CAPÍTULO 06

MAGNUS 

—El trato con el Alfa del Reino de la Tierra fue un éxito, mi señor —anunció el primero de mis betas, inclinando ligeramente la cabeza en señal de respeto—. Aceptó todas sus condiciones sin objeciones.

—Perfecto —respondí con una sonrisa satisfecha—. Ronan nunca podrá quitarme el poder de los cuatro reinos. El viejo Alfa de la Tierra apenas puede mantenerse en pie, y su hijo… —solté una carcajada seca—. Un niño débil, fácil de manipular. No será una amenaza.

Los betas asintieron, pero antes de que pudieran continuar con el informe, la puerta se abrió de golpe. 

Ingrid, la madre de Sigrid, entró en la habitación con una expresión de júbilo. Hice un gesto con la mano para que los betas se retiraran. Ellos obedecieron al instante, cerrando la puerta tras ellos.

—Magnus, querido, todo está listo para la boda —anunció Ingrid con entusiasmo.

Me recliné en mi silla, observándola con frialdad.

—¿Y Astrid? —pregunté, sabiendo que la simple mención de su nombre le desagradaría.

Tal como esperaba, la expresión de Ingrid se tensó.

—Astrid ya no debe importarte. Tu única preocupación debe ser Sigrid, tu futura esposa —replicó con dureza—. ¿O acaso dudas de tu amor por ella?

—Amo a Sigrid. Siempre la he amado. Por eso rechacé a Astrid, por eso la maldije —respondí con una frialdad absoluta—. Pero eso no significa que quiera verla feliz.

Ingrid chasqueó la lengua y se cruzó de brazos.

—Magnus, no seas ridículo. Nadie va a querer a Astrid. Es una loba rechazada y estéril. Ningún Alfa, beta u omega la aceptará con esa condición… excepto, claro, Elliot —dijo con una sonrisa burlona.

Levanté una ceja, intrigado.

—¿Elliot? —pregunté con desdén.

Ingrid se acercó, inclinándose sobre mi escritorio.

—Siempre estuvo enamorado de Astrid. Pero no tienes que preocuparte, Magnus. Ahora está en un calabozo y morirá allí —afirmó con una sonrisa venenosa.

Me relajé en mi silla y asentí lentamente.

—Bien. Entonces, no hay de qué preocuparse. Astrid no podrá soportar vagar entre los reinos. Morirá sola.

—Exactamente —coincidió Ingrid, satisfecha.

Sonreí para mis adentros. Astrid era fuerte, sí, pero el destino la había condenado. Lo único que me reconfortaba era saber que estaba sufriendo, que nunca volvería a ser feliz. Y eso era todo lo que realmente importaba.

(…)

En mi habitación, observé mi reflejo en el espejo mientras me desabrochaba la camisa. Ingrid había sido clara: debía cambiarme pronto, pues la ceremonia comenzaría en pocas horas. Pero antes, había un último detalle que atender.

Abrí el cajón de madera oscura de mi escritorio y busqué entre los objetos que guardaba allí hasta encontrarlo. 

El collar. Aquel que alguna vez había pertenecido a Astrid. Lo sostuve entre mis dedos, la cadena fría y metálica presionando mi piel. 

Recordé la noche en que lo arranqué de su cuello sin piedad, cómo sus ojos brillaron con una mezcla de sorpresa y dolor antes de que lo arrojara al suelo. Ahora, ese mismo collar adornaría el cuello de mi verdadera elegida, Sigrid.

Sonreí con satisfacción. Astrid ya no significaba nada, o al menos eso me repetía. Había ganado. Mi venganza estaba completa, y la promesa que le hice a mi madre estaba cumplida.

Recordar a mi madre era revivir la traición de mi padre. Todavía podía ver aquella escena como si hubiera ocurrido ayer. 

Yo era solo un adolescente cuando descubrí a mi padre con otra mujer. Los susurros ahogados, la cercanía de sus cuerpos, el aroma ajeno impregnado en su piel… Mi madre lo amaba con todo su ser, y él la destruyó con su traición. 

La noticia de que planeaba abandonarla la consumió hasta enfermarla gravemente. Fue un proceso lento y desgarrador, verla apagarse, víctima de la desesperanza y la humillación. 

Antes de morir, me hizo prometer que vengaría su muerte. 

Y entonces apareció Astrid.

Fuerte, valiente, inteligente… demasiado parecida a la mujer que destruyó a mi madre. Porque sí, la amante de mi padre no era otra que la madre de Astrid. 

Aquel detalle lo cambió todo. No podía mirarla sin recordar el sufrimiento de mi madre, sin sentir el desprecio que me provocaba la sangre que corría por sus venas. 

La odié desde el primer momento. Cuando la manada la proclamó mi compañera, supe que tenía que tomar el control antes de que ella pudiera hacerlo. 

Pero incluso debo admitir que no siempre sentí odio. Hubo momentos en los que, al tenerla entre mis brazos, al perderme en su aroma y la calidez de su cuerpo, algo dentro de mí se tambaleaba. 

Por breves instantes, la idea de entregarme a ella me tentaba. Pero eso me hacía débil, vulnerable, y yo no podía permitirme caer en la misma trampa que atrapó a mi padre. Así que busqué refugio en otra persona.

Sigrid.

Ella era la elección perfecta. Leal, devota, y sobre todo, dispuesta a apoyarme sin cuestionarme. Con Sigrid, nunca tendría que preocuparme por el poder, nunca me sentiría amenazado ni traicionado. Con Sigrid, estaba seguro. Y ahora, con la boda tan cerca, sellaría mi destino con ella.

Pero aunque me sintiera satisfecho, había algo que nunca podría permitir: la felicidad de Astrid. 

Por eso la rechacé, por eso la humillé, y por eso la condené con la peor maldición de todas: la infertilidad. Entre los lobos, la descendencia lo era todo. Astrid estaba maldita, sola, sin un futuro. No había alfa, beta u omega que la deseara. 

Nadie construiría un linaje con ella, y ese pensamiento me causaba un retorcido placer. Sabía que vagaría sin rumbo, sufriendo y lamentando su destino hasta el final de sus días.

Un suave golpe en la puerta me sacó de mis pensamientos.

—Mi señor, la ceremonia comenzará en breve —informó una de las chicas del servicio con la cabeza gacha.

Cerré el puño alrededor del collar antes de guardarlo en un pequeño estuche de terciopelo negro. 

Asentí, ajustando las mangas de mi camisa con movimientos calculados. Mi cuenta estaba saldada. Mi madre podría descansar en paz, y yo seguiría mi camino con Sigrid a mi lado. Astrid, en cambio, quedaría relegada al olvido, sufriendo en la sombra, tal como lo había planeado.

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