Transcurrían los convulsionados años de la década de los setenta. En los comienzos de este período, se habían separado los Beatles, estaban de moda los pantalones, bota de campana, los zapatos con unas plataformas enormes y aún los jóvenes no se sacaban las cejas, ni un ruido que con el tiempo llegaría a llamarse reggaetón, había contaminado el ambiente.
Una serie de situaciones adversas que últimamente se conjugaban habían colocado a Orángel Daza, en un escenario bastante complejo. El arribo y captura por las fuerzas especiales del ejército de la pista de aterrizaje ubicada hacia las estribaciones de la Sierra Nevada y desde donde salían los mayores despachos, aunado al decomiso de dos de sus mayores barcos, lo complicaban en la entrega puntual de los cargamentos comprometidos y ya las deudas causadas por los reveses de la operación, rápidamente lo colocaban en dificultades con sus jefe inmediato y peor aún, con los del norte, quienes ya veían con preocupación la ruta que por mucho tiempo había sido una de las de mayor suministro y de las más seguras. Esta se encontraba seriamente afectada.
Don Giovanni Di Vicenzo, fiel a su ascendencia italiana y dados los tácitos códigos escritos entre sus paisanos, decidió tomar de inmediato las medidas correctivas. Una comisión fue enviada con urgencia como advertencia. La orden especificaba que podían ocasionarle, por el momento, algunos daños severos, pero sin cancelarlo definitivamente por ahora. Él, Orángel Daza, entendió de inmediato, que por el instante había contado con suerte, a pesar de las varias costillas rotas, el hombro dislocado, el tabique nasal desviado, ambos ojos inflamados en extremo y de que un par de incisivos superiores habían desaparecido, dejando un curioso vacío semejante a un portón en su mandíbula superior. No podría reír ruidosamente como era su costumbre por un tiempo, mientras le fabricaban con urgencia la prótesis.
Se le ocurrió que quizás Don Giovanni Di Vicenzo, quien, desde hacía ya un tiempo, no ocultaba que sentía una creciente atracción por una de sus hijas, quien había sido producto de un amor furtivo con una noble mujer que apareció en su vida y luego de usarla, sin contemplaciones, la había expulsado sin ningún remordimiento, enviándola a la calle, llevando en su vientre aquel nuevo ser.
No se ocupó nunca de ella, incluso cuando estuvo seguro de que la criatura producto de esa breve relación, era su hija, pues había heredado la mirada de su abuela, quien fue una hermosa mujer, famosa porque su visión con unos ojos de un negro tapatío profundo, de mirada fría y los cuales, eran capaces de derretir incluso un sólido bloque de hielo.
Quizás pudiera ser su tabla de salvación. Esa solución pudiera significar posiblemente un acuerdo económico que le diera cierto respiro por un tiempo, mientras se recuperaba de la difícil situación por la que estaba atravesando.
Por otro lado, era costumbre de don Giovanni, después que perdía el apetito de cada nueva adquisición, enviarla a una de sus muchas casas de meretrices que tenía regada por la ciudad, para recuperar el dinero que había invertido en su conquista, o más exactamente, en su compra.
Calógero Di Vicenzo quien aún no llegaba a los treinta, uno noventa de estatura, contextura atlética ayudado por ser aficionado a las artes marciales, hijo único de Don Giovanni, quien desde pequeño no se las había visto nada fácil por el difícil carácter de su padre y quien, a pesar de haber sido forjado a fuego lento en el crisol del duro mundo de las familias más reconocidas de la organización, por derecho propio, le tocaba ser el jefe supremo cuando llegara el momento.
Pero Calógero, a pesar de su dura apariencia, poseía secretamente un carácter romántico, herencia de su hermosa madre, quien había fallecido desde que él era tan solo un niño. Su padre había adquirido, para endurecer su carácter, la costumbre de tratarlo duramente, si es que quería que su descendiente siguiera siendo quien dominaba ese complicado mundo de los negocios. Pero una situación ajena a su voluntad, había llenado de aflicción el joven corazón de su hijo, con un desengaño que hacía ya un tiempo lo traía por el camino de la amargura y la desesperanza.
Fidelina María Quinterini, hija de uno de sus socios, de quien Calógero se había enamorado perdidamente desde el primer día que la vio y quien, después de cinco años de borrascosos amores, se había volado con un agente de policía de la DEA, que también la pretendía y quien le prometió lo humano y lo divino. Ese hecho hizo que Calógero cayera en una profunda depresión, intentando ahogar sus penas en un mar de alcohol, situación producida por aquel amargo desengaño y que había hecho que abandonara de golpe de su mente la cordura, causado por el duelo.
