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Natalia respiró hondo antes de entrar a la habitación de Simón. Apenas cruzó el umbral, lo vio recostado en la cama, con un rostro algo pálido y una mirada vulnerable que la golpeó en el pecho.

Él parecía tan distinto al hombre que siempre había proyectado fuerza. Pero cuando sus ojos se encontraron con los de Natalia, su expresión cambió a una de preocupación intensa al notar la silla de ruedas.

—¿Qué te pasó? —preguntó Simón, frunciendo el ceño mientras su voz débil, pero cargada de inquietud, llenaba el espacio—. ¿Te sientes mal?

Delia, detrás de Natalia, no dijo nada. Con cuidado, empujó la silla más cerca de la cama y se inclinó un poco hacia Natalia.

—Los dejo a solas. Cualquier cosa, me llamas, Nat —murmuró con suavidad antes de salir de la habitación.

—Gracias por traerme hasta aquí —respondió Natalia con un hilo de voz, tragando saliva al sentir la intensa mirada de Simón sobre ella.

Él la observaba fijamente, como si intentara leer entre las grietas de su postura
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