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Los hijos mayores de Artos bastaban y sobraban para traer a la pandilla de nobles a nuestra presencia. Golpeados y sucios tras la batalla, maniatados, no se hicieron rogar cuando les ordenaron que se arrodillaran ante nosotros, agachando la cabeza temblorosos.

Cambiar ante humanos no era algo que nos gustara, pero Eamon tenía razón con que nos convenía impresionarlos. De modo que eso hicimos. Nos contemplaron con ojos desorbitados mientras nos envolvíamos en batas de piel, volviendo a bajar la cabeza cuando nos acercamos a ellos, tolerando el vaho acre de su pavor.

—Mírenme —ordenó Eamon con voz glacial, y aguardó a que obedecieran para acuclillarse ante ellos, mientras Artos y yo permanecíamos de pie tras él—. Mírennos bien. Nos vemos iguales a ustedes, ¿no?

Los humanos asintieron.

—¡Piedad, mi señor lobo! —suplicó uno, y los dem

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