Dos meses más habían pasado. Dos meses en los que la distancia entre ellos solo había crecido, como un muro invisible que Clara intentaba escalar cada día sin éxito. Sus esfuerzos jamás cesaban: sonrisas fingidas, cenas cuidadas, palabras suaves, pero la indiferencia de Ethan parecía haberse arraigado en su piel como una costra fría, imposible de romper.
Aquella mañana, el sonido del teléfono quebró el silencio de la casa. Ethan, desde el sofá del estudio, respondió con voz ronca. —¿Por qué no estás en la oficina? —la voz firme de su padre lo atravesó como un dardo—. ¿Te olvidaste de que hay gente que depende de ti? —Lo siento —dijo Ethan, frotándose los ojos—. No me sentía bien, debió ser algo que comí. Rachel lo sabía, pensé que te lo informaría. Un silencio denso precedió a la respuesta. —Seguramente fue la basura que cocina tu esposa… —espetó Eric con desdén—. La que, por cierto, todavía no has dejado. Han pasado cuatro meses, Ethan. —Pronto, padre. Pronto. La llamada terminó, pero no así el enojo de Eric, que comenzó a pasearse por su oficina con los brazos cruzados. Como si el destino quisiera colaborar, en ese momento la puerta se abrió y entró Rachel, la asistente de su hijo. —Disculpe, señor —dijo ella—. Ethan me pidió que avisara que no se encontraba bien, pero no logré comunicarme con su oficina. Eric la observó. Era joven, de belleza impecable, con modales pulidos y una mirada decidida. En ese instante, una idea comenzó a tomar forma. —Puedo perdonarte por esta vez —dijo, cambiando su tono a uno más sereno—. Pero con una condición… Un pequeño favor. Ethan está pasando por un momento difícil. Su matrimonio está en ruinas, pero su mujer se niega a aceptarlo. No puede sacarla de la casa por las buenas… Rachel no necesitó más para entender. Hacía tiempo que sus sentimientos por Ethan eran evidentes, al menos para ella. Y esta, claramente, era su oportunidad. —Lo que usted me pida, señor —respondió sin dudar. * Mientras tanto, Clara preparaba el almuerzo con prisa. No sabía por qué, pero el simple hecho de que Ethan no hubiese ido a trabajar esa mañana le despertaba un atisbo de esperanza. Pensó que tal vez se sentía débil, o tal vez había decidido quedarse a su lado. Justo cuando estaba poniendo la mesa, sonó el timbre. Extrañada, se limpió las manos con el delantal y fue a abrir. Del otro lado, una mujer que parecía salida de una revista de modas le sonrió con seguridad. —Buenos días, traigo el almuerzo de Ethan —dijo con voz dulce. Clara parpadeó, sin entender del todo. Miró la bolsa, luego a la mujer. —Gracias… yo se lo acerco —respondió con suavidad, pero con los labios tensos. —No, debo entregárselo yo. También traje papeleo de la oficina que debemos revisar juntos. Soy Rachel, su asistente —agregó, extendiendo la mano como si estuviera presentándose en una entrevista. Clara se quedó helada. Estaba a punto de replicar cuando escuchó los pasos de Ethan bajando las escaleras. Su rostro, serio como de costumbre, no mostraba emoción alguna. —Déjala pasar —ordenó sin mirarla—. Tenemos trabajo que hacer y algunas cosas que hablar. Las risas no tardaron en escucharse desde el despacho. Claras, altas, casi musicales. Se filtraban por los pasillos de la casa, chocando con las paredes mudas, como una burla cruel. Al parecer, Rachel era muy graciosa… y había logrado lo que Clara ya no: levantarle el ánimo a Ethan. Ella no lo podía soportar más. Recogió los platos, aunque ninguno había sido tocado, y comenzó a guardar la comida sin probar bocado. Algo habitual últimamente. Su apetito era intermitente, igual que sus ganas de levantarse cada mañana. Se apoyó en la mesada y cerró los ojos. Pensó en todo lo que había dejado atrás por su matrimonio. No había ido a la universidad, había perdido el contacto con sus amigas, y en los últimos dos años ni siquiera había viajado a ver a su familia, allá en Newcastle, a casi cinco horas de tren. Se sentía perdida. Vacía. Triste. Pasaron un par de horas hasta que escuchó el sonido de pasos acompañados hacia la entrada. —Gracias por