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Se cerraba la noche cuando regresó Tea. La fiebre del príncipe había subido con la caída del sol. Ronda lo refrescaba con paños húmedos mientras intentaba hacerle beber té de laurel, que ese día aprendí que ayuda a bajar la temperatura de los lobos.

Tea arrastró los pies tan rápido como podía al ver que le habíamos quitado el emplasto, alarmada y lista para regañarnos, pero la princesa la detuvo con un gesto y la sanadora le explicó lo que yo había hecho y por qué. Entonces descubrió la herida con cuidado, la examinó y asintió. Enfrentó a la princesa con una mueca.

—Lo siento. Tendría que haberme dado cuenta —se disculpó en un gruñido.

A espaldas de Tea, fijé la vista en la princesa alzando las cejas, lista para intervenir si la loba le hacía algún reproche. En cambio, le presionó un hombro sonriendo.

—No importa, Tea, porque le enseñaste bien a Risa. De lo contrario, no se habría dado cuenta.

Tea se envaró como si la hubiera abrazado, y antes

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