Aine había insistido en que viajara con su yegua Briga, para que no me cayera de la montura una docena de veces antes de llegar al pueblo. Me detuve a arrancar unas manzanas que aún colgaban de los árboles que crecían junto al establo y saludé a la yegua con una. Briga la comió muy contenta. Sólo entonces me detuve a pensar que nunca había ensillado un caballo. Bien, le echaría lo necesario encima y la llevaría así, para que alguien más lo hiciera.
Le di manzanas a nuestros otros dos caballos, me aseguré que tuvieran agua y comida, y enfrenté el siguiente problema: cómo hacer que Briga me siguiera sin brida ni riendas. Le mostré otra de las manzanas que me quedaban, y cuando estiró la cabeza para comerla, me alejé varios pasos.
—Ven, Briga. Ven y te daré tu manzana.
La yegua se me acercó con su paso tranquilo. Volví a alejarme. Volvió a acercarse. ¡Funcionaba!
Había logrado llevarla a tres calles de lo de Tea, cargando con su silla y sus arreos, cuand
Se cerraba la noche cuando regresó Tea. La fiebre del príncipe había subido con la caída del sol. Ronda lo refrescaba con paños húmedos mientras intentaba hacerle beber té de laurel, que ese día aprendí que ayuda a bajar la temperatura de los lobos. Tea arrastró los pies tan rápido como podía al ver que le habíamos quitado el emplasto, alarmada y lista para regañarnos, pero la princesa la detuvo con un gesto y la sanadora le explicó lo que yo había hecho y por qué. Entonces descubrió la herida con cuidado, la examinó y asintió. Enfrentó a la princesa con una mueca. —Lo siento. Tendría que haberme dado cuenta —se disculpó en un gruñido. A espaldas de Tea, fijé la vista en la princesa alzando las cejas, lista para intervenir si la loba le hacía algún reproche. En cambio, le presionó un hombro sonriendo. —No importa, Tea, porque le enseñaste bien a Risa. De lo contrario, no se habría dado cuenta. Tea se envaró como si la hubiera abrazado, y antes
La gente del pueblo se apretaba en torno al pozo, rodeados por los lobos a caballo. Lloraban y gritaban pidiendo misericordia. El Alfa galopaba alrededor de la plaza con la espada en alto. De pronto bajó la espada y los lobos desenvainaron las suyas, talonearon sus cabalgaduras, y las hicieron avanzar hacia el gentío, empujándolos desde todos los flancos al mismo tiempo. Eran caballos de batalla, entrenados para ignorar su instinto de no atropellar humanos, de modo que pisoteaban a quienes no se apartaban, y los lobos ultimaban con sus hojas a quienes intentaban escapar de aquel cerco mortífero que seguía cerrándose. Grité y me revolví como si fueran a escucharme, como si fueran a hacerme caso. Pero Tea me tenía estrechamente abrazada fuera del cerco, impidiéndome correr hacia los hijos de la princesa, que ejecutaban las órdenes de su líder sin vacilar. Entonces lo vi venir. Su semental negro galopaba en derechura hacia nosotras. Sus ojos azules fijos en mí, fulguran
Decidí arriesgarme a dejar sueltos los caballos, que parecían a gusto en aquel rincón del pueblo desierto, y me encaminé a la casa del cazador. Allí encontré a Finoa dormitando con la cabeza apoyada en el jergón donde el príncipe dormía. Tea y Marla molían dagda con los morteros en sus regazos, sentadas lado a lado en el banco bajo la ventana del comedor, conversando en susurros como las viejas amigas que eran. La dagda limpió completamente la herida y la sangre del príncipe ese mismo día, y Marla lo suturó al anochecer. A partir de entonces, su recuperación fue rápida. A pesar de todo, pasamos cinco días más en el pueblo abandonado. Días tranquilos al extremo de ser aburridos. Cuando el príncipe estuvo en condiciones de comenzar a comer, Finoa no precisaba alejarse más de dos o tres calles para cazar liebres o un zorro, porque los animales silvestres comenzaban a arriesgarse a explorar el pueblo. Marla y Tea se turnaban para cuidar al príncip
