Capítulo2
Carlos levantó la mirada al escucharme entrar y sus ojos se posaron inmediatamente en mi rostro. Sin necesidad de mirarme demasiado, sabía cómo me sentía.

—¿Te sientes mal? —preguntó curioso, frunciendo el ceño ligeramente.

En silencio, me acerqué a su escritorio. Tragando la amargura que sentía, y, con severidad, le dije:

—Si no quieres casarte conmigo, puedo decírselo a Alicia, tu madre.

El ceño de Carlos se arrugó aún más, comprendiendo de inmediato que había escuchado su conversación con Miguel.

—Nunca pensé que en realidad me convertiría en algo tan prescindible para ti, Carlos... —añadí con un fuerte nudo en la garganta.

—Para todos, ya somos prácticamente marido y mujer —me interrumpió Carlos.

¿Y eso qué? ¿Se casaría conmigo solo por las apariencias? Lo que yo realmente deseaba, era que me pidiera matrimonio por amor, porque quisiera pasar su vida conmigo.

Con un ligero chirrido, Carlos cerró su bolígrafo y miró los papeles del Registro Civil en mis manos.

—El próximo miércoles iremos a registrarnos.

Esas palabras eran las que siempre había querido escuchar, pero en ese momento me dolieron profundamente, por lo que bajé la cabeza y la sacudí con suavidad.

—Carlos, no tienes que esforzarte. No necesito tu lástima.

—¡Sara Moreno! —exclamó.

Me estremecí y levanté la vista para encontrarme con sus impacientes ojos, y, de inmediato, extendió su mano hacia mí.

Apreté los papeles con más fuerza y él tensó la mandíbula con rabia.

—Dámelos —exigió.

Pero no me moví en lo absoluto y el ambiente se tornó tenso.

Segundos después, se levantó y se paró frente a mí. Su imponente figura me hizo sentir pequeña.

—Lo que le dije a Miguel era solo una broma. ¿En serio te lo creíste? —repuso y suspiró con cierta resignación.

¿De verdad era solo una broma?

—Ya sabes cómo somos los hombres, nos gusta presumir —dijo mientras tomaba mi brazo y luego deslizaba su mano hasta tomar la mía con delicadeza, quitándome los papeles.

—No te tomes todo tan en serio —añadió mientras guardaba los documentos en un cajón con rapidez y agarraba su chaqueta, añadiendo—: Tengo que salir un momento.

Últimamente, salía demasiado, y siempre se demoraba.

—Carlos —lo llamé—, ¿me quieres?

Carlos se detuvo a mi lado y me miró fijamente con sus oscuros y profundos ojos. Después de un momento, sonrió, mostrando ese hermoso hoyuelo en su mejilla izquierda que tanto me gustaba.

La sonrisa de Carlos siempre me había parecido cálida y hermosa. Recuerdo cuando llegué por primera vez a casa de los Jiménez, él se había acercado a mí sonriendo y me había llamado «niña» con dulzura.

Quizás había sido esa sonrisa la que me había cautivado por completo y me había hecho caer irremediablemente rendida ante él.

Y aún amaba su dulce sonrisa.

Sentí el peso de su mano en mi cabeza, revolviéndome el pelo.

—Claro que te quiero. Si no, entonces ¿por qué crees, que cruzaría media ciudad para comprarte tus postres franceses favoritos? ¿Por qué te regalaría rosas en cada cumpleaños y vería las estrellas fugaces contigo? Y más aún... ¿por qué me casaría contigo?

Cada vez que dudaba, bastaba con que Carlos me sonriera de esa manera y me dijera unas cuantas palabras dulces para que yo me rindiera por completo.

Era como una cometa, y él sostenía firmemente el hilo que me controlaba. Según su humor, realmente manejaba mis emociones a su antojo. Pero, esta vez, lo que había escuchado me había afectado demasiado y no me dejé convencer con tanta facilidad.

—¿Me quieres como un hombre quiere a una mujer? —pregunté, mirándolo a los ojos.

Al decir esto, sentí de inmediato cómo su mano se detuvo en mi cabeza y su sonrisa se desvaneció. A continuación, su mano bajó hasta mi mejilla y la acarició con suavidad.

—No pienses tonterías. Volveremos juntos a casa después del trabajo. ¿Te gusta el pescado? Pedí que trajeran salmón fresco, te lo prepararé para la cena.

Dicho esto, se marchó, como tantas otras veces, evadiendo por completo mi pregunta.

El aroma de su crema de manos aún persistía en mi nariz, y el calor de su palma en mi mejilla, pero mi corazón se sentía frío.

Era bueno conmigo, me mimaba y me quería, pero ese cariño parecía ser más el de un familiar que el de un hombre hacia una mujer.

Y yo, que solo tenía ojos para él, lo había amado durante diez largos años, ¿qué debía hacer?

¿Acaso quería casarme con él y vivir un matrimonio sin pasión, como si ya fuéramos una pareja de ancianos? ¿O debía dejarlo ir definitivamente para encontrar alguien que realmente lo emocionara?
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