venir, Rachel —decía Ethan. Cuando escuchó cómo se cerraba la puerta y los pasos de él volvían hacia la habitación de invitados, no pudo aguantarse. Salió a enfrentarlo. —¿Qué es esto, Ethan? —preguntó con la voz temblorosa—. Un día te despertás y comenzás a tratarme con la frialdad con la que ni siquiera se trata a un desconocido… y yo lo aguanto. Dejas de hablarme, y yo soporto. Comienzas a llegar a horas sin sentido y, aunque me muero de dolor, no digo nada. Pero ahora… ¿traer a una mujer a casa? ¿Refregarme en la cara que ya no valgo nada para ti? ¿Realmente merezco esto? Ethan se giró. En su rostro había algo que Clara no lograba descifrar: ¿culpa? ¿enojo? ¿cansancio? —¿tú eres la que aguanta y yo soy el culpable? —respondió con tono áspero—. ¿Alguna vez te pedí que te quedaras? ¿Yo te cerré la puerta para que no te vayas? Clara lo miró sin comprender. —Estás donde estás, y como estás… porque querés, Clara. Sus palabras la golpearon como un puñetazo invisible. Y por primera vez, sintió como el hombre que alguna vez amo con locura, ya no existía.La discusión con Clara lo había dejado inquieto. No por lo que ella dijo, sino por lo que removió dentro de él. Pasó horas en el cuarto de invitados, con la mirada fija en el techo, como si en ese cielo blanco pudiera hallar las respuestas que le negaba su propia conciencia. Las palabras que había lanzado a Clara resonaban una y otra vez en su mente, como un eco amargo: “Estás donde estás y como estás porque quieres, Clara.” Y era verdad. Ella aún estaba allí por amor. Y él... él también había elegido, pero su elección comenzaba a doler como una herida mal cerrada.Ethan siempre había evitado mostrarse vulnerable. Había sido criado para mantenerse firme, para anteponer el deber a todo lo demás. Pero esa noche, cuando el silencio ocupó cada rincón de la casa y el aroma de una cena intacta aún flotaba en el aire, sintió un miedo profundo. Miedo a estar destruyendo algo irremplazable. Y aun así, se obligó a no mirar atrás. A suprimir todo sentimiento de culpa, porque su padre se lo había
La tarde londinense caía con esa melancolía tan característica del invierno que se avecinaba. El cielo, gris pálido, se teñía de un tinte anaranjado apenas perceptible, mientras el aire helado envolvía cada rincón de la ciudad. Clara, abrigada con su viejo abrigo beige, se acercaba a la empresa con el corazón en la garganta. No había avisado, no quería darle tiempo a preparar excusas. Solo necesitaba respuestas. Necesitaba mirarlo a los ojos.Últimamente, Ethan no volvía a casa a la hora de siempre. Decía que tenía reuniones, compromisos de último momento, cenas improvisadas… excusas. Ella lo había creído, o al menos lo había intentado. Pero ya no podía más. La duda la estaba consumiendo.Fue entonces cuando lo vio.Ethan salía del edificio acompañado. Rachel, del brazo, se reía de algo que él acababa de decirle. Su cabello rubio perfectamente peinado caía en ondas suaves sobre sus hombros. Iba vestida con un conjunto elegante y ajustado que realzaba su figura esbelta, y caminaba con
Clara se encontraba grave. Su cuerpo, debilitado por la mala alimentación de los últimos meses, sumado a las secuelas del trasplante, había cedido. Cada sistema parecía haber gritado en silencio mucho antes de que ella pudiera darse cuenta.Ethan, consumido por la culpa, no se había separado de su lado en toda la semana. Solo abandonaba la habitación del hospital para ir al baño o comprar algo en la dispensadora de alimentos. No respondía llamadas ni mensajes. El buzón de voz rebosaba de intentos de comunicación de su padre y de su abuelo, pero no podía —no quería— atender a nadie más que a Clara.El octavo día, cuando finalmente reunió fuerzas para ir a casa, ducharse y recoger algunas cosas para su esposa, sucedió lo inesperado: Clara despertó.Sola en la habitación de hospital, abrió los ojos lentamente. Curiosamente, no sintió sorpresa al encontrarse sola. No esperaba otra cosa. Ethan no estaba allí. ¿Cómo iba a estarlo? Había dejado claro que ella ya no era prioridad en su vida.
