MAGNUS
—El trato con el Alfa del Reino de la Tierra fue un éxito, mi señor —anunció el primero de mis betas, inclinando ligeramente la cabeza en señal de respeto—. Aceptó todas sus condiciones sin objeciones.
—Perfecto —respondí con una sonrisa satisfecha—. Ronan nunca podrá quitarme el poder de los cuatro reinos. El viejo Alfa de la Tierra apenas puede mantenerse en pie, y su hijo… —solté una carcajada seca—. Un niño débil, fácil de manipular. No será una amenaza.
Los betas asintieron, pero antes de que pudieran continuar con el informe, la puerta se abrió de golpe.
Ingrid, la madre de Sigrid, entró en la habitación con una expresión de júbilo. Hice un gesto con la mano para que los betas se retiraran. Ellos obedecieron al instante, cerrando la puerta tras ellos.
—Magnus, querido, todo está listo para la boda —anunció Ingrid con entusiasmo.
Me recliné en mi silla, observándola con frialdad.
—¿Y Astrid? —pregunté, sabiendo que la simple mención de su nombre le desagradaría.
Tal como esperaba, la expresión de Ingrid se tensó.
—Astrid ya no debe importarte. Tu única preocupación debe ser Sigrid, tu futura esposa —replicó con dureza—. ¿O acaso dudas de tu amor por ella?
—Amo a Sigrid. Siempre la he amado. Por eso rechacé a Astrid, por eso la maldije —respondí con una frialdad absoluta—. Pero eso no significa que quiera verla feliz.
Ingrid chasqueó la lengua y se cruzó de brazos.
—Magnus, no seas ridículo. Nadie va a querer a Astrid. Es una loba rechazada y estéril. Ningún Alfa, beta u omega la aceptará con esa condición… excepto, claro, Elliot —dijo con una sonrisa burlona.
Levanté una ceja, intrigado.
—¿Elliot? —pregunté con desdén.
Ingrid se acercó, inclinándose sobre mi escritorio.
—Siempre estuvo enamorado de Astrid. Pero no tienes que preocuparte, Magnus. Ahora está en un calabozo y morirá allí —afirmó con una sonrisa venenosa.
Me relajé en mi silla y asentí lentamente.
—Bien. Entonces, no hay de qué preocuparse. Astrid no podrá soportar vagar entre los reinos. Morirá sola.
—Exactamente —coincidió Ingrid, satisfecha.
Sonreí para mis adentros. Astrid era fuerte, sí, pero el destino la había condenado. Lo único que me reconfortaba era saber que estaba sufriendo, que nunca volvería a ser feliz. Y eso era todo lo que realmente importaba.
(…)
En mi habitación, observé mi reflejo en el espejo mientras me desabrochaba la camisa. Ingrid había sido clara: debía cambiarme pronto, pues la ceremonia comenzaría en pocas horas. Pero antes, había un último detalle que atender.
Abrí el cajón de madera oscura de mi escritorio y busqué entre los objetos que guardaba allí hasta encontrarlo.
El collar. Aquel que alguna vez había pertenecido a Astrid. Lo sostuve entre mis dedos, la cadena fría y metálica presionando mi piel.
Recordé la noche en que lo arranqué de su cuello sin piedad, cómo sus ojos brillaron con una mezcla de sorpresa y dolor antes de que lo arrojara al suelo. Ahora, ese mismo collar adornaría el cuello de mi verdadera elegida, Sigrid.
Sonreí con satisfacción. Astrid ya no significaba nada, o al menos eso me repetía. Había ganado. Mi venganza estaba completa, y la promesa que le hice a mi madre estaba cumplida.
Recordar a mi madre era revivir la traición de mi padre. Todavía podía ver aquella escena como si hubiera ocurrido ayer.
Yo era solo un adolescente cuando descubrí a mi padre con otra mujer. Los susurros ahogados, la cercanía de sus cuerpos, el aroma ajeno impregnado en su piel… Mi madre lo amaba con todo su ser, y él la destruyó con su traición.
La noticia de que planeaba abandonarla la consumió hasta enfermarla gravemente. Fue un proceso lento y desgarrador, verla apagarse, víctima de la desesperanza y la humillación.
Antes de morir, me hizo prometer que vengaría su muerte.
Y entonces apareció Astrid.
Fuerte, valiente, inteligente… demasiado parecida a la mujer que destruyó a mi madre. Porque sí, la amante de mi padre no era otra que la madre de Astrid.
Aquel detalle lo cambió todo. No podía mirarla sin recordar el sufrimiento de mi madre, sin sentir el desprecio que me provocaba la sangre que corría por sus venas.
La odié desde el primer momento. Cuando la manada la proclamó mi compañera, supe que tenía que tomar el control antes de que ella pudiera hacerlo.
Pero incluso debo admitir que no siempre sentí odio. Hubo momentos en los que, al tenerla entre mis brazos, al perderme en su aroma y la calidez de su cuerpo, algo dentro de mí se tambaleaba.
Por breves instantes, la idea de entregarme a ella me tentaba. Pero eso me hacía débil, vulnerable, y yo no podía permitirme caer en la misma trampa que atrapó a mi padre. Así que busqué refugio en otra persona.
