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La sala del tribunal parecía un hervidero, pero el ambiente en el pasillo contiguo era aún más tenso. Natalia permanecía de pie, con los brazos cruzados y una mezcla de incredulidad y rabia recorriéndole el cuerpo.

Había sido testigo de demasiadas cosas en los últimos minutos, pero lo que más la inquietaba era la actitud distante de Simón.

Él estaba apoyado contra una pared, miraba el suelo como si allí pudiera encontrar alguna respuesta. Su rostro, habitualmente sereno, ahora estaba endurecido, como si estuviera cargando un peso imposible de llevar.

—¿No vas a responder mi pregunta, Simón? —exigió Natalia, dando un paso hacia él.

Él levantó la mirada lentamente, y aunque había algo de culpa en sus ojos, su voz fue fría y evasiva.

—No puedo decirte nada hasta después del juicio.

Natalia frunció el ceño, su desconfianza creciendo con cada palabra.

—¿En serio? —su tono era cortante, casi mordaz—. No puedo creer que te estés aliando con ese hombre. ¿Acaso confías en él? ¡Es
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