Indiferentes a llantos y ruegos, los lobos condujeron a todos los aldeanos directamente desde la plaza al Bosque Rojo, dejando el pueblo desierto, sumido en un silencio irreal, sólo interrumpido por el galope ocasional de un lobo que se alejaba raudo hacia el sur o regresaba hacia el norte.
En casa de Tea, la princesa no tardó en regresar con varias sábanas limpias, que corté y puse a hervir con los demás paños. Ronda había hallado un puñado de dagda que alcanzaría para hacer otro emplasto. El príncipe dormitaba, estremeciéndose de dolor, sin emitir la más leve queja.
Tea había encontrado en algún rincón una corta varilla hueca de hierro, que también tuvimos que hervir antes que pudiera usarla. Entonces ayudó al lobo a acercar la cara al borde de la mesa, metió la varilla en un cuenco de agua fresca y la llevó a sus labios, para que le permitiera sorber sin cambiar de posición.
La princesa se ausentó por diez o quince minutos y regresó con Kellan y Declan, qu
Me llevó una hora encontrar los tres rizos, que de milagro permanecían atados. Una hora que pasé de rodillas en el suelo, rebuscando entre los restos de muebles y frascos. La búsqueda dejó al descubierto manchas de sangre, y noté que había más en la mesa. Con el pueblo vacío, imaginé que el olor pronto atraería alimañas. No sentía el menor deseo de fregar sangre, pero menos quería volver a cruzarme con un león de la montaña o un oso. Tomé las cubetas vacías y salí. El silencio que cayera sobre el pueblo desierto resultaba ominoso. Mientras hacía girar la roldana, tuve un vívido recuerdo de la multitud apiñada allí, rodeada por los lobos a caballo. Sacudí la cabeza, sabiendo que volvería a ver al Alfa matando a golpes al espía con una sonrisa a flor de labios, y luego a punto de estrangular a Tea. Llené la cubeta agitada. Jamás en mi vida había presenciado nada tan violento. De sólo recordarlo se me revolvía el estómago otra vez. El ruido de carretas a
Aine había insistido en que viajara con su yegua Briga, para que no me cayera de la montura una docena de veces antes de llegar al pueblo. Me detuve a arrancar unas manzanas que aún colgaban de los árboles que crecían junto al establo y saludé a la yegua con una. Briga la comió muy contenta. Sólo entonces me detuve a pensar que nunca había ensillado un caballo. Bien, le echaría lo necesario encima y la llevaría así, para que alguien más lo hiciera. Le di manzanas a nuestros otros dos caballos, me aseguré que tuvieran agua y comida, y enfrenté el siguiente problema: cómo hacer que Briga me siguiera sin brida ni riendas. Le mostré otra de las manzanas que me quedaban, y cuando estiró la cabeza para comerla, me alejé varios pasos. —Ven, Briga. Ven y te daré tu manzana. La yegua se me acercó con su paso tranquilo. Volví a alejarme. Volvió a acercarse. ¡Funcionaba! Había logrado llevarla a tres calles de lo de Tea, cargando con su silla y sus arreos, cuand
Se cerraba la noche cuando regresó Tea. La fiebre del príncipe había subido con la caída del sol. Ronda lo refrescaba con paños húmedos mientras intentaba hacerle beber té de laurel, que ese día aprendí que ayuda a bajar la temperatura de los lobos. Tea arrastró los pies tan rápido como podía al ver que le habíamos quitado el emplasto, alarmada y lista para regañarnos, pero la princesa la detuvo con un gesto y la sanadora le explicó lo que yo había hecho y por qué. Entonces descubrió la herida con cuidado, la examinó y asintió. Enfrentó a la princesa con una mueca. —Lo siento. Tendría que haberme dado cuenta —se disculpó en un gruñido. A espaldas de Tea, fijé la vista en la princesa alzando las cejas, lista para intervenir si la loba le hacía algún reproche. En cambio, le presionó un hombro sonriendo. —No importa, Tea, porque le enseñaste bien a Risa. De lo contrario, no se habría dado cuenta. Tea se envaró como si la hubiera abrazado, y antes
