Capítulo 8: El secreto

Llegó el día del alta. Clara se vistió en silencio, sin expectativas, sin ilusiones. Durante los últimos dos días no había recibido una sola noticia de Ethan. Pensó que, después de su última conversación, él había decidido desaparecer por completo. Y no se equivocaba… al menos no del todo.

Esa mañana, un chofer llegó al hospital con una carpeta y un sobre. Clara lo recibió con el ceño fruncido. Dentro de la carpeta estaban los papeles del divorcio, y en el sobre, las llaves de su casa… y una nota:

“Podés quedarte con la casa.”

Un nudo se formó en su garganta. “¿Puedes quedártela?” pensó. ¿Quién se creía que era? ¿Su dueño? ¿Le estaba haciendo un favor, como si ella fuera su obra de caridad? La furia le subió por la espalda como un fuego imposible de contener. No solo no luchaba por ella, sino que se deshacía de ella como si no valiera nada.

Clara respiró hondo, levantó la cabeza con orgullo y miró al chofer con determinación.

—No vamos a casa. Llévame a la empresa.

Al llegar, subió directo al décimo piso, a la oficina de Ethan. Sin embargo, antes de poder llegar, Rachel, la asistente, se interpuso.

—No vas a encontrarlo aquí —dijo, cruzándose de brazos—. Está en una junta muy importante.

—Entonces esperaré —respondió Clara con frialdad.

—Va a demorar demasiado —agregó Rachel, intentando detenerla.

Clara no dijo nada. Le lanzó una mirada cortante, la clase de mirada que no dejaba lugar a discusión, y se alejó sin prisa. Al llegar al ascensor, dudó un momento. Estaba por presionar el botón del primer piso cuando una corazonada le indicó otro camino. Apretó el 12.

El piso 12 era exclusivo: solo una recepción vacía y una gran sala de juntas. Todo estaba en silencio. Clara caminó con paso firme por el pasillo alfombrado. La puerta de la sala estaba apenas entornada. Se acercó… y escuchó.

Reconoció inmediatamente las voces: Ethan, su padre… y su abuelo.

—Ya está hecho —decía Ethan—. En este momento, Clara debe estar firmando los papeles de divorcio. No puedo prometer hijos todavía porque es un proceso, pero... prometo darle una oportunidad a Rachel.

La voz de su abuelo respondió con entusiasmo:

—¡Por fin! Mi nieto recuperó la cordura. Has hecho lo correcto. La familia es lo primero.

Su padre añadió con orgullo:

—Sabíamos que lo harías, hijo. Estoy feliz por ti. No tenías futuro con esa chica.

Clara sintió que el mundo se detenía. No era solo por los hijos. El problema... era ella. Nunca la habían querido, nunca la habían aceptado. Y Ethan… él había accedido a abandonarla, a reemplazarla, a humillarla.

La puerta se abrió con un empujón seco. Los tres hombres quedaron congelados al verla entrar.

Vestida de hospital, sin maquillaje, sin joyas, sin nada más que su entereza, Clara avanzó hacia ellos con paso lento pero seguro. Depositó los papeles de divorcio sobre la mesa sin pronunciar palabra.

Clavó la mirada en Ethan.

—Te equivocaste en una cosa —dijo con voz firme—. Aún no los había firmado.

Todos contenían el aliento.

—Venía a buscarte. A enfrentarte. A preguntarte por qué no luchaste por mí.

Sus ojos se humedecieron, pero no lloró.

—Pero creo que ya escuché suficiente.

Abrió el sobre, tomó una lapicera de la mesa y, con manos firmes, firmó los papeles.

Luego se giró, se acercó a Ethan y, sin temblar, le estampó los documentos contra el pecho.

—Felicidades, honorable Kerman.

El apellido resonó como una maldición en la sala. El apellido que tanto protegían. El apellido que había destruido su matrimonio.

Clara se giró para irse, pero Ethan, completamente fuera de sí, le tomó del brazo con suavidad.

—Por favor… déjame explicarte todo —suplicó.

Su rostro mostraba una expresión que Clara nunca había visto antes: vulnerabilidad real.

Ethan miró a su padre y a su abuelo. Por primera vez, con voz firme y sin titubeos, ordenó:

—Déjennos solos.

No fue un pedido. Fue una decisión.

Los dos hombres, impactados por el tono que nunca habían escuchado en él, salieron sin decir una palabra.

Clara no se movió. No dijo nada. Solo lo miró… esperando. No porque aún creyera en lo que él podía decir, sino porque necesitaba escuchar con sus propios oídos cómo el hombre que más había amado se había convertido en su mayor traición.

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