El príncipe se dobló sobre sí mismo y la princesa saltó de su caballo para correr hacia él, sosteniéndolo para que desmontara. El Alfa y el Gamma ya se adelantaban para cubrir los flancos de sus hermanos. Los guardias montados se separaron en dos grupos para reforzar a los lobos apostados detrás de la multitud, impidiéndole dispersarse. Tea y yo nos aferramos una a la otra, horrorizadas.
—¡No te muevas de aquí! —me ordenó Ronda, precipitándose hacia el pozo.
Entonces dos cuchillos más volaron desde el sector occidental, directamente frente a nosotros, hiriendo el flanco del caballo del Gamma, que se encabritó con un relincho de dolor.
El Alfa desmontó de un salto y desenvainó su espada, de espaldas a sus hermanos, reteniendo a su gran semental negro de tal modo que les cubriera el flanco norte. El Gamma había desmontado también, dejando que su caballo se alejara espantado, y ayudaba a la princesa a sostener a su hermano.
La multitud intentaba desbanda
El Alfa salió atropelladamente de la casa seguido por el Gamma. Los hijos de la princesa cargaron con el cadáver y se lo llevaron. Tea temblaba de pies a cabeza entre mis brazos, y yo con ella. En aquel silencio tenso, oí el burbujeo desde el caldero. —El agua, Ronda —dije sin siquiera alzar la cabeza, apretada contra el hombro de Tea. —Voy a precisar ayuda —terció la loba apresurándose hacia el hogar. —Que te asista mi señora aquí, yo no soy sanadora de lobos. —Hoy nos matan a las dos, muchacha —susurró Tea en mi oído. —Bien, pues —repliqué en el mismo tono. Aflojé mi abrazo sólo lo indispensable para conducirla hacia la puerta posterior. Apenas salimos al callejón, todo pareció dar vueltas a mi alrededor. Apoyé una mano en la pared, cubriéndome los ojos y tratando de respirar hondo. El estómago se me contrajo como si un puño de hierro lo estuviera estrujando. Me doblé sobre mí misma con tanta brusquedad, que fue un milagro qu
Indiferentes a llantos y ruegos, los lobos condujeron a todos los aldeanos directamente desde la plaza al Bosque Rojo, dejando el pueblo desierto, sumido en un silencio irreal, sólo interrumpido por el galope ocasional de un lobo que se alejaba raudo hacia el sur o regresaba hacia el norte. En casa de Tea, la princesa no tardó en regresar con varias sábanas limpias, que corté y puse a hervir con los demás paños. Ronda había hallado un puñado de dagda que alcanzaría para hacer otro emplasto. El príncipe dormitaba, estremeciéndose de dolor, sin emitir la más leve queja. Tea había encontrado en algún rincón una corta varilla hueca de hierro, que también tuvimos que hervir antes que pudiera usarla. Entonces ayudó al lobo a acercar la cara al borde de la mesa, metió la varilla en un cuenco de agua fresca y la llevó a sus labios, para que le permitiera sorber sin cambiar de posición. La princesa se ausentó por diez o quince minutos y regresó con Kellan y Declan, qu
Me llevó una hora encontrar los tres rizos, que de milagro permanecían atados. Una hora que pasé de rodillas en el suelo, rebuscando entre los restos de muebles y frascos. La búsqueda dejó al descubierto manchas de sangre, y noté que había más en la mesa. Con el pueblo vacío, imaginé que el olor pronto atraería alimañas. No sentía el menor deseo de fregar sangre, pero menos quería volver a cruzarme con un león de la montaña o un oso. Tomé las cubetas vacías y salí. El silencio que cayera sobre el pueblo desierto resultaba ominoso. Mientras hacía girar la roldana, tuve un vívido recuerdo de la multitud apiñada allí, rodeada por los lobos a caballo. Sacudí la cabeza, sabiendo que volvería a ver al Alfa matando a golpes al espía con una sonrisa a flor de labios, y luego a punto de estrangular a Tea. Llené la cubeta agitada. Jamás en mi vida había presenciado nada tan violento. De sólo recordarlo se me revolvía el estómago otra vez. El ruido de carretas a
Aine había insistido en que viajara con su yegua Briga, para que no me cayera de la montura una docena de veces antes de llegar al pueblo. Me detuve a arrancar unas manzanas que aún colgaban de los árboles que crecían junto al establo y saludé a la yegua con una. Briga la comió muy contenta. Sólo entonces me detuve a pensar que nunca había ensillado un caballo. Bien, le echaría lo necesario encima y la llevaría así, para que alguien más lo hiciera. Le di manzanas a nuestros otros dos caballos, me aseguré que tuvieran agua y comida, y enfrenté el siguiente problema: cómo hacer que Briga me siguiera sin brida ni riendas. Le mostré otra de las manzanas que me quedaban, y cuando estiró la cabeza para comerla, me alejé varios pasos. —Ven, Briga. Ven y te daré tu manzana. La yegua se me acercó con su paso tranquilo. Volví a alejarme. Volvió a acercarse. ¡Funcionaba! Había logrado llevarla a tres calles de lo de Tea, cargando con su silla y sus arreos, cuand
