3.

—Sé que tengo derecho a una llamada, y aún no la he hecho.

El hombre, regañadientes, me llevó a un enorme pasillo donde había un teléfono.

—Tienes un minuto —dijo con rabia y me dejó a solas.

Entonces marqué el número de Nicolás, que sabía de memoria. Después de un par de tonos, su firme voz me contestó al otro lado.

—¿Quién es?

—Soy yo, Evangeline. Necesito hablar contigo. Tu madre vino a visitarme. No puedo creer que quieres que haga esto.

—No es lo que yo quiera —dijo él con rabia—. Es lo que se tiene que hacer. Tienes que pagar por ese delito. Por favor, Evangeline, ya no me llames más.

Antes de que yo pudiera decir algo más, cortó la llamada.

Luché contra los calambres en el corazón y el malestar en el estómago.

Incapaz de admitir la derrota, marqué otro número inmediatamente después.

—¿Cómo osas llamar después de todo lo que has hecho? —me dijo mi madre en cuanto contestó—. ¿Cómo te atreves a pedir ayuda aquí?

—Mamá, yo soy inocente de todo lo que me acusan. Estoy embarazada. Mi suegra y esposo quieren que aborte, pero no puedo. Por favor, quiero que me ayudes.

Cuando noté su risa fría, supe en ese momento que estaba sola para siempre, que nadie me ayudaría.

—Es lo mejor. Ya hablé con tu suegra y también estoy de acuerdo. Esa criatura no puede nacer. Lo siento, Evangeline, es lo mejor.

Además, no vuelvas a llamarme, ¡no quiero que mi hijo tenga una hermana delincuente como tú!

Dicho eso, colgó la llamada. 

El policía prácticamente me arrastró a la celda, y lloré amargamente por varias horas. 

Vulnerable y sola, sin ayuda, ¿cómo podría salir de aquella situación? Era imposible.

Entonces, en la madrugada, cuando la cárcel estaba en silencio por la tormenta intensa que llegaba, tres hombres entraron a mi celda y me tomaron a la fuerza. 

—¡Suéltame! ¿Qué hacen? ¡Fui acusada injustamente!

Grité, aunque sabía que nadie me ayudaría. 

Las demás prisioneras levantaban la cabeza de sus camas cuando me veían cruzar, arrastrada por los hombres, pero ninguna hizo nada, ninguna dijo nada.

Me arrastraron hacia el hospital que tenía la cárcel. 

El collar que me habían colgado, metálico y frío, con mi nombre y mi identificación, se tensó en mi cuello cuando uno de los policías me lanzó sobre la camilla. 

Entre todos, me amordazaron.

Abrieron mis piernas sobre aquel catre de metal, y sentí un horror punzante en el vientre cuando escuché el sonido frío de los instrumentos quirúrgicos con los que me arrebatarían a mi hijo.

La electricidad de la cárcel se cortó por la fuerte tormenta que golpeaba la ciudad, pero el doctor no dejaría escapar esa oportunidad. 

Encendió un par de velas que dejó a los costados de la camilla, como si fuese un velorio para un cadáver.

Sentí el dolor del pinchazo de la aguja en mi brazo y, entonces, todo mi cuerpo se relajó por completo. 

La anestesia comenzó a invadirme, y uno de los policías todavía no había atado uno de mis pies. 

La enfermera, que tenía uniforme de prisionera, iluminó la intimidad de mi entrepierna con una linterna, y sentí el frío metal de aquel artefacto posicionándose en mi entrada.

Cerré los ojos, esperando el terrible dolor, y me sentí una estúpida, una ingenua. 

¿Cómo podía seguir amando a Nicolás después de que me estaba haciendo esto? 

Si pudiera regresar el tiempo, si pudiera hacerlo todo de nuevo, nunca sería capaz de enamorarme de ese hombre nuevamente.

Con ese impulso de rabia que me llenó el cuerpo, aproveché que el policía aún no había atado uno de mis pies y lo golpeé en la cara. El hombre dio un paso atrás, tropezando con la camilla que sostenía las velas. Entonces, estas cayeron al suelo, sobre la cortina junto a la ventana, que se incendió de inmediato, como si estuviese llena de gasolina.

Todo se volvió un caos de fuego.

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