La gente del pueblo se apretaba en torno al pozo, rodeados por los lobos a caballo. Lloraban y gritaban pidiendo misericordia. El Alfa galopaba alrededor de la plaza con la espada en alto. De pronto bajó la espada y los lobos desenvainaron las suyas, talonearon sus cabalgaduras, y las hicieron avanzar hacia el gentío, empujándolos desde todos los flancos al mismo tiempo. Eran caballos de batalla, entrenados para ignorar su instinto de no atropellar humanos, de modo que pisoteaban a quienes no se apartaban, y los lobos ultimaban con sus hojas a quienes intentaban escapar de aquel cerco mortífero que seguía cerrándose. Grité y me revolví como si fueran a escucharme, como si fueran a hacerme caso. Pero Tea me tenía estrechamente abrazada fuera del cerco, impidiéndome correr hacia los hijos de la princesa, que ejecutaban las órdenes de su líder sin vacilar. Entonces lo vi venir. Su semental negro galopaba en derechura hacia nosotras. Sus ojos azules fijos en mí, fulguran
Decidí arriesgarme a dejar sueltos los caballos, que parecían a gusto en aquel rincón del pueblo desierto, y me encaminé a la casa del cazador. Allí encontré a Finoa dormitando con la cabeza apoyada en el jergón donde el príncipe dormía. Tea y Marla molían dagda con los morteros en sus regazos, sentadas lado a lado en el banco bajo la ventana del comedor, conversando en susurros como las viejas amigas que eran. La dagda limpió completamente la herida y la sangre del príncipe ese mismo día, y Marla lo suturó al anochecer. A partir de entonces, su recuperación fue rápida. A pesar de todo, pasamos cinco días más en el pueblo abandonado. Días tranquilos al extremo de ser aburridos. Cuando el príncipe estuvo en condiciones de comenzar a comer, Finoa no precisaba alejarse más de dos o tres calles para cazar liebres o un zorro, porque los animales silvestres comenzaban a arriesgarse a explorar el pueblo. Marla y Tea se turnaban para cuidar al príncip
La noticia de que Tea viviría en Iria corrió como fuego entre las mujeres de servicio, primero en el castillo, luego en el pueblo de las madres. Dos días después, Helga nos recibió en la arcada de madera con varias más, y precedieron nuestra carreta hacia una bonita casa de dos plantas en el sector occidental, con un jardín posterior que tenía espacio de sobra para la huerta que planeábamos. —La señora Mora nos encargó que la preparáramos para ti —le dijo Helga a Tea, mientras dos mujeres más jóvenes la ayudaban a bajar de la carreta. —Dios nos proteja —gruñó Tea, haciéndolas reír. Helga la acompañó hasta el umbral, abrió la puerta de par en par y la invitó a entrar primero. El fresco aire que brotó del interior olía a lavanda y a limón. Entré con las demás y la hallamos en medio del comedor, separado de la cocina como en la casa del cazador. La habitación era luminosa y aireada, con ventanas en tres de las cuatro paredes por las que se veían el Valle, el jar
Las lágrimas de rabia, de impotencia, de espanto, desbordaron mis ojos antes que terminara de hablar. Los cerré con los dientes apretados, obligándome a seguir respirando hondo, al menos hasta que superara el ardor en el estómago y los escalofríos que me estremecían de pies a cabeza. Oí que la reina se revolvía en su silla. Lo último que esperaba era que me tomara una mano entre las suyas y me acariciara la mejilla con ternura. —Tienes razón —susurró conmovida—. Ya lo creo que tienes razón. ¿Qué necesitas, pequeña? ¿Cómo puedo ayudarte? Intenté enjugar mis lágrimas encogiéndome de hombros. —No lo sé, Majestad. A menos que tengas una fórmula mágica para borrar los recuerdos, imagino que sólo puedo dejar que pase el tiempo, y rezar para que mitigue el miedo y la repulsión que me acosan desde esa mañana. Se echó un poco hacia atrás en su asiento, el ceño fruncido. —¿Miedo? ¿Repulsión? —repitió en un hilo de voz. —Lo lamento tanto,
—¿Puedo ofrecerte un té, para que no te duermas mientras me escuchas? Acepté riendo por lo bajo. Las damas aparecieron como si hubieran estado esperando ocultas tras los cortinados, nos sirvieron té con pastel de manzana y volvieron a dejarnos solas. El atlas que trajo una de ellas era mucho más voluminoso que el que me regalara Brenan, y los mapas ocupaban dos páginas, aún más artísticos y detallados. Me mostró uno en el que el Valle no era más que un punto que buscó con la yema de su dedo, y desde allí movió su mano hacia el norte y hacia el este hasta la esquina de la página vecina, más allá de cadenas montañosas y anchos ríos. —Ésta es Saja, nuestra tierra de origen, en los bosques y montañas junto al gran río Elyu-Ene —dijo con acento grave—. Tan al norte que el sol no se pone en verano y apenas asoma en invierno. Tan al este que el día se hace allí muchas horas antes que aquí. Giró el atlas hacia mí y me incliné para admirarlo mien