Su padre preocupado contrató y mandó a traer a la mejor psiquiatra del país, la doctora francesa Gabrielle Willys, internándolo en una costosa clínica privada del Norte de la ciudad, para traer de nuevo a su hijo a la realidad y quedando desde ese mismo momento, una vez recuperado, aparentemente negado para el amor y sumido en el más grande de los padecimientos, consumiendo al mismo tiempo su alma, por los resentimientos producto de aquella cruel traición recibida.
Desde ese día, una fila interminable de mujeres pasó por su lado, usándolas y desechándolas, sin el menor atisbo de remordimiento y sin representar ninguna, el más insignificante de los sentimientos. El despreciarlas una vez usadas, se convirtió para él en casi que en su especialidad, una marca personal o en una especie de oscuro deporte.
Sin embargo, nunca se sabe de dónde salta la liebre y algo sucedió cuando Calógero, por pura casualidad, cuando fue a la nueva quinta que construía su padre en una exclusiva urbanización de la ciudad, vio por vez primera a Consuelo Daza, la agraciada muchacha de piel muy blanca, cabellos rubios y ondulados en las puntas, contextura delgada, huesos largos y nada voluptuosa, ojos tapatíos extremadamente negros, un minúsculo lunar negro debajo del ojo izquierdo, pero en especial, poseedora de una cautivadora y enigmática mirada, altiva y directa al mismo tiempo, que más que observarlo, parecía atravesarlo y escanearlo, desde la frente, hasta las uñas de los pies. Extrañamente, se sintió estremecido y completamente desnudo delante de su presencia.
Consuelo Daza, por su parte, estaba a punto de terminar su carrera y necesitaba hacer las pasantías o prácticas, para poder culminar sus estudios de diseñadora, en una costosa universidad privada de la ciudad, los cuales había podido realizar por el esfuerzo titánico de su madre, quien al ser abandonada con su criatura en brazos, se vio en la necesidad de trabajar en otro país para costear los estudios a su hija y poderle garantizar las herramientas de una vida futura más cómoda, la que ella misma no había podido tener, pues tan solo conocía las privaciones, el exceso de trabajo y los sacrificios. La crianza de su única hija, lo había convertido en su único propósito, en una especie de apostolado.Dos hechos hicieron posibles que Consuelo Daza, ingresara como pasante en la construcción de la casa de Don Giovanni. El administrador Michelangelo Ferrari, un primo de su madre, quien trabajaba como contador y manejaba con eficiencia los cuantiosos ingresos y gastos de don Giovanni. El supu
El experimentado constructor, le hacía algunas correcciones y mejoras y la agregaba a la memoria que llevaba como bitácora en el avance del proyecto.Uno de los primeros encargos hacía referencia a unos jardines en un espacio interior, los cuales decidieron bautizar como «Los jardines colgantes de Babilonia», que se le ocurrió implementar en medio de dos salas dentro del espacio del área social, junto al comedor principal y donde una iluminación cenital proveniente desde el techo, a determinada hora del día, permitía el paso de la luz natural, atravesando una pequeña cascada artificial y creando el mágico efecto de un diminuto arco iris al descomponerse la luz, en el centro de ese jardín interior.Calógero, comenzó a frecuentar la obra y ya no era raro verlo a diario, cuando tiempo atrás no demostraba el más mínimo interés por cualquier cosa que tuviese que ver con esa obra y ni siquiera se aparecía por allí. Por su parte, Consuelo, en cada oportunidad que el joven trataba de abordarl
La muchacha se puso pálida por la sorpresa y su mente, rápida como el rayo, calculó en fracción de segundos, para dar una respuesta que resultara acorde con ella, pero al mismo tiempo, agradecida y que expresara lo que significaba en ese momento abandonar sus estudios.—Qué gran honor. Me deja de una sola pieza, arquitecto— Le respondió Consuelo— No sabría qué decirle en este momento. Estoy en la última etapa de mi tesis, la cual elaboro conjuntamente con dos compañeras más. Ya terminamos la primera parte y vamos a empezar a desarrollar la final, para obtener el grado. Antes de responder, quisiera plantearles a mis compañeras el caso y además, estudiar con seriedad esta generosa propuesta. Si me da un par de días, con gusto le daré la respuesta.Consuelo se reunió con sus compañeras y estas le dijeron que, si abandonaba el proyecto, sacarían su nombre de la tesis y, por otro lado, pensó en todos los sacrificios que había hecho su madre para brindarle una educación de calidad. Lo menos
