17.

Michelle había insistido con su maldito matrimonio, cosa que a mí, sinceramente, se me antojó ridículo. Nuestra boda no había sido más que un engaño legal para que yo siguiera administrando la floristería.

Pero, en cuanto se vio brutalmente rechazada por mí, cuando vio que ni siquiera quería compartir la misma habitación con ella, corrió a los brazos de mi madre. Era algo que siempre me había sorprendido, la relación tan intensa que tenían las dos mujeres, a pesar de que no había la misma sangre en sus venas.

Y esa mañana, a más de ocho meses de haber contraído matrimonio, no nos habíamos dado más que el beso que nos dimos en el altar.

Michelle me hizo ese reclamo. Me dijo que se había convertido en mi esposa por la herencia de la compañía, pero también porque me amaba, porque pensó que tal vez tendría alguna oportunidad conmigo. Y lo que dije... lo dije sin pensar. Estaba estresado y cansado por un largo día de trabajo, y lo dije sin mirar atrás:

—Si no tuvo esperanzas, Evangeline,
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