18.

Alguien me detuvo. Pude escuchar mi nombre al otro lado de la habitación y, cuando volteé la mirada, la encontré. Era una monja alta, de gesto firme, con los ojos claros y lavados.

—Señor Montalvo —repitió—. Yo soy la hermana Sol. Soy la segunda al mando de este lugar, después del joven Luis.

Entonces solté la perilla del armario que ya tenía en la mano, a punto de abrir, y me volví hacia ella. Desde afuera, algo me tiraba hacia ese armario, como un sexto sentido, como un hilo en mi pecho que me instaba a abrirlo.

—Algo se mueve ahí dentro —le dije a la monja.

Pero ella suspiró profundo.

—Seguramente es el gato. Es un gato naranja.

Algo dentro de mí me decía que no decía la verdad. Su gesto era demasiado serio.

—Entiendo, entiendo. Está bien. Solo estaba buscando algunos de los salones de clases para ver a los niños. ¿Usted podría llevarme?

Entonces la mujer sonrió con tristeza.

—Lo siento mucho, señor Nicolás, pero usted no es bienvenido en este orfanato.

Volteé a mirarla,
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