrativo de su manada, me sentía como una impostora.Una semana sin Ronan y parecía que todo en el reino se tambaleaba, y aunque nadie lo decía, yo lo sentía. Apoyé los codos sobre el escritorio y dejé caer la frente sobre los papeles, soltando un largo suspiro. Ni siquiera había tenido tiempo para pensar en él... o mejor dicho, en lo que pasó. —¿Planeas enterrarte bajo esa montaña de papeles o solo estás practicando cómo rendirte con estilo?Levanté la cabeza y encontré a Elliot apoyado en el marco de la puerta, con los brazos cruzados y esa media sonrisa que siempre le sale cuando intenta aligerar las cosas.—No es gracioso —le gruñí.Él entró y cerró la puerta con el pie. —Te ves mal, Astrid. C
ASTRIDMe quedé muda.Las palabras me temblaban en la garganta, todas agolpadas, sin orden, sin forma.¿Después de una semana de silencio, de ignorarme, de aparecer con Livia como si nada… ahora esto?Extendí la mano, lo toqué apenas con la yema de los dedos… y luego cerré la caja con un solo movimiento. No. No estaba preparada para volver a llevar ese vínculo alrededor del cuello. No después de lo que pasó. No todavía.—No puedo —murmuré, con la vista clavada en la tapa.Sentí el aire moverse. Ronan dio un paso hacia mí. Sus dedos se deslizaron suavemente por mi rostro, como si quisiera memorizarme de nuevo. Sus pulgares rozaron mis labios, lentamente, con una ternura que casi me hizo olvidar por qué estaba enojada.—No puedes negar lo que hay entre nosotros —dijo en voz baja.—No lo niego —respondí, sin moverme—. La pasión existe. Lo sabemos los dos. Pero eso no significa que sea amor, Ronan.Él retrocedió un poco, como si mis palabras lo hubieran golpeado. —¿De verdad crees que es
RONANEl salón de estrategia estaba en silencio. Rambo revisaba unos mapas extendidos sobre la mesa, mientras Livia tallaba con su uña el brazo de su silla con fastidio. Sentía la tensión en el aire incluso antes de abrir la boca, pero ya no me importaba.—Tengo que ir a una de las aldeas más lejanas —les dije, cruzando los brazos—. Una de las que colindan con la frontera del Reino del Agua. Han habido reportes de incursiones, y necesito asegurarme de que todo esté en orden.Rambo alzó la mirada. —¿Irás solo?—No —respondí.—Entonces yo te acompaño —dijo Livia, al instante. Su tono fue más una afirmación que una sugerencia.Negué con la cabeza, firme. —No, Livia. Astrid vendrá conmigo.El silencio fue absoluto durante dos segundos. Luego, como un trueno en mitad de una noche tranquila, explotó.—¿Astrid? —escupió su nombre como si le dejara un mal sabor en la boca—. ¿Ahora te interesa la luna falsa?Mantuve mi expresión inmutable, pero cada palabra suya me atravesaba los nervios.—A
ASTRIDNo hizo falta que Ronan dijera más. Apenas susurró ese nombre —Naia— y todo se me revolvió por dentro.La mujer que yacía en la cama, pálida, con la respiración débil pero viva… era su esposa. La madre de Lucian. La madre de Freya.Sentí un nudo caliente subir por mi garganta, no de celos, ni siquiera de miedo. Fue algo más crudo. Confusión, sorpresa. Y sí… también una punzada de dolor.Y entonces, antes de que pudiera moverme, escuché pasos corriendo.—¡Mamá! —La voz de Freya resonó como un trueno en la habitación. La niña se lanzó a los brazos de la mujer sin pensarlo, ignorando a todos. —Mi pequeña princesa… —susurró Naia, con una ternura que me descolocó. Sus manos delgadas acariciaron el cabello de Freya como si el tiempo no hubiera pasado.Me giré hacia la puerta. Allí estaba Lucian, estático. Sus ojos negros abiertos de par en par, el cuerpo tenso como una cuerda a punto de romperse. Naia lo miró. Le sonrió con suavidad.—Lucian… ven, hijo. Ven conmigo.Pero Lucian no s
