Los pasos achacosos se acercaron a la puerta cerrada y oímos los gruñidos de Tea al otro lado.
—Me lleva el diablo, Caleb. Te dije que te daré más mañana.
Abrió la puerta de par en par ceñuda, lista para agitar un dedo amenazante en nuestra cara, y sus ojos se abrieron como platos cuando Ronda echó hacia atrás la capucha de su manto.
—Buenas noches, amiga —sonrió la loba.
Entonces Tea se volvió vacilante hacia mí. No resistí más y solté mi alforja para echarle los brazos al cuello.
—¿Risa? —tentó, inmovilizada por la sorpresa.
Asentí contra su cara, riendo y llorando. Volver a verla me provocó una emoción inesperada, como si hubiera regresado a mi hogar. Me sorprendió que me devolviera el abrazo. Ronda nos concedió un momento y luego palmeó suavemente mi espalda.
—Entremos —dijo con acento cálido.
Tea retrocedió sin soltarme del todo, haciéndose a un lado para dejarla entrar, los ojos negros brillantes de lágrimas recor
Al día siguiente, cuando regresamos a casa de Tea, hallamos todo aún más desordenado que la noche anterior, aunque pareciera imposible. Tea estaba en su dormitorio, revolviendo el caos que acumulara allí. —¿Qué buscas? —pregunté, asomándome a la diminuta habitación. —Nada de tu incumbencia —gruñó sin siquiera mirarme. Esquivé algo de tela que voló en mi dirección, armándome de paciencia. —Si nos dices qué buscas, podemos ayudarte a encontrarlo. —Las botellitas doradas. ¡No recuerdo dónde las guardé! —¿Las que contienen los rizos de tus hijos? —¡No me iré sin ellas! —advirtió desafiante. Le tendí una mano sonriendo. —Claro que no. Ven, prepáranos té mientras nosotras las buscamos por ti. Mi actitud la desarmó, a pesar de que se cuidó de mostrarlo. Ignoró mi mano para salir de la habitación gruñendo por lo bajo. Con la excusa de buscar los tesoros de Tea, Ronda y yo acometimos la titánica tarea de
Nos despertó la campana de la iglesia, tañendo como si llamara a todo el pueblo a misa, so pena de arder en el infierno si faltaban. Afuera el sol aún no asomaba sobre las colinas, y cuando abrí la puerta, oí el profundo sonido de un cuerno a la distancia, desde el sur. —Estarán aquí en una hora —dijo Ronda llegando a mi lado—. Mejor que desayunemos bien, porque será una mañana larga. ¿Hay una panadería o algo similar? —¿Qué quieres que traiga? —Dime dónde es. Tú prepara té de romero. Ponía lo que nos quedaba de agua a calentar cuando Tea se me unió adormilada, envuelta en una manta. Le tendí sus enaguas limpias, secas y perfumadas, que agradeció en un murmullo. —¿Qué le sucede al cura? —inquirió mirando hacia afuera. —Llegan los lobos. Ya se oyen sus cuernos. ¿Te queda romero? —Si están convocando a todo el pueblo, el Alfa no se andará con chiquitas —comentó regresando a su habitación para vestirse. —¿El romero? <
Amapola, la esposa de mi padre y madre de Lirio, se adelantó a codazos entre la gente, agitada y colorada como si hubiera corrido, y detrás vi a Lirio, tan furiosa como ella. Uno de los lobos les cortó el paso. —¡Son todas mentiras! —gritaba Amapola—. ¡Y yo sé el origen! ¡Todo esto es culpa de ese engendro de chupasangre que le robó el lugar a mi hija en el invierno! Un nuevo clamor se alzó entre la gente y varios me señalaron, atrayendo la atención de todo el pueblo. Respiré hondo, el pecho quemándome de miedo, e intenté adelantarme, imaginando que querrían que confrontara la acusación. El Alfa volteó hacia mí con mirada furibunda y fue como si me empujara hacia atrás, obligándome a retroceder el paso que había dado. Ronda tendió un brazo ante mí, deteniéndome para que no volviera a intentarlo, y vi que Brenan me miraba con disimulo, meneando levemente la cabeza. A nuestro alrededor, la gente se apartó un paso de nosotras, previendo que la ira de los
El príncipe se dobló sobre sí mismo y la princesa saltó de su caballo para correr hacia él, sosteniéndolo para que desmontara. El Alfa y el Gamma ya se adelantaban para cubrir los flancos de sus hermanos. Los guardias montados se separaron en dos grupos para reforzar a los lobos apostados detrás de la multitud, impidiéndole dispersarse. Tea y yo nos aferramos una a la otra, horrorizadas. —¡No te muevas de aquí! —me ordenó Ronda, precipitándose hacia el pozo. Entonces dos cuchillos más volaron desde el sector occidental, directamente frente a nosotros, hiriendo el flanco del caballo del Gamma, que se encabritó con un relincho de dolor. El Alfa desmontó de un salto y desenvainó su espada, de espaldas a sus hermanos, reteniendo a su gran semental negro de tal modo que les cubriera el flanco norte. El Gamma había desmontado también, dejando que su caballo se alejara espantado, y ayudaba a la princesa a sostener a su hermano. La multitud intentaba desbanda
