Capítulo 06

Al arquitecto José Miguel Mares, le pareció curioso esa mañana cuando recibió por primera vez una llamada telefónica desde Lima, capital de un país sur americano, y no dejó de darle cierta sorpresa, lo bien informado que estaba su interlocutor, sobre varias de las obras realizadas por él y a quienes pertenecían dichas obras, pues del otro lado de la línea, la persona en cuestión manifestó que quería contactarlo para ver si era posible llegar a un acuerdo económico y convertirse en un potencial cliente en el proyecto de la construcción de su casa principal, con la cual venía soñando desde hacía un tiempo y en la que se retiraría llegado el momento en unos años con su esposa, cuando ya sus hijos se hiciesen cargo del negocio.

Le comentó, sin rodeos, que después de varias consultas, todas las recomendaciones siempre coincidían finalmente con su nombre. La propuesta ofrecía carta blanca en el manejo de unos recursos ilimitados y algunos otros nombres mencionados en la conversación como referencia, para fortalecer su argumento, no le eran desconocidos.

A pesar de que era evidente que el grado de preparación académica del potencial cliente, no era el más sólido, ya que resultaba obvio que no poseía una educación de las más sofisticadas, sin embargo, otras cualidades que llegó a percibir, en cierta forma, equilibraban esa aparente deficiencia.

En el caso del sujeto en cuestión, la proverbial astucia de la fuerte carga genética indígena, compensaba cualquier desequilibrio y Norton, que era su nombre, poseía además de sus casi veinte mil hectáreas de cultivos ilícitos en el centro de la selva amazónica, toda una cadena de hoteles de alta rotación en buenas zonas de Lima y Arequipa, ferreterías, centros comerciales, terrenos bien ubicados en la capital del país, para futuros desarrollos inmobiliarios, alquiler de maquinaria para la construcción, amén de otras inversiones igual de prometedoras y potencialmente rentables a mediano plazo.

Cuando aceptaba la propuesta, el arquitecto José Miguel Mares, confeccionaba un nuevo expediente e investigaba exhaustivamente, como siempre lo hacía, a todo futuro cliente. No estaba enterado tampoco en ese momento, que, en una jugada propia de un gran maestro ruso de ajedrez, el astuto comerciante amazónico, mandó a sus socios colombianos con todos sus huesos a una prisión de alta seguridad en un país del norte del Continente, mientras que él salió ileso, sumando al mismo tiempo como en un acto de magia, en ese jaque mate, una gigantesca cifra a sus cuentas bancarias en Zúrich, Beijing y el cercano Oriente. Solía decir a sus subalternos, que todos los huevos, no se debían poner nunca en la misma canasta.

Su curioso nombre le había sido colocado por su padre, gran aficionado del Arte de Fistiana, como homenaje a un boxeador estadounidense, campeón de los pesos pesados, a quien mucho admiraba.

Fijaron una fecha para una reunión en persona en Bogotá, pues en apariencia, podía utilizar una tecnología experimental que venía desarrollándose para ese momento en el suministro de energía a base de celdas fotovoltaicas y la invitación incluía pasajes en primera clase, alojamiento en una suite en el hotel Tequendama y otras bondades a las cuales el viejo arquitecto decidió aceptar, siempre y cuando pudiera asistir a dicha reunión, acompañado por su asistente personal y mano derecha, la hermosa joven diseñadora, Consuelo Daza.

Planificó tomarse tan solo un fin de semana libre, de manera que no significaba mayores inconvenientes en la obra que venía desarrollando, para la familia de Don Giovanni Di Vicenzo. Ese hecho le permitiría conocer a su futuro cliente, quien insistía en encargarle ese proyecto en pleno centro de la selva amazónica y dado las características propias del mismo, se convertía en un caso atractivo para cualquier profesional de esa área.

A José Miguel Mares, aunque al principio no le llamó mucho la atención, luego, dadas las cualidades y las cantidades astronómicas que se invertirían en su construcción, en las cuales tendría manos libres para diseñar y encargar a cualquier lugar del mundo, los mejores y más modernos acabados, poco a poco se fue interesando en el desarrollo de los primeros bocetos del anteproyecto, intercambiando ideas con su brillante asistente, hasta que llegó a imaginar que el diseño final, muy probablemente llegaría a alcanzar, características verdaderamente épicas.

El propietario de la obra, al parecer, por su lado, según sus propias palabras, por alguna razón utilizó una frase que escuchó varias veces en una película ambientada en la prehistoria del cineasta Spielberg, de que «No escatimaría en gastos».

La implantación de la casa, constaría de dos niveles y un tercero con una terraza en la losa de techo, en la cual, parte de su superficie, se colocarían los famosos paneles fotovoltaicos que proveerían de suficiente energía eléctrica a la vivienda. Se colocarían jardineras de plantas exóticas estratégicamente distribuidas alrededor y donde se disimulaba a la perfección si permanecía allí oculto, algún francotirador.

Sala de juegos, parrillera y una zona de descanso en ese nivel, que miraba directamente hacia la piscina, unos niveles más abajo. En unos sótanos con accesos secretos que se le encargaron, se disimularon unas caletas que podían albergar cientos de pies cúbicos de contenido y sobre las que el arquitecto José Miguel, no se atrevió a hacer preguntas indiscretas.

Se levantaría a media distancia de una suave colina que descendía hasta llegar a un río, a un costado de una quebrada cristalina, donde el agua saltaba rauda por entre todo un sendero de rocas, cantos rodados de gran tamaño y diferentes colores, que recorrían el lugar hasta precipitarse finalmente al río unos trescientos metros más abajo.

Un brazo de la quebrada, sería desviado hasta la piscina, suministrando el cristalino líquido por la parte superior y luego por el lado totalmente opuesto, por efecto de la gravedad y la inclinación del suelo, sin usar bomba alguna, llegaría a una tanquilla longitudinal a todo lo ancho del lado corto del rectángulo y con un par de tuberías de PVC de cuatro pulgadas, enterradas a treinta centímetros bajo el terreno, seguiría su trayecto hasta llegar al río unos cien metros más abajo. El cambio, a través del ingreso y salida permanente, mantendría el agua en buenas condiciones sin necesidad de usar filtros.

En la obra que desarrollaba en la actualidad, con Consuelo Daza, en los descansos que tenían debajo de una sombrilla de lona amarilla, junto a la piscina en construcción, al sabor de sendos frappé de naranja, intercambiaban ideas y avances del nuevo proyecto. Aún no existía el poderoso software de dibujo por computadora, que saldría al mercado doce años después con el nombre de AutoCad corriendo por la plataforma Sun.

Finalmente, al entregar el proyecto original, impreso en cuarenta láminas de setenta centímetros, por un metro en papel pergamino, base ciento veinte y dada la actitud propia de su naturaleza ladina, el suramericano no llegó a pagar el importe final del costo del proyecto y el arquitecto José Miguel Mares, declinó amablemente la “invitación” a ir al inicio de los trabajos, pues era peligroso para la salud y llegó a la conclusión de que fácilmente podía llegar a formar parte de las cenizas y el material fertilizante que se esparcía en un huerto cercano entre la casa y la implantación de la piscina del proyecto.

Esa misma noche, él y su asistente, partieron discretamente en un vuelo privado en un minijet, desde el aeropuerto internacional Jorge Chávez, primero hasta El Dorado de Bogotá y finalmente al Ernesto Cortissoz, en Barranquilla.

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