El contrato
El contrato
Por: Maria Grey
Capitulo 1

Eliza

Maldición.

Lo supe desde el momento en que abrí los ojos esta mañana: hoy iba a ser un día horrible.

Sentada en el asiento trasero de un taxi que olía a humedad y perfume barato, miré con exasperación al enorme todoterreno frente a nosotros. ¿Cuál era su maldito problema? Llevábamos atascados en la misma posición, en esta autopista, al menos los últimos diez minutos. Diez minutos de los que claramente, no disponía.

Miré mi reloj y mascullé entre dientes.

Estaba, sin duda, jodida.

Al soltar un suspiro y girar la cabeza hacia la ventana, mis ojos se cruzaron con los del conductor en el auto de al lado. Un hombre de unos cuarenta años, con una sonrisa sucia y unos labios que formaban la palabra "guapa" mientras sus ojos me recorrían de arriba a abajo. Sentí un escalofrío de asco. ¿Por qué algunos hombres debían comportarse como cerdos? Como si ya no tuviera suficiente.

Me hundí en el asiento del taxi y solté otro suspiro, dejándome envolver por la frustración. Toda esta debacle había comenzado nada más abrir los ojos.

El atronador sonido de mi despertador había interrumpido mi sueño, clavándose en mis oídos como si quisiera torturarme. Protesté, buscando a tientas el maldito botón para apagarlo, pero el maldito aparato seguía allí, sin cesar, y más fuerte cada segundo. En medio de mi desesperación, alargué el brazo, pensando en desenchufarlo de un tirón, pero en lugar de detenerse, terminé cayendo de la cama.

Y ahí estaba yo, en el suelo, rodeada de pedazos de mi dignidad y del desastre que había provocado. El despertador, junto con todos los objetos de mi mesilla de noche, habían caído conmigo: el vaso de agua ahora derramado sobre el suelo, y lo peor, mi teléfono móvil empapado y sin signos de vida.

Agarré el teléfono con manos temblorosas, viendo las gotas resbalar de la pantalla y empapar aún más el marco. Mi corazón se hundió en el pecho.

¿Y ahora que iba a hacer?

Toda mi vida estaba en ese teléfono: la agenda, los contactos, las citas y, sobre todo, el bendito itinerario del señor Müller, quien no perdonaba ningún retraso. Tenía que encontrar una manera de secarlo, de hacer que volviera a encenderse como si nada hubiera pasado. Respiré profundo, intentando convencerme de que tal vez todo estaría bien, que algún milagro sucedería.

Pero, claro, eso no pasaría.

Como si el agua y la tecnología fueran los mejores amigos. ¿Qué podía hacer? Todo mi día estaba yéndose al demonio y aún ni siquiera había salido de casa.

De repente, la bocina del taxi me devolvió al presente, sacándome de mis pensamientos. Miré al frente y vi que el tráfico, por fin, había comenzado a moverse. El conductor me lanzó una mirada de "¿y ahora qué?", a la que respondí con un simple asentimiento.

Suspire.

En los tres años que llevaba trabajando para el señor Müller, el hombre más puntual, y aterradoramente perfeccionista que había conocido, no había llegado ni una sola vez tarde. Hasta ahora, había logrado mantener un récord impecable.

Hoy había roto aquel record.

Todo lo que quería era llegar a la oficina y resolver esto, pero algo me decía que este día apenas estaba comenzando con su racha de calamidades.

Y ni siquiera quería pensar en mi jefe, que parecía detestar el simple hecho de que respirara. Dios, lo odiaba.

Así de sencillo, lo detestaba.

Bastián Müller era un bastardo de primera clase. Tenía un humor de perros y se pasaba el día dando órdenes como si el mundo le debiera algo, ególatra hasta decir basta, me trataba como si no supiera atarme los zapatos. La mayoría de las veces, intentaba no darle importancia; después de todo, había aprendido a lidiar con él, pero en días como hoy, él lograba sacarme de quicio.

Aunque, bueno, hoy no era particularmente mi día.

En lo que se sintió una horrorosa eternidad después estaba entrando frente a las enormes puertas de vidrio de mi lugar de trabajo.

Antes de entrar, me acomodé el cabello con un gesto rápido y alisé los pliegues de mi vestido. Mi reflejo en el vidrio me devolvió una mirada cansada, pero decidí ignorarlo. No importaba cómo me sintiera; al cruzar esas puertas, debía ser eficiente, profesional y, sobre todo, imperturbable.

Mi trabajo consistía ni más ni menos que en ser la asistente personal del señor Müller. Y no cualquier asistente, debo añadir. Era muy buena en ello, probablemente la mejor que podría encontrar.