MAGNUSEl silencio de mi oficina era espeso, casi sólido. Solo el crujido del papel entre mis dedos me mantenía anclado al presente.—Buen trabajo —le dije al beta que acababa de dejar el informe sobre la mesa. Lo hojeé sin levantar la mirada—. Puedes irte, está todo en orden.—Gracias, Alfa —dijo con una leve inclinación antes de salir. La puerta se cerró con un clic seco.Me quedé ahí, solo. El crepitar bajo el vaso de whisky, los últimos hielos derritiéndose, marcaban un ritmo lento y quebrado.Llevé el vaso a mis labios, el líquido bajó como fuego por mi garganta. Lo necesitaba. La noche pesaba demasiado y el recuerdo de ella… más aún.Entonces, sin previo aviso, la puerta volvió a abrirse.La vi. Sigrid.Estaba envuelta en una bata negra, ligera, apenas sostenida por un nudo perezoso a la altura de su cintura. Bajo la luz cálida de las lámparas, su piel brillaba como si ardiera por dentro.—¿Interrumpo? —preguntó, con esa voz baja que sabía usar cuando quería manipularme.No resp
ASTRIDRonan me había pedido que no hablara con Naia, que dejara todo como estaba… pero eso era imposible. Esa mujer vivía bajo el mismo techo que yo, caminaba por los mismos pasillos, respiraba el mismo aire.Me detuve frente a la puerta de la habitación de Naia. Lila me miró con una mezcla de preocupación y lealtad absoluta.—Quédate aquí —le pedí—. Si alguien se acerca… avísame. Lila asintió, aunque sé que no le gustó la idea.Tomé una bocanada de aire, mi mano tembló un segundo antes de tocar el picaporte. Lo giré.Naia estaba sentada junto a la ventana, un libro abierto en las manos. Lucía tranquila, incluso serena. No parecía una amenaza. Y sin embargo… lo era.Levantó la mirada al sentir mi presencia.—Hola —dijo, con una sonrisa amable.—Hola —respondí con frialdad mientras cerraba la puerta detrás de mí.—Tú debes ser Astrid —dijo, cerrando el libro—. La esposa de Ronan.Asentí, manteniéndome firme. —Así es.—Entonces eres la que cuida de mis hijos —añadió.—Yo soy su madre
RONANAbrí los ojos al amanecer, cuando los primeros destellos del fuego del reino apenas rozaban las cortinas. Me tomó un segundo recordar todo lo que pasaba, pero entonces giré la cabeza… y ahí estaba ella.Astrid.Mi luna.Dormía de lado, la sábana enrollada a la altura de su cintura, su respiración tranquila. Y en su cuello, como una marca visible para el universo, colgaba el collar que yo le había entregado. Mi símbolo, de que ahora era mía.No lo pensé dos veces.Me incliné sobre ella, la abracé con suavidad y comencé a besarle el hombro, la clavícula, subiendo hasta llegar a su cuello. Ella suspiró en sueños, se removió apenas, hasta que abrió los ojos y me encontró ahí, sobre ella, completamente rendido.—Buenos días, mi reina —murmuré contra su piel—. Es momento de levantarse.—¿mmm para que? —respondió aún somnolienta, enredando las piernas con las mías.—Es momento de despedir a nuestros… adorables invitados —respondí, sin ocultar el sarcasmo. Me refería a Magnus y Sigrid,
“No hay embarazo. Fue solo una falsa señal.”Sus palabras todavía resonaban en mi cabeza como un eco cruel.Había sido una mentira. Mi esperanza, mi fe ciega en que por fin estaba embarazada, que al fin cumpliría mi propósito como Luna del Reino del Viento… todo se había desmoronado en cuestión de segundos.Caminé sin rumbo fijo, mis pasos guiándome de regreso al castillo, pero mi mente perdida en el vacío. En el camino, pasé junto a un grupo de niños betas, ojos color verde; jugando con una pelota de cuero. Los lobos eran clasificados según el color de sus ojos, una jerarquía impuesta por la misma naturaleza. Los alfas, de ojos celestes, nacían para liderar. Los betas, con ojos verdes, eran su base, su ejército, su fortaleza. Y los omegas… los más frágiles de la manada, los más dependientes, los que vivían en los márgenes, de ojos amarillos.Y yo, Astrid, nacida con los ojos más azules que el cielo, la Luna me había elegido para estar al lado de Magnus. Había aceptado mi destino si