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Me llevó una hora encontrar los tres rizos, que de milagro permanecían atados. Una hora que pasé de rodillas en el suelo, rebuscando entre los restos de muebles y frascos.

La búsqueda dejó al descubierto manchas de sangre, y noté que había más en la mesa. Con el pueblo vacío, imaginé que el olor pronto atraería alimañas. No sentía el menor deseo de fregar sangre, pero menos quería volver a cruzarme con un león de la montaña o un oso.

Tomé las cubetas vacías y salí. El silencio que cayera sobre el pueblo desierto resultaba ominoso. Mientras hacía girar la roldana, tuve un vívido recuerdo de la multitud apiñada allí, rodeada por los lobos a caballo. Sacudí la cabeza, sabiendo que volvería a ver al Alfa matando a golpes al espía con una sonrisa a flor de labios, y luego a punto de estrangular a Tea.

Llené la cubeta agitada. Jamás en mi vida había presenciado nada tan violento. De sólo recordarlo se me revolvía el estómago otra vez.

El ruido de carretas a

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