Mientras caminaba por el pasillo principal, saludé con una sonrisa a algunos compañeros que me devolvieron el gesto, aunque algunos lo hicieron con menos entusiasmo que otros. Este lugar tenía su propio ecosistema, y yo me movía en él con la destreza de alguien que había aprendido a sobrevivir.

Al llegar al ascensor, presioné el botón para subir al último piso. Ese era mi dominio, el exclusivo piso del director. Mi escritorio estaba estratégicamente ubicado justo frente a la oficina del jefe, una posición que algunos considerarían privilegiada, pero que yo catalogaba como una trinchera de guerra.

Suspiré y traté de mantener la calma. El día apenas había comenzado, pero sentía que ya había sobrevivido a una semana entera de catástrofes.

―Bueno… bueno, señorita Harper, ¿qué hora es ahora mismo en su pequeño mundo? ― la voz de Bastián Müller resonó en el silencio de la oficina con su habitual tono de condescendencia. Ahí estaba él, junto a la puerta de su despacho, esperándome como un depredador a su presa.

Tan guapo y arrogante como de costumbre, sus labios se curvaban en esa sonrisa despectiva que parecía disfrutar especialmente en mis días malos.

Era más alto de lo que debería estar permitido, al menos 1.90, y su presencia era de esas que te hacían enderezarte inconscientemente. Su traje le quedaba como una segunda piel, resaltando un cuerpo tan trabajado que parecía esculpido en mármol. Y su rostro... bueno, sería el rostro perfecto de una campaña de moda si no fuera porque estaba unido a la personalidad más insoportable del universo.

Las chicas del piso de abajo lo llamaban “Dios sexy,” y desde luego, él parecía encantado de haberse ganado el título. Sus ojos, de un azul tan profundo que casi dolía mirarlos, se clavaron en los míos con una expresión que mezclaba impaciencia y satisfacción.

―Lo siento, señor― murmuré, depositando mi bolso en mi escritorio y tratando de recomponerme―. Hubo un accidente en la autopista y he llegado lo más temprano que he podido. No volverá a pasar, señor.

Traté de sonar lo más cortés posible, necesitaba conservar este trabajo porque aún seguía pagando la hipoteca de la casa que mi madre me había heredado, y que necesitaba demasiado mantenimiento para que no se viniera abajo, asique me contuve de lanzarle cualquier clase de insulto, aunque por dentro deseaba arrancarle esos preciosos ojos azules. A veces me preguntaba si era realmente humano o si había sido creado en algún laboratorio secreto donde diseñaban jefes imposibles de complacer.

Él levantó una ceja y, con su tono de voz siempre a medio camino entre una burla y una reprimenda, me respondió.

―Tiene razón, no volverá a pasar― dijo, y su sonrisa torcida volvió a aparecer, una sonrisa que hacía que mi estómago diera un salto, aunque yo prefería pensar que era de pura indignación―. Y para asegurarme de que este incidente no borre su memoria, quiero los formularios que he dejado en su mesa esta mañana, terminados y en mi despacho a las seis. Después, va a recuperar la hora que ha perdido esta mañana acompañándome en la presentación en la sala de conferencias.

Mis ojos se abrieron un poco más mientras procesaba sus palabras, y apenas me dio tiempo a articular una respuesta antes de que se diera la vuelta y cerrara la puerta de su despacho de un golpe, justo en mis narices.

Increíble.

Vaya bastardo.

Suspiré profundamente y miré la pila de formularios en mi escritorio. Siete horas y media, sin descanso y sin comida. Excelente.

Lanzando mi bolso debajo de la mesa, me senté y encendí la computadora mientras murmuraba para mí misma. ¿He mencionado ya que mi jefe es un bastardo idiota?

Pasaron las horas, cada una más lenta que la anterior, y cuando el reloj marcó la una, todos en la oficina comenzaron a levantarse para salir a almorzar. Mientras la mayoría recogía sus cosas y charlaban alegremente en grupos, yo seguía sentada en mi escritorio, mirando fijamente la pantalla con una mano en la frente y un café medio frío en la otra. Había conseguido un paquete de galletas de la máquina expendedora de camino al baño, y ese era mi gran banquete de hoy.

Normalmente, habría salido con mis compañeros o al menos habría tenido un almuerzo decente. Pero el tiempo no estaba de mi lado.

Gracias, Müller.

Apreté los labios y comí una galleta, mirando de reojo la puerta de su despacho. Casi esperaba verlo salir en cualquier momento para hacer algún comentario sarcástico sobre mi “comida gourmet” o para recordarme que aún me faltaban unos formularios más. Era como si siempre supiera cuándo podía pillarme en un momento vulnerable, y me imaginaba que disfrutaba viéndome correr de un lado a otro, tratando de cumplir con sus demandas imposibles.

