Capítulo 03

El experimentado constructor, le hacía algunas correcciones y mejoras y la agregaba a la memoria que llevaba como bitácora en el avance del proyecto.

Uno de los primeros encargos hacía referencia a unos jardines en un espacio interior, los cuales decidieron bautizar como «Los jardines colgantes de Babilonia», que se le ocurrió implementar en medio de dos salas dentro del espacio del área social, junto al comedor principal y donde una iluminación cenital proveniente desde el techo, a determinada hora del día, permitía el paso de la luz natural, atravesando una pequeña cascada artificial y creando el mágico efecto de un diminuto arco iris al descomponerse la luz, en el centro de ese jardín interior.

Calógero, comenzó a frecuentar la obra y ya no era raro verlo a diario, cuando tiempo atrás no demostraba el más mínimo interés por cualquier cosa que tuviese que ver con esa obra y ni siquiera se aparecía por allí. Por su parte, Consuelo, en cada oportunidad que el joven trataba de abordarla preguntando sobre cualquier tema, le daba una respuesta fría y lacónica, tratando de demostrarle el absoluto desinterés que le causaba. Esta táctica lo mantenía a raya y no le permitía el más mínimo avance en sus pretensiones. Esta situación, en vez de desanimar a Calógero, convertía aquello, extrañamente, en una obsesión que iba en aumento.

En una oportunidad que la vio sola recorriendo un pasillo y tomando apuntes sobre la obra, en un arrebato que muchas veces le había resultado en otros casos, intentó agarrar a la muchacha por la cintura y atraerla hacia sí para besarla, pero fue fuertemente sacudido por una cachetada en pleno rostro que lo paró en seco. Se puso furiosa y él no alcanzaba a comprender cómo una muchacha tan delgada y aparentemente frágil, era capaz de descargar la potencia de semejante golpe, al grado de detenerlo y paralizarlo por la sorpresa. Al parecer, por esas casualidades de la vida, había dado «Con la horma de su zapato».

Calógero Di Vicenzo, recordó la condición que le había impuesto su padre de casarse y mantener la unión por un tiempo determinado, ya que él pensaba ir retirándose poco a poco como máximo jefe y dejar el mando de la organización en manos de su hijo, pero desde luego, iba a estar allí muy cerca para ir guiándolo hasta consolidarlo en ese difícil y peligroso mundo del que formaban parte.

Para esa época, finales de los setenta, el arquitecto José Miguel Mares, ya rayaba los sesenta y cinco años, pero se conservaba muy coherente, activo y despierto. Le gustaba usar como vestimenta, una vistosa boina que tapaba una incipiente calvicie, cuyos colores y modelos cambiaba con cierta frecuencia. Una bufanda de seda con lazo al cuello y unas camisas de algodón peinado de colores claros, propias de la costa caribeña en las personas con buenos ingresos. Se movilizaba en un Porche Carrera 911 RS, amarillo pollito.

En un inicio, cuando Consuelo llegó a trabajar a aquella construcción, el señor José Miguel Mares gozaba casi permanentemente de un mal carácter. Por lo general permanecía sombrío y con una profunda tristeza, difícil de disimular. Muchas veces, cuando creía que no era observado, se le veía circular por los rincones con lágrimas en los ojos.

En aquel momento, ella aún no sabía cuál era la causa por la cual se encontraba taciturno y triste aquel venerable anciano, más tarde el maestro de obra de confianza del señor Mares, le comentaría la tragedia. No hacía mucho tiempo, el hijo menor, el único que permanecía con sus padres en el país, ya que los mayores habían ido a estudiar a Oxford en Londres y la Sorbona en París, decidiendo, al terminar sus respectivas carreras, quedarse a vivir en el primer mundo.

Javier Mares, de diecisiete años, ya estaba matriculado en la facultad de una prestigiosa universidad, para comenzar la carrera de medicina. Una mañana, circulando a gran velocidad en una poderosa motocicleta de alto cilindraje, se estrelló contra un camión, falleciendo en el acto.

Con el paso de los meses, el compartir los quehaceres del trabajo y el intercambio de ideas creativas llevadas a la práctica, poco a poco el experimentado profesional del diseño y la construcción, se fue mostrando más entusiasmado y comunicativo, como si la energía y juventud de la muchacha le trasmitiera una nueva alegría, pero nada de carácter libidinoso o mal intencionado, sino más bien una corriente de amplia simpatía, como la que se podría tener por una nieta favorita.

Consuelo, a más de seis meses de haber iniciado las labores en esa idílica obra y al encontrarse en una etapa crucial de la tesis de su carrera, una mañana, durante lo que ya se había convertido en una ceremonia, la charla con un frappé de naranja, junto a la futura piscina bajo la sombrilla de lona blanca para protegerse del inclemente sol barranquillero, recibió por parte del arquitecto, una oferta para la construcción de unos Townhouses en una ciudad cercana llamada de Cartagena de Indias. Esta, estaba ubicada a casi tres horas del sitio donde trabajaban. Muchos años después se construiría una cómoda vía expresa bordeando el mar, que reduciría la duración del trayecto a menos de la mitad del tiempo.

—Consuelo, le dijo, he visto que eres una persona de un carácter humilde y bondadoso, muy trabajadora e inteligente, buena hija, voy a hacerte una oferta que nadie te hará en esta vida. Ya me siento un poco cansado y quisiera tomarme unas largas vacaciones por Europa con mi esposa. Es un viaje que tenemos aplazado hace un tiempo, pero primero quiero realizar y concluir un proyecto en una ciudad vecina que, con el apoyo del gobierno central, está en franco crecimiento y donde se está invirtiendo mucho. Allí tengo un terreno que compré hace un tiempo y tengo un proyecto para la construcción de un conjunto residencial de dos o tres docenas de unidades de vivienda privadas, con todas las comodidades. Te encargarías de la obra y yo iría una vez al mes o cada dos meses a ver el avance. Tendrías unos buenos ingresos mientras se ejecuta y al vender el proyecto, la mitad de las ganancias del mismo.

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