ASTRIDNo hizo falta que Ronan dijera más. Apenas susurró ese nombre —Naia— y todo se me revolvió por dentro.La mujer que yacía en la cama, pálida, con la respiración débil pero viva… era su esposa. La madre de Lucian. La madre de Freya.Sentí un nudo caliente subir por mi garganta, no de celos, ni siquiera de miedo. Fue algo más crudo. Confusión, sorpresa. Y sí… también una punzada de dolor.Y entonces, antes de que pudiera moverme, escuché pasos corriendo.—¡Mamá! —La voz de Freya resonó como un trueno en la habitación. La niña se lanzó a los brazos de la mujer sin pensarlo, ignorando a todos. —Mi pequeña princesa… —susurró Naia, con una ternura que me descolocó. Sus manos delgadas acariciaron el cabello de Freya como si el tiempo no hubiera pasado.Me giré hacia la puerta. Allí estaba Lucian, estático. Sus ojos negros abiertos de par en par, el cuerpo tenso como una cuerda a punto de romperse. Naia lo miró. Le sonrió con suavidad.—Lucian… ven, hijo. Ven conmigo.Pero Lucian no s
MAGNUSEl silencio de mi oficina era espeso, casi sólido. Solo el crujido del papel entre mis dedos me mantenía anclado al presente.—Buen trabajo —le dije al beta que acababa de dejar el informe sobre la mesa. Lo hojeé sin levantar la mirada—. Puedes irte, está todo en orden.—Gracias, Alfa —dijo con una leve inclinación antes de salir. La puerta se cerró con un clic seco.Me quedé ahí, solo. El crepitar bajo el vaso de whisky, los últimos hielos derritiéndose, marcaban un ritmo lento y quebrado.Llevé el vaso a mis labios, el líquido bajó como fuego por mi garganta. Lo necesitaba. La noche pesaba demasiado y el recuerdo de ella… más aún.Entonces, sin previo aviso, la puerta volvió a abrirse.La vi. Sigrid.Estaba envuelta en una bata negra, ligera, apenas sostenida por un nudo perezoso a la altura de su cintura. Bajo la luz cálida de las lámparas, su piel brillaba como si ardiera por dentro.—¿Interrumpo? —preguntó, con esa voz baja que sabía usar cuando quería manipularme.No resp
ASTRIDRonan me había pedido que no hablara con Naia, que dejara todo como estaba… pero eso era imposible. Esa mujer vivía bajo el mismo techo que yo, caminaba por los mismos pasillos, respiraba el mismo aire.Me detuve frente a la puerta de la habitación de Naia. Lila me miró con una mezcla de preocupación y lealtad absoluta.—Quédate aquí —le pedí—. Si alguien se acerca… avísame. Lila asintió, aunque sé que no le gustó la idea.Tomé una bocanada de aire, mi mano tembló un segundo antes de tocar el picaporte. Lo giré.Naia estaba sentada junto a la ventana, un libro abierto en las manos. Lucía tranquila, incluso serena. No parecía una amenaza. Y sin embargo… lo era.Levantó la mirada al sentir mi presencia.—Hola —dijo, con una sonrisa amable.—Hola —respondí con frialdad mientras cerraba la puerta detrás de mí.—Tú debes ser Astrid —dijo, cerrando el libro—. La esposa de Ronan.Asentí, manteniéndome firme. —Así es.—Entonces eres la que cuida de mis hijos —añadió.—Yo soy su madre
RONANAbrí los ojos al amanecer, cuando los primeros destellos del fuego del reino apenas rozaban las cortinas. Me tomó un segundo recordar todo lo que pasaba, pero entonces giré la cabeza… y ahí estaba ella.Astrid.Mi luna.Dormía de lado, la sábana enrollada a la altura de su cintura, su respiración tranquila. Y en su cuello, como una marca visible para el universo, colgaba el collar que yo le había entregado. Mi símbolo, de que ahora era mía.No lo pensé dos veces.Me incliné sobre ella, la abracé con suavidad y comencé a besarle el hombro, la clavícula, subiendo hasta llegar a su cuello. Ella suspiró en sueños, se removió apenas, hasta que abrió los ojos y me encontró ahí, sobre ella, completamente rendido.—Buenos días, mi reina —murmuré contra su piel—. Es momento de levantarse.—¿mmm para que? —respondió aún somnolienta, enredando las piernas con las mías.—Es momento de despedir a nuestros… adorables invitados —respondí, sin ocultar el sarcasmo. Me refería a Magnus y Sigrid,