El Alfa salió atropelladamente de la casa seguido por el Gamma. Los hijos de la princesa cargaron con el cadáver y se lo llevaron. Tea temblaba de pies a cabeza entre mis brazos, y yo con ella. En aquel silencio tenso, oí el burbujeo desde el caldero. —El agua, Ronda —dije sin siquiera alzar la cabeza, apretada contra el hombro de Tea. —Voy a precisar ayuda —terció la loba apresurándose hacia el hogar. —Que te asista mi señora aquí, yo no soy sanadora de lobos. —Hoy nos matan a las dos, muchacha —susurró Tea en mi oído. —Bien, pues —repliqué en el mismo tono. Aflojé mi abrazo sólo lo indispensable para conducirla hacia la puerta posterior. Apenas salimos al callejón, todo pareció dar vueltas a mi alrededor. Apoyé una mano en la pared, cubriéndome los ojos y tratando de respirar hondo. El estómago se me contrajo como si un puño de hierro lo estuviera estrujando. Me doblé sobre mí misma con tanta brusquedad, que fue un milagro qu
Indiferentes a llantos y ruegos, los lobos condujeron a todos los aldeanos directamente desde la plaza al Bosque Rojo, dejando el pueblo desierto, sumido en un silencio irreal, sólo interrumpido por el galope ocasional de un lobo que se alejaba raudo hacia el sur o regresaba hacia el norte. En casa de Tea, la princesa no tardó en regresar con varias sábanas limpias, que corté y puse a hervir con los demás paños. Ronda había hallado un puñado de dagda que alcanzaría para hacer otro emplasto. El príncipe dormitaba, estremeciéndose de dolor, sin emitir la más leve queja. Tea había encontrado en algún rincón una corta varilla hueca de hierro, que también tuvimos que hervir antes que pudiera usarla. Entonces ayudó al lobo a acercar la cara al borde de la mesa, metió la varilla en un cuenco de agua fresca y la llevó a sus labios, para que le permitiera sorber sin cambiar de posición. La princesa se ausentó por diez o quince minutos y regresó con Kellan y Declan, qu
Me llevó una hora encontrar los tres rizos, que de milagro permanecían atados. Una hora que pasé de rodillas en el suelo, rebuscando entre los restos de muebles y frascos. La búsqueda dejó al descubierto manchas de sangre, y noté que había más en la mesa. Con el pueblo vacío, imaginé que el olor pronto atraería alimañas. No sentía el menor deseo de fregar sangre, pero menos quería volver a cruzarme con un león de la montaña o un oso. Tomé las cubetas vacías y salí. El silencio que cayera sobre el pueblo desierto resultaba ominoso. Mientras hacía girar la roldana, tuve un vívido recuerdo de la multitud apiñada allí, rodeada por los lobos a caballo. Sacudí la cabeza, sabiendo que volvería a ver al Alfa matando a golpes al espía con una sonrisa a flor de labios, y luego a punto de estrangular a Tea. Llené la cubeta agitada. Jamás en mi vida había presenciado nada tan violento. De sólo recordarlo se me revolvía el estómago otra vez. El ruido de carretas a
Aine había insistido en que viajara con su yegua Briga, para que no me cayera de la montura una docena de veces antes de llegar al pueblo. Me detuve a arrancar unas manzanas que aún colgaban de los árboles que crecían junto al establo y saludé a la yegua con una. Briga la comió muy contenta. Sólo entonces me detuve a pensar que nunca había ensillado un caballo. Bien, le echaría lo necesario encima y la llevaría así, para que alguien más lo hiciera. Le di manzanas a nuestros otros dos caballos, me aseguré que tuvieran agua y comida, y enfrenté el siguiente problema: cómo hacer que Briga me siguiera sin brida ni riendas. Le mostré otra de las manzanas que me quedaban, y cuando estiró la cabeza para comerla, me alejé varios pasos. —Ven, Briga. Ven y te daré tu manzana. La yegua se me acercó con su paso tranquilo. Volví a alejarme. Volvió a acercarse. ¡Funcionaba! Había logrado llevarla a tres calles de lo de Tea, cargando con su silla y sus arreos, cuand