Sigrid.
Ella era la elección perfecta. Leal, devota, y sobre todo, dispuesta a apoyarme sin cuestionarme. Con Sigrid, nunca tendría que preocuparme por el poder, nunca me sentiría amenazado ni traicionado. Con Sigrid, estaba seguro. Y ahora, con la boda tan cerca, sellaría mi destino con ella.
Pero aunque me sintiera satisfecho, había algo que nunca podría permitir: la felicidad de Astrid.
Por eso la rechacé, por eso la humillé, y por eso la condené con la peor maldición de todas: la infertilidad. Entre los lobos, la descendencia lo era todo. Astrid estaba maldita, sola, sin un futuro. No había alfa, beta u omega que la deseara.
Nadie construiría un linaje con ella, y ese pensamiento me causaba un retorcido placer. Sabía que vagaría sin rumbo, sufriendo y lamentando su destino hasta el final de sus días.
Un suave golpe en la puerta me sacó de mis pensamientos.
—Mi señor, la ceremonia comenzará en breve —informó una de las chicas del servicio con la cabeza gacha.
Cerré el puño alrededor del collar antes de guardarlo en un pequeño estuche de terciopelo negro.
Asentí, ajustando las mangas de mi camisa con movimientos calculados. Mi cuenta estaba saldada. Mi madre podría descansar en paz, y yo seguiría mi camino con Sigrid a mi lado. Astrid, en cambio, quedaría relegada al olvido, sufriendo en la sombra, tal como lo había planeado.
ASTRIDLa luna brillaba en lo alto, testigo del momento que estaba a punto de cambiar mi vida para siempre. A mi alrededor, los miembros de la manada aullaban en celebración, sus voces entrelazándose en un cántico ancestral que vibraba en el aire. Sentí el peso de todas las miradas sobre mí, pero solo una importaba.Ronan.Él se acercó con paso firme, con esa mirada intensa que siempre parecía atravesarme hasta el alma. En sus manos, un collar de oro relucía bajo la luz de la luna. Mi corazón latía con fuerza en mi pecho, una mezcla de emoción y miedo recorriéndome por completo.Cuando Ronan se paró frente a mí, sus dedos rozaron la piel de mi cuello mientras aseguraba el collar en su lugar. Era un gesto simbólico, la marca de una unión irrompible. No esperaba que su toque me provocara un escalofrío, ni que su cercanía me hiciera olvidar momentáneamente el pasado.—Ahora eres mi compañera —declaró con voz firme.El sonido de los aullidos se intensificó, llenando el aire con una energí
—Ese collar es falso.Me giré de inmediato, encontrándolo apoyado contra el marco de la puerta, con los brazos cruzados sobre su pecho. Su mirada, oscura y afilada. —¿Qué? —mi voz salió más baja de lo que pretendía.Ronan avanzó un paso, y su presencia llenó el espacio como una tormenta a punto de estallar.—Nunca tuve intención de darte el collar genuino —dijo con frialdad—. No voy a condenarme a una relación eterna contigo. Entre más pronto ambos cumplamos nuestros propósitos, mejor será para los dos.El aire se tornó denso entre nosotros.Dolió. No podía negarlo. Pero ese era el trato desde el principio. No porque esperara amor de él, pero sí un mínimo de respeto. Pero estaba claro que eso era pedir demasiado.Cerré los dedos alrededor del dije, como si pudiera destrozarlo entre mis manos.—¿Y meter mujeres a tu habitación forma parte de tus propósitos también?Ronan sonrió de lado, con esa maldita expresión arrogante que me sacaba de quicio.—Debo cubrir mis necesidades.Furiosa,
—Soy Livia.Livia.Caminó hacia mí con la seguridad de quien sabe que pertenece a este lugar mucho más que yo. Su cabello castaño oscuro estaba recogido en una trenza apretada, y su mirada tenía un brillo de desafío.Cuando se detuvo frente a mí, hizo una ligera reverencia. Una burla descarada.Lo supe por la forma en que sus labios se curvaron en una sonrisa apenas perceptible.—Luna —dijo con voz melosa.No respondí.Simplemente, le sostuve la mirada, dejando que el silencio hablara por mí. Livia mantuvo su postura un segundo más y luego tomó un asiento, sin dejar de sonreír.Respiré hondo y me senté también, justo al lado de Ronan. —¡Mamá! —una voz se escuchó desde el fondo. Un torbellino de energía me golpeó antes de que pudiera procesar lo que ocurría.Lucian, ingresó al comedor, me abrazó con fuerza, enterrando su rostro en mi pecho con la naturalidad de un niño que no entiende de protocolos ni jerarquías.—Buenos días, pequeño —murmuré, correspondiendo su abrazo.Freya entró