“No hay embarazo. Fue solo una falsa señal.”Sus palabras todavía resonaban en mi cabeza como un eco cruel.Había sido una mentira. Mi esperanza, mi fe ciega en que por fin estaba embarazada, que al fin cumpliría mi propósito como Luna del Reino del Viento… todo se había desmoronado en cuestión de segundos.Caminé sin rumbo fijo, mis pasos guiándome de regreso al castillo, pero mi mente perdida en el vacío. En el camino, pasé junto a un grupo de niños betas, ojos color verde; jugando con una pelota de cuero. Los lobos eran clasificados según el color de sus ojos, una jerarquía impuesta por la misma naturaleza. Los alfas, de ojos celestes, nacían para liderar. Los betas, con ojos verdes, eran su base, su ejército, su fortaleza. Y los omegas… los más frágiles de la manada, los más dependientes, los que vivían en los márgenes, de ojos amarillos.Y yo, Astrid, nacida con los ojos más azules que el cielo, la Luna me había elegido para estar al lado de Magnus. Había aceptado mi destino si
El cansancio pesaba sobre mis huesos como una maldición silenciosa. Llevaba días vagando sin rumbo, mis pies arrastrándose sobre la tierra seca, mis labios agrietados por la falta de agua. El bosque era implacable; sus árboles desnudos se mecían con el viento, sus sombras alargadas parecían burlarse de mí. El hambre y el agotamiento nublaban mis pensamientos, pero la ira que ardía en mi pecho mantenía mi voluntad firme. No podía caer. No ahora.De repente, unas voces femeninas flotaron entre los árboles. Mi instinto me hizo agazaparme detrás de un tronco seco, conteniendo la respiración.—Ronan sigue siendo el Alfa más guapo de los cuatro reinos—dijo una de ellas, con una mezcla de admiración y deseo en su voz—. Qué lástima que quedara viudo.—Y peor aún, que no acepte betas ni omegas para su esposa. Solo una alfa podría ocupar su lugar —respondió otra con un suspiro resignado—. Pero, ¿quién? No hay ninguna otra alfa disponible.El silencio que siguió a su marcha quedó suspendido
RONANEl aire en la casa real del Reino del Fuego era sofocante, y no tenía nada que ver con las llamas eternas que ardían en las grandes antorchas de los pasillos. No. Era mi ira la que caldeaba la atmósfera. Caminé con pasos firmes hasta mi estudio, sintiendo la presencia de los intrusos siguiéndome.La tal Astrid y Elliot entraron detrás de mí, pero yo no tenía intenciones de prolongar este encuentro más de lo necesario.—Sal de la habitación, Elliot —ordené sin mirarlo.—Pero, Señor...Lo interrumpí con un gruñido bajo.—Ahora.Elliot miró a Astrid, como si buscara permiso, pero ella se mantuvo impasible. Con evidente duda, se retiró cerrando la puerta tras de sí. Una vez solos, me giré hacia la mujer que se atrevía a venir a mi territorio con promesas de secretos y venganza.Sin más preámbulos, cerré la distancia entre nosotros y la sujeté por el cuello con una mano, alzándola lo suficiente como para que sus pies apenas rozaran el suelo.—Quiero la verdad —le advertí, mi voz un
ASTRID Elliot y yo caminamos en silencio por el sendero de tierra que nos llevaba a su casa. La noche caía lentamente, y el aire estaba cargado de cenizas y humo, un recordatorio constante de que estábamos en las tierras del Fuego.—Me preocupa la manera en que Ronan te trata —dijo Elliot de repente, rompiendo el silencio.Me giré para mirarlo. Su expresión reflejaba una mezcla de inquietud y enojo.—No te preocupes —confesé, sintiendo el peso de sus palabras en mi pecho—. Pero no puedo permitirme demostrar miedo. No después de todo lo que he pasado.Elliot suspiró, pero no dijo nada más. Sabía que no serviría de nada insistir. Yo ya había tomado mi decisión.Al llegar a la casa de los padres de Elliot, nos encontramos con la puerta cerrada. Elliot frunció el ceño y se acercó para abrirla, pero antes de que pudiera tocar la madera, una figura apareció de la nada y lo atacó con una velocidad impresionante. La vi lanzar a Elliot al suelo con un golpe seco, sujetándolo del cuello.—¿Qui