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En la sala de espera del hospital, Graciela observó la expresión sombría en el rostro de Keiden. Su corazón dio un vuelco, y un temor profundo comenzó a formarse en su pecho.

Con pasos temblorosos, se acercó a él, sus manos entrelazadas como si buscara fuerza.

—Keiden… —su voz era un susurro cargado de preocupación—. ¿Qué ocurrió? ¿Cómo está mi hija? ¿Y el bebé?

Keiden suspiró profundamente, pasándose las manos por el cabello, sintiendo como si el peso del mundo estuviera sobre sus hombros.

—Natalia está estable —dijo finalmente, eligiendo sus palabras con cuidado—. Pero necesita reposo absoluto. Si no se cuida… —hizo una pausa, su tono endurecido—. Podría poner en riesgo la vida del b… feto.

Graciela frunció el ceño, percibiendo algo más allá de las palabras. Su instinto le decía que había algo que Keiden no estaba diciendo.

—Pareces disgustado con este tema, Keiden —dijo con cautela—. ¿Acaso no quieres ser padre?

La pregunta lo golpeó como un puñal. Keiden cerró los ojos
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