Despojada de todo. Regresé con mis trillizos de la muerte.
Despojada de todo. Regresé con mis trillizos de la muerte.
Por: DiegoAlmary
1.

—¡Mira a esta desvergonzada! ¡Engañó a Nicolás con su cuñado!

Esta frase fue como una bomba y todos en el funeral se quedaron atónitos, observando a la delgada mujer vestida de negro arrodillada frente al ataúd.

Sentí un grupo de miradas acaloradas detrás de mí, mi corazón tembló, y los tulipanes que tenía en la mano se doblaron de repente sobre la tierra delante de mí.

Esa era la flor favorita de la abuela de mi esposo, antes de morir. acomodé cuidadosamente la flor y una lágrima cayó sobre el pétalo.

Sabía que a partir de ese día había perdido el único refugio que tenía en esta familia.

Respiré hondo, contuve mi pena interior y lentamente me levanté, me di la vuelta y alcé la cabeza para encontrarme con los ojos oscuros de mi marido.

Sólo quería explicarle, pero vi que directamente me ignoraba y caminaba hacia la fuente del rumor.

Su hermana menor.

—¿De qué diablos estás hablando, Michelle? —le preguntó Nicolás, apretando sus fuertes puños.

—Así como me oyes, hermano. La fácil de tu esposa se acostó con tu hermano, y no solo eso: aprovechó el trabajo que tenía en la empresa para desfalcarnos.

Durante una fracción de segundo, todas las miradas se posaron en mi cuñado, y yo lo miré desesperada, suplicante de que dijera la verdad, de que afirmara que aquellas acusaciones eran falsas. Pero pude ver una sonrisa en su perfilado rostro.

Cómo olvidarlo, ese supuesto cuñado ya me había estado acosando antes, y si la abuela no se hubiera enterado y me hubiera puesto con ella como ayudante, me temo que...

¿Cómo podría ayudarme ahora?

—Así es, hermanito —dijo — es una zorra fácil — Sentí que mi mundo daba vueltas — Me acerqué a ella porque sospechaba sobre los desfalcos. Lamento haberme acostado con tu esposa —añadió —pero es que fue tan fácil hacerlo que no pude decirle que no. Gracias a ello, pude descubrir los desfalcos que ella le ha hecho a la empresa. Michelle y yo estamos seguros de que fue ella quien envenenó el té de la abuela y, por eso, murió.

Intenté desesperadamente abrir la boca para negar las acusaciones, pero sentí un terrible nudo en la garganta que me oprimía la voz.

Llevaba dos días y dos noches sin dormir por la repentina muerte de mi abuela, por que aunque no llevara mi sangre, era mi abuela.

Sentía un fuerte dolor de cabeza, pero las repentinas acusaciones me mantenían increíblemente despierta.

Nicolás apartó con un poco de violencia a su hermana y caminó hacia mí con pasos decididos. Me tomó con fuerza por la muñeca y me sacudió.

—Dime que eso es mentira.

Sacudí desesperadamente la cabeza en señal de negación, pero de mi boca no podía salir ni un sonido.

Abuela era mi persona favorita, ¿cómo iba a hacerle daño?

Las lágrimas quemándome las mejillas y la llovizna incesante que caía del cielo nos empapaba. 

El frío se colaba en mis huesos. 

En ese momento, mi suegra salió de entre la multitud y nos apartó con violencia. 

Perdí el equilibrio y caí al suelo, manchándome con el barro de la tierra. Mientras utilizaban las palas para cubrir el ataúd de la matriarca de la familia, desde el suelo observé a Nicolás.

—Tienes que confiar en mí —apenas conseguí sacar una débil voz para suplicar.

Pero él apretó con fuerza la mandíbula.

—Prefiero confiar en mis hermanos. 

— ¡Llamen a la policía! —gritó mi suegra—. ¡Llámenla ahora! ¡Hay que meter a esta asesina a la cárcel!

Yo sabía que aquello era una emboscada deliberada. 

Siempre habían querido deshacerse de mí, pero doña Amara lo había impedido. 

Ella siempre me había protegido, pero ahora ya no estaba para hacerlo. 

—Nicolás —le supliqué.

Cuando escuché las sirenas de la policía, traté de ponerme de pie, pero el suelo estaba resbaloso. Lo miré desde abajo, humillada.

—No lo he hecho. Tú me conoces. Sabes que yo no haría algo como eso.

Pero, con su característico ceño apretado y sus ojos inexpresivos, negó.

—Yo no te conozco —dijo, dándome la espalda y caminando por el cementerio.

Los policías llegaron y me sujetaron con fuerza, levantándome del suelo. 

Todos murmuraban. 

Los periodistas que cubrían la muerte de una de las empresarias más importantes del país ahora enfocaban sus cámaras hacia mí. 

Los flashes me cegaron. Todos me veían. Todos me juzgaban. 

Todos le creyeron a Michelle y a mi cuñado, quienes sonrieron con suficiencia. 

Habían logrado su cometido. Pero yo no podía darme por vencida. 

Los policías me metieron con fuerza dentro de la camioneta, y justo antes de que cerraran la puerta, le grité a Nicolás:

—¡Nicolás, escúchame! ¡No puedes dejar que me metan presa, porque estoy embarazada!

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