Capítulo 05

Lisímaco, al año siguiente, otro 16 de julio precisamente, se dispuso a celebrar en grande el día de la Virgen del Carmen, patrona de los marineros, y en su fervor religioso, le estaba encomendando “coronar” el copioso envío por barco de varias toneladas de Golden Santa Marta.

Para celebrar el acontecimiento, se contrató el conjunto nacido en un caserío llamado La Jagua y que estaba sonando con fuerza en toda la región y cuyos ecos llegaron incluso a muchos kilómetros, hasta la capital, en el mismo centro del país. La invitación formal sería convertida años después en unos célebres versos y cantada en la potente voz de Poncho Zuleta, en otro éxito de la música vallenata, cambiando los nombres y el sitio donde se llevó a cabo, esa legendaria celebración.

Ese día, en horas de la noche, de ese mes de julio, a falta de luz eléctrica por uno de los frecuentes apagones que tenían azotada la región, se colocaron unos mechones en diferentes lugares del patio, para iluminar el amplio espacio, mientras la concurrencia celebraba ruidosamente cada éxito interpretado por el grupo musical, del último trabajo discográfico del nuevo conjunto que amenizaba la celebración y que estaba sonando con fuerza a nivel nacional.

Antes de la medianoche, los ánimos caldeados por la ingesta de bebidas alcohólicas y matizados por los recuerdos de viejas rencillas de algunos parientes cercanos hicieron aflorar los rencores insensatos y no se supo de donde provino el primer disparo, pero en esa región donde era costumbre llevar un arma al cinto, una lluvia estentórea iluminó la noche de chispazos provenientes de todos lados.

Los músicos huyeron saltando por encima de las paredes, la concurrencia despavorida abandonó el local en todas direcciones. Los que no pudieron huir se lanzaron debajo de las mesas y después de varios minutos que parecieron eternos, varios cuerpos quedaron tendidos en el piso sin moverse.

En el centro del recinto, yacía la inmensa figura de Lisímaco Iguarán Moscote, quien recibió media docena de impactos, quedando tendido de espaldas, como si mirara el cielo estrellado de aquella noche fatal. De las causas se dijo muchas cosas. Algunos decían que fueron los hermanos Guerra quienes iniciaron todo. Según afirmaban los más osados, siendo el motivo unos amores secretos que mantenía Lisímaco con la esposa de uno de ellos.

Otros afirmaban que fue producto de un mal reparto de un negocio y otros más, juraban que la orden había venido de Medellín, donde una organización que crecía a pasos agigantados, quería eliminar del camino, a cualquier competencia.

Lo cierto era que el arquitecto José Miguel Mares, quien había logrado salir ileso protegido por uno de los sobrinos de Lisímaco Iguarán Moscote, quien lo tomó por un brazo y blandiendo un fusil de asalto Kalashnicov 47, se abrió paso por entre la muchedumbre, en medio del tableteo de la ametralladora, poniéndolo a salvo al anciano, en la casa de una vecina.

Con nostalgia, lo recordaba como si fuera ayer. Otras imágenes imborrables surcaban como una vieja película en blanco y negro, el día del concurrido funeral. Media docena de jóvenes viudas lloraban inconsolables, la prematura partida de su compadre. Años después, cada vez que escuchaba el tema musical, pensaba con melancolía, que Lisímaco Iguarán Moscote en realidad, a pesar de siempre amenazar con hacerlo, no se mudó de la casa de su esposa, ni llegó nunca a cambiar de comedero.

Entre las nebulosas de los recuerdos, se ha olvidado el nombre completo de aquel adolescente que fue uno de los protagonistas de la historia que tuvo lugar a mediados de los setenta, pero era casi seguro que era descendiente de los Daza de la alta guajira y primo de Consuelo.

No pasaba de diecisiete años y era el novio de una agraciada vecina, muchacha muy esbelta, hermosa figura y unos cabellos entre rubios y caoba rizados que le caían en una cascada sobre los hombros y que jamás se peinaba, pero que siempre llenaban el ambiente cuando estaba cerca, de un agradable aroma de algún almizcle de aceite con una base de canela.  

Ella vivía al lado del local donde Consuelo desarrollaba la parte teórica de la tesis, algunas veces se acercaba al local, a conversar sobre cualquier tema, haciendo tiempo mientras el joven venía a buscarla en una lujosa camioneta Ford color vino tinto, modelo “Ranger”, recién comprada.

Otras veces, él llegaba primero y mientras esperaba unos minutos a su Dulcinea del Toboso, con una botella Chivas Regal veinticinco años en mano, pantalón corto y sin zapatos, brindaba a quien quisiera aceptarlo, un trago y se conversaba algunos instantes, intercambiando ideas sobre algún tema sin importancia, en especial de la música de moda, mientras salía la novia.

Por esos años, algunos personajes de la península de La Guajira, pequeños capos del narcotráfico, se trasladaron a la ciudad de Barranquilla, ciudad apodada “el mejor vividero del mundo”, compraban una mansión al norte de la ciudad y allí se quedaban. A esa época se le conoció como la bonanza marimbera y toneladas de sustancias ilegales se exportaron a un país del norte del continente.

Se vivía sin querer, algunos hechos tangencialmente que sucedieron mientras se cursaba la última etapa de aquella carrera profesional, llena de sueños, ilusiones y esperanzas.

Una vez saliendo del Colegio Colón, el novio de la vecina fue salpicado por un charco de agua al lado de la vía, producto de una veloz carrera que llevaba una camioneta Ford negra, modelo Bronco, de vidrios negros. El copiloto era el tristemente célebre “Tín Sanchez”. El joven, al sentirse salpicada la espalda por el agua de la calle, se paró en medio de la vía y gritó, maldiciendo a los ocupantes de aquel vehículo que ya iban a una cuadra en su veloz carrera.

Dos cuadras más adelante, la camioneta hizo un veloz giro, quemando los neumáticos y devolviéndose a toda prisa por donde caminaba el grupo de estudiantes. El joven que lanzó el insulto, rápidamente se subió a un transporte público que pasaba a su lado, pero los ocupantes de la “Bronco” lo vieron y el copiloto se bajó, se subió al autobús hasta donde se encontraba el joven estudiante y le descargó todo el contenido de una pistola Mágnum nueve milímetros, que llevaba consigo.

Lo que no sabía el “Tín Sanchez”, eran las consecuencias de aquel hecho y de quién era hijo el adolescente que acababa de ultimar tan vilmente.

Unos meses después, enfrente de la casa de una de sus amantes, con mucha discreción, alguien alquiló una vivienda que permanecía vacía. Más adelante, en la investigación se determinó, que solo era ocupada por cinco individuos que nunca se les veía y cuyo único equipamiento dentro de la casa, eran cinco colchones tirados en el piso.

Una mañana que el “Tín Sanchez” fue a visitar a su amante, completamente despreocupado por el terror que infundía a los demás, los vecinos del frente salieron como rayos, descargando setenta y ocho disparos en el cuerpo del desprevenido sicario. Uno de ellos pasó varias veces la propia camioneta Bronco negra por encima del individuo, dejándolo completamente irreconocible.

El adolescente que había ultimado meses atrás era hijo de “El profesor”, uno de los más peligrosos, discreto y casi invisible, pero al mismo tiempo, más despiadado miembro de la organización, y que el padrino de aquel adolescente no era otro que el propio don Giovanni Di Vicenzo, habiendo sellado con fuego su destino.

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