Dios, ¿Por qué tenía que ser tan guapo?

Incluso con su actitud de patán, incluso con su incapacidad para ser un ser humano decente, algo en él lograba que mi estómago diera un vuelco cada vez que estaba cerca. Y eso me enfurecía aún más, porque lo detestaba profundamente.

Y, además, después del terrible desengaño que había sufrido con mi última cita fallida y de la cual seguía profundamente resentida, me había jurado que nunca más me fijaría de nuevo en un hombre y menos, en alguien como él.

Volví a la pantalla y traté de concentrarme, ignorando el hambre y la frustración que se acumulaban en mí. En medio del ruido de la oficina y de las voces de los demás que disfrutaban de irse a su hora de almuerzo, me prometí que algún día encontraría la forma de que Müller sintiera lo que era vivir bajo esa presión constante.

Pero hoy no era ese día.

Hoy, simplemente tenía que sobrevivir al, Dios sexy, y sus malditos formularios.

Faltaban diez minutos para las siete de la tarde. Estaba organizando las carpetas para dirigirme a la sala de juntas cuando vi a mi jefe salir de su oficina, llevaba la chaqueta puesta y el maletín en la mano, como si ya estuviera en su camino a algún evento importante.

Se detuvo frente a mi escritorio sin siquiera levantar la vista, absorto en su teléfono, y lanzó la orden de manera casual, como si no acabara de arruinar mis planes.

―Cancele cualquier cosa que tenga ahora, señorita Harper― dijo, sus ojos todavía fijos en la pantalla―. Tengo que salir y no volveré.

¿Jodido bastardo? Sí, definitivamente.

Apreté los labios, aguantando las ganas de responder con alguna frase sarcástica que probablemente me costaría el trabajo.

―De acuerdo ―respondí, sin otra opción.

Él asintió, como si mi sumisión fuera un hecho predecible, y guardó el teléfono en el bolsillo. Cuando ya estaba girando hacia los ascensores, volvió a hablar, esta vez sin moverse de su lugar, como si lo que iba a decir fuera tan insignificante como la última orden.

—Esta noche me acompañarás a la gala. Te necesito ahí, encuentra un vestido de gala.

Levanté la vista, visiblemente sorprendida.

¿Un vestido de gala? No era ni remotamente la clase de cosa que hubiera esperado que él me pidiera, y menos así, con esa frialdad como si fuera algo que yo debería tener en cuenta de antemano. Lo miré, esperando alguna explicación, pero él seguía evitando mis ojos, como si mi confusión fuera una molestia.

― ¿Qué? ― balbuceé, sin saber si estaba más sorprendida o furiosa. De verdad, lo último que quería era acompañarlo a ningún sitio, y mucho menos a una gala. La idea de pasar una velada entera a su lado, observando sus gestos, escuchando su voz, sabiendo que él era consciente de cada uno de mis movimientos… Era una perspectiva horrible.

―Tendrá que acompañarme como mi asistente― agregó, como si fuera obvio.

No pude contener una exclamación ahogada.

—¿Yo? Nunca lo he acompañado a un evento así.

—Siempre hay una primera vez. No llegues tarde.

El señor Müller alzó la vista de su teléfono y sus ojos azules se clavaron en los míos, su expresión severa, como si yo fuera una subordinada rebelde que necesitaba ser puesta en su lugar.

― ¿Qué sucede, señorita Harper? ― preguntó, enarcando una ceja con una mezcla de impaciencia y desafío―. No fui claro con lo que dije.

Inspiré profundamente, tratando de contenerme, no quería parecer débil, pero mi sorpresa y mi incomodidad eran evidentes.

Traté de recomponerme enseguida.

―Sí, claro, es solo que… ― intenté formular algo coherente, pero su mirada fija en la mía me desconcertaba―. Me tomo por sorpresa.

Él esbozó una media sonrisa que me resultó especialmente irritante.

―Bueno, es su trabajo después de todo. Y no me gusta repetirme.

Antes de que pudiera pensar en una respuesta, él ya se había girado, y caminando hacia el ascensor sin mirarme de nuevo. Lo observé, todavía procesando el descaro de su demanda, mientras él entraba en el ascensor y desaparecía tras las puertas metálicas.

Lo detestaba.

Detestaba su arrogancia, su frialdad, y esa superioridad que desprendía con cada palabra y cada mirada. Y, sin embargo, allí estaba yo, obedeciendo sus órdenes y buscando un vestido de gala en mi mente, como si fuera lo más normal del mundo.

Suspiré, apoyándome en el respaldo de la silla.

Sí, definitivamente lo detestaba…. Por mucho que mi cabeza traidora, siguiera recordándome lo malditamente atractivo que era.

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