La noticia de que Tea viviría en Iria corrió como fuego entre las mujeres de servicio, primero en el castillo, luego en el pueblo de las madres. Dos días después, Helga nos recibió en la arcada de madera con varias más, y precedieron nuestra carreta hacia una bonita casa de dos plantas en el sector occidental, con un jardín posterior que tenía espacio de sobra para la huerta que planeábamos. —La señora Mora nos encargó que la preparáramos para ti —le dijo Helga a Tea, mientras dos mujeres más jóvenes la ayudaban a bajar de la carreta. —Dios nos proteja —gruñó Tea, haciéndolas reír. Helga la acompañó hasta el umbral, abrió la puerta de par en par y la invitó a entrar primero. El fresco aire que brotó del interior olía a lavanda y a limón. Entré con las demás y la hallamos en medio del comedor, separado de la cocina como en la casa del cazador. La habitación era luminosa y aireada, con ventanas en tres de las cuatro paredes por las que se veían el Valle, el jar
Las lágrimas de rabia, de impotencia, de espanto, desbordaron mis ojos antes que terminara de hablar. Los cerré con los dientes apretados, obligándome a seguir respirando hondo, al menos hasta que superara el ardor en el estómago y los escalofríos que me estremecían de pies a cabeza. Oí que la reina se revolvía en su silla. Lo último que esperaba era que me tomara una mano entre las suyas y me acariciara la mejilla con ternura. —Tienes razón —susurró conmovida—. Ya lo creo que tienes razón. ¿Qué necesitas, pequeña? ¿Cómo puedo ayudarte? Intenté enjugar mis lágrimas encogiéndome de hombros. —No lo sé, Majestad. A menos que tengas una fórmula mágica para borrar los recuerdos, imagino que sólo puedo dejar que pase el tiempo, y rezar para que mitigue el miedo y la repulsión que me acosan desde esa mañana. Se echó un poco hacia atrás en su asiento, el ceño fruncido. —¿Miedo? ¿Repulsión? —repitió en un hilo de voz. —Lo lamento tanto,
—¿Puedo ofrecerte un té, para que no te duermas mientras me escuchas? Acepté riendo por lo bajo. Las damas aparecieron como si hubieran estado esperando ocultas tras los cortinados, nos sirvieron té con pastel de manzana y volvieron a dejarnos solas. El atlas que trajo una de ellas era mucho más voluminoso que el que me regalara Brenan, y los mapas ocupaban dos páginas, aún más artísticos y detallados. Me mostró uno en el que el Valle no era más que un punto que buscó con la yema de su dedo, y desde allí movió su mano hacia el norte y hacia el este hasta la esquina de la página vecina, más allá de cadenas montañosas y anchos ríos. —Ésta es Saja, nuestra tierra de origen, en los bosques y montañas junto al gran río Elyu-Ene —dijo con acento grave—. Tan al norte que el sol no se pone en verano y apenas asoma en invierno. Tan al este que el día se hace allí muchas horas antes que aquí. Giró el atlas hacia mí y me incliné para admirarlo mien
Me demoré en las estancias de la reina hasta el ocaso, y esas horas con ella parecieron aflojar el pesado yugo del trauma del que aún no lograba librarme por completo. Después de prometer que respondería todas mis preguntas sobre los vampiros cuando los lobos partieran para la ofensiva, se entretuvo hablándome del cuervo. Me explicó cómo cuidarlo y cómo consentirlo para fortalecer su vínculo conmigo. También me explicó con sonrisa cómplice cómo hacer para enviarle unas pocas palabras escritas al lobo en el norte. —Y con respecto a tus sueños, hay algo que puedes hacer —dijo cuando nos despedíamos—. No los combatas, no los sufras. Pregúntate más bien qué es lo que intentan decirte. Tal vez es la única manera que tiene tu mente de mostrarte algo que sabes, pero que en la vigilia te niegas a enfrentar. —Sí, Majestad —murmuré. Apoyó su mano en mi mejilla y me obsequió una última sonrisa. No me costó devolvérsela. —Que Dios te bendiga, querida Risa
La emoción me había quitado el apetito, y me aseé con agua apenas tibia en mi impaciencia. Ignoraba a qué hora vendría, pero no me importaba esperarlo toda la noche. Vestí el enagua que él me regalara y se me ocurrió colgar la ancha cinta bordada que Aine me diera del pestillo del panel, del lado de la escalera. Regresaba hacia las sillas frente al hogar, la cinta negra para cubrirme los ojos lista en mis manos, cuando escuché sus pasos apresurados bajar la escalera. Terminé de atar la cinta al mismo tiempo que el panel se abría. Me volví hacia él sonriendo, estremecida de felicidad. Un instante después estaba en sus brazos y nos besábamos con ímpetu compartido. Sólo en ese momento cobré cabal conciencia de cuánto me había pesado su ausencia. Me estrechó agitado, apretando mi cabeza contra su pecho, y permaneció inmóvil y silencioso por un largo momento. —Oh, amor mío… —murmuró luego, y su acento tembloroso me sorprendió—. Oh, mi pequeña. ¡Te he echad