1 AÑO DESPUÉS…RONANDesde la ventana de mi despacho, la observo sin querer hacerlo. Astrid está en el jardín, suelta una carcajada mientras esquiva a Lucian, quien intenta atraparla con sus pequeñas manos. La escena es ridículamente simple, y sin embargo, hay algo en ella que me mantiene fijo en mi lugar.El sonido de la puerta interrumpió mis pensamientos. Rambo entró con su andar despreocupado y se detuvo a mi lado. Sin preguntar, siguió la dirección de mi mirada y soltó una risa baja.—Al parecer, para Astrid ha sido muy conveniente pertenecer a la manada del Fuego —comentó—. Se ve hermosa.—Si Camila te escucha, vas a terminar con una espada en el cuello.—Camila me cortaría algo más que el cuello —se burló—. Pero hablando en serio, Ronan, después de un año, ¿de verdad sigues desconfiando de ella?Me crucé de brazos.—Astrid ha sido de ayuda, pero sigue siendo solo una integrante más de la manada.Rambo chasqueó la lengua y apoyó un brazo en el marco de la ventana.—Cuando ambos
ASTRID —¡Lo odio! ¡Lo odio! —me quejeLlevaba una caja de alimentos en mis manos, destinada a la aldea más lejana del territorio de la manada de fuego. El peso físico de la caja era mínimo en comparación con la carga emocional que llevaba dentro.—¡Maldito Ronan! —murmuré entre dientes, sintiendo cómo la frustración hervía en mi interior—. ¿Cómo puede ser tan insensible? ¿Acaso no ve las necesidades de su propia gente?Había pasado un año desde que asumí el rol de Luna en el reino del fuego. Un año desde que dejé atrás la opresión de ser la esposa de Magnus. Aquí, en esta nueva tierra, me sentía más libre, más útil, más viva. Había encontrado mi lugar entre los miembros de la manada, ganándome su respeto y confianza. Sin embargo, la relación con Ronan, el Alfa, era una constante fuente de conflicto.Sabía de su intensa relación con Livia. No era un secreto para nadie. Al principio, pensé que me molestaría, que sentiría celos o resentimiento. Pero, para mi sorpresa, no fue así.
“No hay embarazo. Fue solo una falsa señal.”Sus palabras todavía resonaban en mi cabeza como un eco cruel.Había sido una mentira. Mi esperanza, mi fe ciega en que por fin estaba embarazada, que al fin cumpliría mi propósito como Luna del Reino del Viento… todo se había desmoronado en cuestión de segundos.Caminé sin rumbo fijo, mis pasos guiándome de regreso al castillo, pero mi mente perdida en el vacío. En el camino, pasé junto a un grupo de niños betas, ojos color verde; jugando con una pelota de cuero. Los lobos eran clasificados según el color de sus ojos, una jerarquía impuesta por la misma naturaleza. Los alfas, de ojos celestes, nacían para liderar. Los betas, con ojos verdes, eran su base, su ejército, su fortaleza. Y los omegas… los más frágiles de la manada, los más dependientes, los que vivían en los márgenes, de ojos amarillos.Y yo, Astrid, nacida con los ojos más azules que el cielo, la Luna me había elegido para estar al lado de Magnus. Había aceptado mi destino si
El cansancio pesaba sobre mis huesos como una maldición silenciosa. Llevaba días vagando sin rumbo, mis pies arrastrándose sobre la tierra seca, mis labios agrietados por la falta de agua. El bosque era implacable; sus árboles desnudos se mecían con el viento, sus sombras alargadas parecían burlarse de mí. El hambre y el agotamiento nublaban mis pensamientos, pero la ira que ardía en mi pecho mantenía mi voluntad firme. No podía caer. No ahora.De repente, unas voces femeninas flotaron entre los árboles. Mi instinto me hizo agazaparme detrás de un tronco seco, conteniendo la respiración.—Ronan sigue siendo el Alfa más guapo de los cuatro reinos—dijo una de ellas, con una mezcla de admiración y deseo en su voz—. Qué lástima que quedara viudo.—Y peor aún, que no acepte betas ni omegas para su esposa. Solo una alfa podría ocupar su lugar —respondió otra con un suspiro resignado—. Pero, ¿quién? No hay ninguna otra alfa disponible.El silencio que siguió a su marcha quedó suspendido
RONANEl aire en la casa real del Reino del Fuego era sofocante, y no tenía nada que ver con las llamas eternas que ardían en las grandes antorchas de los pasillos. No. Era mi ira la que caldeaba la atmósfera. Caminé con pasos firmes hasta mi estudio, sintiendo la presencia de los intrusos siguiéndome.La tal Astrid y Elliot entraron detrás de mí, pero yo no tenía intenciones de prolongar este encuentro más de lo necesario.—Sal de la habitación, Elliot —ordené sin mirarlo.—Pero, Señor...Lo interrumpí con un gruñido bajo.—Ahora.Elliot miró a Astrid, como si buscara permiso, pero ella se mantuvo impasible. Con evidente duda, se retiró cerrando la puerta tras de sí. Una vez solos, me giré hacia la mujer que se atrevía a venir a mi territorio con promesas de secretos y venganza.Sin más preámbulos, cerré la distancia entre nosotros y la sujeté por el cuello con una mano, alzándola lo suficiente como para que sus pies apenas rozaran el suelo.—Quiero la verdad —le advertí, mi voz un