Llegó el día del alta. Clara se vistió en silencio, sin expectativas, sin ilusiones. Durante los últimos dos días no había recibido una sola noticia de Ethan. Pensó que, después de su última conversación, él había decidido desaparecer por completo. Y no se equivocaba… al menos no del todo.Esa mañana, un chofer llegó al hospital con una carpeta y un sobre. Clara lo recibió con el ceño fruncido. Dentro de la carpeta estaban los papeles del divorcio, y en el sobre, las llaves de su casa… y una nota:“Podés quedarte con la casa.”Un nudo se formó en su garganta. “¿Puedes quedártela?” pensó. ¿Quién se creía que era? ¿Su dueño? ¿Le estaba haciendo un favor, como si ella fuera su obra de caridad? La furia le subió por la espalda como un fuego imposible de contener. No solo no luchaba por ella, sino que se deshacía de ella como si no valiera nada.Clara respiró hondo, levantó la cabeza con orgullo y miró al chofer con determinación.—No vamos a casa. Llévame a la empresa.Al llegar, subió di
El silencio se volvió espeso una vez que la puerta se cerró detrás del padre y del abuelo de Ethan. Clara seguía de pie, frente a él, con los ojos empañados pero el mentón en alto. Ethan no supo por dónde empezar, pero sabía que no podía callar más.—Clara… —susurró, y su voz se quebró—. Estos meses fueron una tortura para mí.Ella lo miró sin parpadear. No estaba lista para perdonarlo, pero sí para escuchar.—Soy hijo único. Desde que tengo memoria, mi padre me crió con un solo objetivo: continuar con el legado. La empresa. La familia. El apellido. Fui adoctrinado. No me enseñaron a sentir, me enseñaron a decidir. A sacrificar. A cumplir. Y todo… todo eso se puso en riesgo el día en que me enamoré de vos.Su voz tembló, y sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas.—Mi familia es un imperio de negocios, no hay espacio para el amor. Pero me permitieron estar contigo… con la condición de que tuviéramos hijos pronto. Ellos lo veían como una transacción, un acuerdo. Pero para mí… para mí
Se separaron sin mirar atrás. El sonido de la puerta al cerrarse tras Clara fue la sentencia final. No hubo abrazos, ni súplicas, ni una última palabra que prometiera algo más. Solo silencio. Un silencio que se estiró por años.Ethan no volvió a casa esa noche. Ni a la mañana siguiente. Ni nunca más. Lo dejó todo: su apellido, la empresa, el legado familiar que durante años cargó como una armadura que ahora le pesaba como una condena. Fue difícil alejarse, pero más difícil habría sido quedarse y seguir negando lo que era. Lo que quería.Durante meses deambuló, hasta que encontró refugio en una empresa emergente que apostaba por la innovación y el talento antes que por los linajes. Allí, su experiencia y visión lo hicieron escalar hasta convertirse en su nuevo CEO. Un cargo ganado, no heredado.Clara, por su parte, se quedó en Londres. No por él, ni por orgullo, sino por ella. Decidió, por primera vez en mucho tiempo, elegir su propio camino. Cambió la casa silenciosa por un apartament
Dicen que el tiempo no borra, pero enseña a mirar desde otro lugar. Que el dolor, cuando se deja respirar, puede transformarse en algo parecido a la paz.Pasaron años desde aquella última conversación en la que el pasado y el futuro se enfrentaron cara a cara.Y aunque la vida tomó caminos distintos, el destino —siempre caprichoso— tenía preparado un cierre diferente. Uno que no se gritó, no se forzó, simplemente… sucedió.El aire olía a primavera.Londres, siempre un poco gris, amanecía cálido y sereno. La brisa acariciaba los árboles en flor, y el sol, más generoso que de costumbre, se colaba por los ventanales de un café escondido entre callejones empedrados. Un lugar donde casi nadie miraba dos veces. Un rincón que parecía existir solo para ellos.—Llegás tarde —dijo Clara, sin levantar la vista de su taza de té, pero con una sonrisa que delataba la complicidad.—Mentirosa. Llegué puntual. Tu llegaste temprano para provocarme —respondió Ethan, dejando un beso en su frente y sentán
Londres, como siempre, se encontraba sumida en su gris habitual, el cielo cubierto por una niebla espesa que apenas dejaba ver el horizonte. Desde su ventana, Clara observaba cómo la ciudad se desvanecía en una combinación de sombras, reflejando perfectamente cómo se sentía en su interior. Su casa, grande y lujosa, nunca había sido un lugar que le inspirara paz. Había pinturas caras en todas las paredes, cuadros famosos que nunca se había detenido a mirar, que no la impresionaban en lo más mínimo. Le importaba muy poco la ostentación. Para ella, el lujo era simplemente parte del mundo en el que Ethan había crecido, un mundo al que había tenido que adaptarse, aunque preferiría algo más pequeño y cálido.Al principio, todo era más tolerable. El amor que compartían parecía llenar cada rincón vacío de la casa. Pero ahora, cada vez que se encontraba recorriendo las enormes habitaciones, la sensación de vacío crecía. El silencio se había apoderado de todo. La casa, que alguna vez había sido