Epílogo

—No puedo dejarte sola ni un maldito minuto. —Ciro golpeó su frente, frustrado.

—Fue un accidente —dije encogiéndome de hombros.

—¿Desde cuándo al suicidio le cambiaron el nombre? —se cruzó de brazos.

—Me sentía muy sola —confesé cabizbaja—. Además, ya no hay vuelta atrás.

Miré las enormes puertas que se alzaban frente a mí. Eran de un material parecido al mármol, pero estaba segura de que no había nada igual. En medio de una gran oscuridad, solo ellas se alzaban, impenetrables e imponentes. En el enorme umbral distinguí una gran escritura.

—*Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate* —repetí leyendo.

—Abandonad toda esperanza, quienes aquí entráis —repitió mi hermano tras de mí y desapareció—. Sigues tú sola de ahora en adelante.

Como si me recibieran, aquellas puertas enormes se abrieron dando paso a una cegadora luz seguida de un calor casi asfixiante. Cerré los ojos, deslumbrada, y entonces escuché una voz. Era como un canto masculino, realmente hermoso y reconfortante.
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