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Capítulo 3: Cruel indiferencia

El amanecer la encontró envuelta en un silencio incómodo. Había sido su primera noche durmiendo sola, sin siquiera el consuelo de la respiración de Ethan del otro lado de la cama. Por un momento, Clara dudó si valía la pena levantarse. Su cuerpo no dolía, pero su alma pesaba toneladas.

Para su sorpresa, ese día Londres amanecía inusualmente amable. El cielo, generalmente cubierto por nubes grises, dejaba colarse rayos tenues de sol entre los árboles. Era otoño, y el viento tibio arrastraba hojas doradas por las aceras, pintando la ciudad con un toque melancólicamente hermoso. Clara no quería desperdiciar un día como ese.

Se levantó cerca del mediodía, con movimientos lentos, casi robóticos. Ethan, por supuesto, ya no estaba. Luego de una ducha caliente y un intento por arreglar su cabello, decidió salir a caminar. La ciudad era fría, pero ese día algo en el aire la invitaba a moverse.

Mientras caminaba por las calles adoquinadas, surgió una idea. Clara no estaba dispuesta a rendirse tan fácilmente. Su matrimonio valía la pena, Ethan valía la pena. Tal vez él solo necesitaba un recordatorio de lo que tenían. Así que, con la determinación bordándole el pecho, decidió preparar una cena especial. Una noche solo para ellos dos.

Pasó horas entre tiendas, seleccionando ingredientes, velas, flores y un vino que Ethan solía disfrutar. Al llegar a casa, se puso manos a la obra. Cocinó con dedicación, cuidando cada detalle, decoró la mesa con esmero y se cambió por un vestido sencillo pero bonito. A las 20:00, todo estaba listo.

Pero él no llegaba.

Esperó en el comedor un rato largo, hasta que la inquietud la empujó a escribirle. No recordaba la última vez que le había mandado un mensaje.

“¿Aún no llegas a casa? No quiero molestarte, pero estoy preocupada. Solo me gustaría saber que estás bien.”

La respuesta fue inmediata, fría.

“Estoy bien. Hoy llegaré tarde.”

Clara sintió una punzada. Dudó unos segundos y, con valentía, le respondió:

“Preparé tu cena favorita. Me gustaría que cenemos juntos… y que hablemos un poco de todo lo que está pasando.”

La respuesta le cayó como una cachetada:

“Clara, jamás te pedí que hicieras algo así. Cena y acuéstate. Llegaré tarde.”

Y fue como si el aire se escapara de la habitación.

Clara se levantó de la mesa, con el alma hecha trizas. No probó bocado. No apagó las velas. Solo subió lentamente las escaleras y se acostó vestida, sin fuerzas para quitarse siquiera los zapatos.

El pensamiento fue inevitable.
“Seguro está con alguien más.”
La idea le apretó el pecho y la hizo girar sobre sí misma, buscando un rincón de la cama que no doliera tanto.

Mientras tanto, en un décimo piso de oficinas silenciosas, Ethan apoyaba la frente contra el ventanal. Observaba la ciudad sumida en la oscuridad, mientras el peso del mundo se le posaba en los hombros. El whisky no ayudaba a calmar el remordimiento.

Había tomado su decisión. Lo había repetido mil veces en su cabeza: “La familia, la empresa, el legado.”
Pero el rostro de Clara lo perseguía incluso cuando cerraba los ojos.

A las 2:00 AM, entró a casa tambaleando, con olor a alcohol y culpa. Lo primero que vio fue la mesa aún servida, su comida favorita ahora fría, las velas apagadas pero ya consumidas, y una tristeza tan densa en el aire que casi podía tocarla.

Y entonces, por primera vez en mucho tiempo, las lágrimas le nublaron la vista. Se dejó caer en una silla, quebrado, y susurró para sí mismo como una cruel medalla de consuelo:

—Lo lograste, Ethan. Después de esto, seguro que te odia.

Pero eso no era cierto, Clara aún no estaba dispuesta a rendirse.

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