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Capítulo 7: Verdades a medias

Clara se encontraba grave. Su cuerpo, debilitado por la mala alimentación de los últimos meses, sumado a las secuelas del trasplante, había cedido. Cada sistema parecía haber gritado en silencio mucho antes de que ella pudiera darse cuenta.

Ethan, consumido por la culpa, no se había separado de su lado en toda la semana. Solo abandonaba la habitación del hospital para ir al baño o comprar algo en la dispensadora de alimentos. No respondía llamadas ni mensajes. El buzón de voz rebosaba de intentos de comunicación de su padre y de su abuelo, pero no podía —no quería— atender a nadie más que a Clara.

El octavo día, cuando finalmente reunió fuerzas para ir a casa, ducharse y recoger algunas cosas para su esposa, sucedió lo inesperado: Clara despertó.

Sola en la habitación de hospital, abrió los ojos lentamente. Curiosamente, no sintió sorpresa al encontrarse sola. No esperaba otra cosa. Ethan no estaba allí. ¿Cómo iba a estarlo? Había dejado claro que ella ya no era prioridad en su vida.

El doctor entró sonriendo amablemente.

—Te encuentras muy bien —le aseguró, mientras revisaba el suero—. Solo necesitabas descansar, y un poco de nutrición. Vamos a mantenerte dos días más en observación, por precaución.

Casi al mismo tiempo, desde administración, llamaban a Ethan para avisarle que su esposa había despertado. Al escuchar la noticia, él dejó caer el bolso que había preparado en el recibidor y salió corriendo hacia el hospital, dejando todo atrás.

Cuando llegó a la habitación, su corazón latía como un tambor. Pero al abrir la puerta, la mirada que encontró no fue de alegría ni alivio. Fue de sorpresa… seguida de una frialdad absoluta.

—Luces muy bien —balbuceó Ethan, nervioso, incapaz de encontrar las palabras adecuadas.

Clara arqueó una ceja, sin molestarse en responder.

—Pensaba traerte algo de ropa, pero... la olvidé —continuó, avergonzado—. Lo siento.

Ella lo miró fijamente y, con una voz inexpresiva, respondió:

—No te preocupes. No esperaba que te acordaras de mí.

Las palabras fueron como cuchillos.

Clara estaba furiosa. Y Ethan lo entendía. Merecía una explicación, aunque no sabía por dónde empezar. De alguna manera, se obligó a abrir la boca.

—He estado muy presionado por mi familia, Clara. Mi abuelo está obsesionado con el legado. Quiere que tenga hijos ya. Yo les pedí tiempo, pero ellos me presionaban tanto que... me desconecté. No quería trasladarte esa carga, así que... traté de procesarlo solo.

Y esa fue la verdad que Ethan confesó. Una verdad a medias. Porque no fue capaz de admitir que había aceptado renunciar a ella. No fue capaz de decirle que había permitido que la presión de su familia destruyera lo que más amaba.

Clara lo escuchó en silencio. Y después de unos segundos que parecieron una eternidad, respondió con calma:

—Esto era algo que nos involucraba a los dos, Ethan. Debiste confiar en mí. Teníamos la confianza suficiente para superarlo juntos. Pero preferiste hacerme a un lado. Y destruiste nuestro matrimonio. Espero que entiendas... que no puedo perdonarte.

Su tono no fue dramático ni rencoroso. Fue frío. Fue definitivo.

Ethan no encontró palabras para defenderse. La dulce Clara, la que lo miraba como si fuera su mundo entero, ahora ya ni siquiera lo miraba.

Sabía que la había perdido. Irónicamente, eso era lo que había estado buscando todos esos meses: que ella lo dejara. Y ahora que lo había conseguido, sentía que el vacío era insoportable.

Incapaz de enfrentar la magnitud de lo que había hecho, bajó la cabeza y, antes de marcharse, murmuró:

—Lamento no haber podido cumplir con mis votos.

Luego, sin mirar atrás, salió de la habitación. La puerta se cerró con un leve clic que resonó en el pecho de Clara como un eco distante.

Ella aguantó unos segundos... hasta que las lágrimas comenzaron a deslizarse silenciosamente por su rostro. Pero esta vez no dolía como antes. No era un dolor agudo, era un vacío amargo, una tristeza tranquila.

Lloraba por lo que habían vivido, por lo que habían perdido. Porque sabía que lo había amado con todo su ser, y que él, por miedo o cobardía, no había sabido luchar por ella.

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