Lisímaco, al año siguiente, otro 16 de julio precisamente, se dispuso a celebrar en grande el día de la Virgen del Carmen, patrona de los marineros, y en su fervor religioso, le estaba encomendando “coronar” el copioso envío por barco de varias toneladas de Golden Santa Marta.Para celebrar el acontecimiento, se contrató el conjunto nacido en un caserío llamado La Jagua y que estaba sonando con fuerza en toda la región y cuyos ecos llegaron incluso a muchos kilómetros, hasta la capital, en el mismo centro del país. La invitación formal sería convertida años después en unos célebres versos y cantada en la potente voz de Poncho Zuleta, en otro éxito de la música vallenata, cambiando los nombres y el sitio donde se llevó a cabo, esa legendaria celebración.Ese día, en horas de la noche, de ese mes de julio, a falta de luz eléctrica por uno de los frecuentes apagones que tenían azotada la región, se colocaron unos mechones en diferentes lugares del patio, para iluminar el amplio espacio,
Al arquitecto José Miguel Mares, le pareció curioso esa mañana cuando recibió por primera vez una llamada telefónica desde Lima, capital de un país sur americano, y no dejó de darle cierta sorpresa, lo bien informado que estaba su interlocutor, sobre varias de las obras realizadas por él y a quienes pertenecían dichas obras, pues del otro lado de la línea, la persona en cuestión manifestó que quería contactarlo para ver si era posible llegar a un acuerdo económico y convertirse en un potencial cliente en el proyecto de la construcción de su casa principal, con la cual venía soñando desde hacía un tiempo y en la que se retiraría llegado el momento en unos años con su esposa, cuando ya sus hijos se hiciesen cargo del negocio.Le comentó, sin rodeos, que después de varias consultas, todas las recomendaciones siempre coincidían finalmente con su nombre. La propuesta ofrecía carta blanca en el manejo de unos recursos ilimitados y algunos otros nombres mencionados en la conversación como re
Él, Calógero Di Vicenzo, desde muy joven se había hecho aficionado al ajedrez, tiempo en que por casualidad supo que uno de los principales directivos de un negocio rival al de su padre, era aficionado al juego ciencia y que incluso, entre su círculo más íntimo, era conocido como “El ajedrecista”, haciendo cada uno de sus movimientos, con una precisión, casi matemática.Desde ese momento, por simple curiosidad, empezó a estudiar el famoso juego ciencia. Analizaba las partidas de los grandes Maestros, incluso algunos desaparecidos hacía mucho tiempo, como el cubano José Raúl Capablanca, por ejemplo.Pensando en una solución como las que buscaba en las partidas que tenía con sus amigos y donde en sus años escolares llegó a ser campeón del colegio católico donde estudiaba y luego, compitió incluso, a nivel juvenil. Se puso a pensar: ¿qué pasaría si le proponía a esta difícil muchacha un convenio para llevar a cabo un matrimonio arreglado?Hacía mucho tiempo que no sentía nada parecido por
Nadie podría imaginar que, bajo esa hermosa y frágil apariencia, podría esconderse la fuerza telúrica de un volcán. Mientras tanto, a Consuelo Daza se le fueron encendiendo las mejillas, pasando por varias tonalidades de colores, mientras que, al mismo tiempo, por sus ojos parecían brotarle sendas llamaradas de fuego.Una furia explosiva, de la que ya Calógero había sido testigo, hizo presa de ella y se le abalanzó, pudiéndola contener a duras penas. El solo hecho de no respetar su libertad, era la más grande de las ofensas. El querer disponer de su vida, un agravio imperdonable. El tomar decisiones, sin considerar en lo más mínimo sus pensamientos, era para la más grande de las humillaciones.Tardó un tiempo en controlarse, mientras por sus mejillas se deslizaban unas ardientes lágrimas producto de la indignación que sentía.Después de la tempestad, dicen que viene la calma. Calógero trató de demostrarle que el convenio entre ambos podía ser tan solo cuestión de apariencia ante los de
Consuelo Daza le propuso a Calógero, ahora que era su novio oficial, ya que el compromiso sería anunciado con bombos y platillos en la siguiente semana, en la reunión de los más íntimos, para que le permitiera viajar a visitar a su madre.Él le exigió, como condición, que podía visitar a su madre, pero que fuese en el jet privado de la familia, un Bombardier Global 8000, para que todo estuviese controlado por ellos. Sobre viajar sin escoltas, ese punto no era negociable y se negó rotundamente, a menos de que se estuviese en cuenta otras ciertas concesiones. Si quería tener el control sobre su futura esposa, debía empezar a imponerse en algunas situaciones, desde el primer momento.Consuelo Daza, además de ser agraciada, poseía una particular inteligencia y sabía que de momento no tenía alternativa, consideraba que ya llegaría la etapa de estar mejor posicionada en el tablero de la vida.Calógero aún no lo sabía, pero ella también era una apasionada del juego ciencia y por ese breve in