Capítulo 04

La muchacha se puso pálida por la sorpresa y su mente, rápida como el rayo, calculó en fracción de segundos, para dar una respuesta que resultara acorde con ella, pero al mismo tiempo, agradecida y que expresara lo que significaba en ese momento abandonar sus estudios.

—Qué gran honor. Me deja de una sola pieza, arquitecto— Le respondió Consuelo— No sabría qué decirle en este momento. Estoy en la última etapa de mi tesis, la cual elaboro conjuntamente con dos compañeras más. Ya terminamos la primera parte y vamos a empezar a desarrollar la final, para obtener el grado. Antes de responder, quisiera plantearles a mis compañeras el caso y además, estudiar con seriedad esta generosa propuesta. Si me da un par de días, con gusto le daré la respuesta.

Consuelo se reunió con sus compañeras y estas le dijeron que, si abandonaba el proyecto, sacarían su nombre de la tesis y, por otro lado, pensó en todos los sacrificios que había hecho su madre para brindarle una educación de calidad. Lo menos que podía hacer, era obtener el grado con honores y brindárselo, en compensación a todo ese esfuerzo. Finalmente, se decidió por declinar la oferta.

La obra, La mansión de Don Giovanni de Di Vicenzo, avanzaba según el cronograma. Los acabados para la construcción comenzaron a llegar. Un gris “Pietra Grey” de Irán. Un mármol rosado con finas líneas de un tenue blanco, venían de México. El granito verde Ubatuba de Brasil. Unas piezas completas de mármol blanco absoluto de Carrara y la estrella de los recubrimientos, un mármol “Azabache Portoro” ambos de Italia.

Todos los accesorios y los gabinetes de cocina con suaves rodamientos que funcionaban al contacto, de Italia, muchas piezas de tecnología de punta en telecomunicaciones para aquel momento, de Estados Unidos, grandes lotes de madera Teca para los techos rasos machimbrados, proveniente de una hacienda en Los Montes de María, propiedad de un compadre de don Giovanni. En fin, no se detenían en gastos, todo de la más óptima calidad como le gustaba al arquitecto José Miguel Mares, quien además cobraba para sus exclusivos clientes, un porcentaje sobre los gastos generales de cada obra.

Consuelo le comentó su decisión y le dijo que una vez se graduara, iría a visitarlo para aceptar su oferta si esta, aún seguía disponible. En ese momento ella no sabía, que casi dos años después, cuando hubo resuelto toda una serie de situaciones imprevistas que se le presentaron, habiéndose graduado con honores y cuando las circunstancias del momento estaban dadas para aceptar finalmente la propuesta, al tocar a la puerta de la casa del arquitecto José Miguel Mares, la empleada le comentaría, que ya el proyecto había sido terminado y vendido incluso con anticipación y el anciano se había ido de vacaciones en un largo crucero en barco con su esposa, paseo que llegaría a durar todo un año.

En ese mes de julio, al arquitecto José Miguel Mares, le venían a la memoria hechos pasados que le resultaban imborrables. Esa tarde, después del almuerzo, sentado debajo de la sombrilla de lona junto a la piscina, degustando un frappé de naranja, como ya era costumbre, recordaba las historias que había vivido en su ya dilatada existencia y con cierta satisfacción, hacía a Consuelo depositaria de esos múltiples recuerdos. Esta vez, la historia trataba sobre las vivencias que había vivido en un pueblo a ciento setenta y cinco kilómetros al sur de Riohacha, la Capital de la Guajira, llamado Urumita y cuyos recuerdos, aún le erizaban los vellos.

Allí en ese pueblo, en teoría, en un terreno bien ubicado, construiría una casa quinta para su compadre Lisímaco Iguarán Moscote, si los sucesos acontecidos aquella noche, un dieciséis de julio, día de la Virgen del Carmen, no hubiesen cambiado de manera drástica el curso de la historia.

Su compadre, Lisímaco, había iniciado su leyenda como un joven humilde jornalero, recolector de las siembras de algodón que se daban en la región, hasta que con los primeros ahorros que logró reunir, pudo comprar a crédito, un destartalado y pequeño camión, con el cual comenzó llevando encomiendas de un pueblo a otro y muchas veces, hasta el mismo puerto de Santa Marta.

Para esa época, alguien maduraba una idea que llegaría a convertirse en realidad. Dada las bondades de la tierra y la brisa fresca que descendía de las faldas de la Sierra Nevada de Santa Marta, a esa persona en un país del norte del continente, se le ocurrió que, debido a la calidad del suelo, con un pH entre seis y siete, a lo benevolente del clima y a estar algo retirado de los centros poblados, reunía las condiciones ideales y era apropiado para el desarrollo de unos cultivos ilícitos, lejos del alcance del largo brazo de la ley de su país. El producto, una vez iniciadas las pruebas, resultó ser de una excelente calidad para sus propósitos y se inició entonces, a gran escala, el cultivo de lo que sería reconocido en esa época como “La Bonanza”.

Lisímaco comenzó llevando carga de sus clientes de los cultivos obtenidos, hasta el puerto, evolucionó adquiriendo poco a poco una flota y ya con el tiempo, comenzó sus propios cultivos, aumentando los volúmenes de producción y obteniendo como ganancia, fuertes sumas de dinero, hasta convertirse en poco tiempo, en un rico y “acaudalado comerciante”, como era reconocido a lo largo y ancho de toda la extensa región.

Cada exitoso flete de mercancía entregado, era celebrado ruidosamente y en una de esas prolongadas fiestas propias de esos tiempos, cuya duración duraba muchas veces hasta una semana, en casa de un cliente, en medio de una parranda con música de acordeones entre los juglares de la época, sentados en la misma mesa con José Miguel Mares, este conoció a Lisímaco Iguarán Moscote y este al calor de los tragos y al nacer una corriente de mutua simpatía, lo comprometió a ser el padrino del hijo que le acababa de nacer, llamándose desde entonces el uno al otro, “compadre” y empezando lo que se presagiaba sería una larga amistad.

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