Se cerraba la noche cuando regresó Tea. La fiebre del príncipe había subido con la caída del sol. Ronda lo refrescaba con paños húmedos mientras intentaba hacerle beber té de laurel, que ese día aprendí que ayuda a bajar la temperatura de los lobos. Tea arrastró los pies tan rápido como podía al ver que le habíamos quitado el emplasto, alarmada y lista para regañarnos, pero la princesa la detuvo con un gesto y la sanadora le explicó lo que yo había hecho y por qué. Entonces descubrió la herida con cuidado, la examinó y asintió. Enfrentó a la princesa con una mueca. —Lo siento. Tendría que haberme dado cuenta —se disculpó en un gruñido. A espaldas de Tea, fijé la vista en la princesa alzando las cejas, lista para intervenir si la loba le hacía algún reproche. En cambio, le presionó un hombro sonriendo. —No importa, Tea, porque le enseñaste bien a Risa. De lo contrario, no se habría dado cuenta. Tea se envaró como si la hubiera abrazado, y antes
La gente del pueblo se apretaba en torno al pozo, rodeados por los lobos a caballo. Lloraban y gritaban pidiendo misericordia. El Alfa galopaba alrededor de la plaza con la espada en alto. De pronto bajó la espada y los lobos desenvainaron las suyas, talonearon sus cabalgaduras, y las hicieron avanzar hacia el gentío, empujándolos desde todos los flancos al mismo tiempo. Eran caballos de batalla, entrenados para ignorar su instinto de no atropellar humanos, de modo que pisoteaban a quienes no se apartaban, y los lobos ultimaban con sus hojas a quienes intentaban escapar de aquel cerco mortífero que seguía cerrándose. Grité y me revolví como si fueran a escucharme, como si fueran a hacerme caso. Pero Tea me tenía estrechamente abrazada fuera del cerco, impidiéndome correr hacia los hijos de la princesa, que ejecutaban las órdenes de su líder sin vacilar. Entonces lo vi venir. Su semental negro galopaba en derechura hacia nosotras. Sus ojos azules fijos en mí, fulguran
Decidí arriesgarme a dejar sueltos los caballos, que parecían a gusto en aquel rincón del pueblo desierto, y me encaminé a la casa del cazador. Allí encontré a Finoa dormitando con la cabeza apoyada en el jergón donde el príncipe dormía. Tea y Marla molían dagda con los morteros en sus regazos, sentadas lado a lado en el banco bajo la ventana del comedor, conversando en susurros como las viejas amigas que eran. La dagda limpió completamente la herida y la sangre del príncipe ese mismo día, y Marla lo suturó al anochecer. A partir de entonces, su recuperación fue rápida. A pesar de todo, pasamos cinco días más en el pueblo abandonado. Días tranquilos al extremo de ser aburridos. Cuando el príncipe estuvo en condiciones de comenzar a comer, Finoa no precisaba alejarse más de dos o tres calles para cazar liebres o un zorro, porque los animales silvestres comenzaban a arriesgarse a explorar el pueblo. Marla y Tea se turnaban para cuidar al príncip
La noticia de que Tea viviría en Iria corrió como fuego entre las mujeres de servicio, primero en el castillo, luego en el pueblo de las madres. Dos días después, Helga nos recibió en la arcada de madera con varias más, y precedieron nuestra carreta hacia una bonita casa de dos plantas en el sector occidental, con un jardín posterior que tenía espacio de sobra para la huerta que planeábamos. —La señora Mora nos encargó que la preparáramos para ti —le dijo Helga a Tea, mientras dos mujeres más jóvenes la ayudaban a bajar de la carreta. —Dios nos proteja —gruñó Tea, haciéndolas reír. Helga la acompañó hasta el umbral, abrió la puerta de par en par y la invitó a entrar primero. El fresco aire que brotó del interior olía a lavanda y a limón. Entré con las demás y la hallamos en medio del comedor, separado de la cocina como en la casa del cazador. La habitación era luminosa y aireada, con ventanas en tres de las cuatro paredes por las que se veían el Valle, el jar