Capítulo8
—Sara, el señor Carlos la busca—dijo Marta Morales, mi secretaria, acercándome el teléfono.

Había subestimado la persistencia de Carlos. Pensé que después de lo ocurrido anoche, me daría al menos un día de espacio. Claramente, me equivoqué. No tuve más remedio que contestar, adoptando un tono bastante formal, casi glacial:

—Señor Carlos, dígame ¿en qué puedo ayudarle?

Hubo una breve pausa al otro lado de la línea, como si mi formalidad lo hubiera desconcertado.

—Sara —su voz sonaba algo ronca y cargada de culpabilidad—. ¿Por qué te fuiste tan temprano hoy? Cuando volví a casa, ya no estabas. Me... me preocupé.

Al notar que la llamada no era por asuntos de trabajo, me alejé un poco de mi escritorio, buscando algo de privacidad en la bulliciosa oficina.

—Salí en ese momento a desayunar —respondí secamente, omitiendo mencionar que apenas había probado bocado, con el estómago revuelto por la ansiedad y la decepción.

—Lo siento mucho, anoche... —hizo una pausa, como si las palabras le costaran salir—. No pude regresar.

Sentí un frío repentino en el corazón, como si alguien hubiera abierto una ventana en pleno invierno. Le sonreí con amargura al teléfono, agradeciendo que no pudiera ver mi expresión.

—¿Por qué no pudiste? —pregunté, mi voz apenas un susurro.

Carlos guardó silencio. Podía imaginarlo al otro lado de la línea, pasándose la mano por el cabello, como hacía siempre que estaba nervioso. El silencio se extendió, pesado y cargado de tensión.

Contuve la respiración y, contra mi mejor juicio, decidí darle una salida:

—¿No encontraste enfermera?

—...Así es —respondió después de una breve vacilación.

Me quedé callada, esperando que elaborara, que me diera alguna explicación más allá de esas dos palabras escuetas. Pero Carlos, aparentemente incómodo con el silencio, cambió rápidamente de tema:

—Sara, ¿a qué hora terminas hoy? Puedo recogerte y almorzamos juntos. Hace tiempo que no lo hacemos.

Su oferta me tomó por sorpresa. Hacía mucho tiempo que no comíamos juntos, era cierto. Según lo que me había contado Alberto, mi colega del hospital, Carlos siempre acompañaba a Beatriz durante el almuerzo últimamente.

Una parte de mí quería aceptar, ansiosa por pasar tiempo con él, por intentar recuperar algo de la cercanía que parecíamos haber perdido. Pero otra parte, la más racional, se preguntaba: ¿Me invitaba para compensar lo de anoche o porque de repente le remordía la conciencia en ese instante?

No lo sabía con certeza, y francamente, no quería perder tiempo ni energía pensándolo. Con un tono que intentaba ser neutral, pero que no lograba ocultar del todo mi decepción, respondí:

—No estoy segura cuándo terminaré, quizás ni siquiera para el almuerzo. Además, ¿no tienes cosas que hacer al mediodía últimamente?

—Sara—dijo Carlos con fuerza, notando mi sarcasmo. Después de una pausa, añadió con firmeza:

—No pienses mal.

Después de lo de anoche, ¿qué más podía pensar?

—Estoy ocupada ahora. Si no es nada más, colgaré.

No respondió y colgué.

La jornada incluía varias discusiones con socios y una inspección en terreno. Terminamos las reuniones a las 10 y fuimos al sitio con Marta.

Era un proyecto de parque de diversiones, del cual yo supervisaba absolutamente todo. Estaba al 80% y debía verificar si coincidía con los planos.

Aunque era poco probable que hubiera errores, tenía que hacer la respectiva inspección por protocolo.

Después de recorrer todo, me dolían los pies hinchados.

Me senté a descansar y Marta notó de inmediato mi malestar. —Sara, ¿te sientes mal?

—Sí, me duelen mucho los pies—admití. De no estar en público, me habría quitado los zapatos.

—Oh—dijo Marta mirándome. —Sara, ¿además de los pies, te sientes mal en general? Te ves bastante pálida.

Me sorprendí un poco. Marta señaló su cara:

—No tienes buen color.

Claro, después de una terrible noche sin dormir. Además, cuando una mujer está triste, ni el mejor maquillaje le ayuda.

—Quizás es que me va a venir el periodo—mentí, al instante fingiendo revisar mi teléfono.

Marta era muy habladora y temía no poder seguir mintiendo si preguntaba algo más.

De repente, una sombra me cubrió. Pensé que era Marta, pero sentí un calor en el tobillo y vi una mano bastante familiar.

Carlos me quitó el zapato, puso mi pie en su rodilla y comenzó a masajearlo con delicadeza. —¿Los zapatos te quedan apretados?

No respondí, con un nudo en la garganta. Él me miró muy curioso y preguntó en voz muy baja:

—¿Sigues aún enojada?

—No—dije intentando retirar el pie.

Pero Carlos no me soltó y siguió masajeando. —...Esto no volverá a pasar.

Carlos llevaba un traje azul marino con camisa blanca. Las mancuernas de su camisa brillaban bajo el sol, como él mismo.

Masajeó ambos pies, sin importarle la gente alrededor.

Algunas muchachas nos miraban con envidia, murmurando sobre un galán atento con su novia.

Admito que esto me conmovió demasiado. Mi resentimiento por lo de anoche se fue disipando poco a poco con cada caricia en mis pies.

—¡Qué suerte tienes! —me dijo Marta en absoluto silencio desde lejos.

Después de todo lo que Carlos hacía, si seguía molesta por lo de anoche, parecería ser bastante mezquina y obsesionada con ese asunto.

—¿Qué quieres comer? —preguntó Carlos.

—Lo que sea—respondí sin mucho apetito, aunque mi humor había mejorado.

—Te llevaré a comer pescado a la parrilla. También tienen foie gras excelente—dijo Carlos mientras subíamos al auto.

Iba a ponerme el cinturón cuando él se inclinó muy atento hacia mí. Su aroma a jabón me hizo contener de repente la respiración.

Notando al instante mi reacción, sonrió y me abrochó el cinturón. Al enderezarse, me dio un beso en la mejilla. —Sara, te sonrojas igual que cuando eras una niña.

Me sorprendió ese gesto repentino. Aunque fue solo un beso fugaz, me alegró por completo.

Siempre he sido así de fácil de complacer. Con un pequeño detalle de su parte, me emociono demasiado.

Pensando en Beatriz, pregunté muy curiosa:

—¿Cómo está Beatriz?

—...Bien, ya salió del hospital.

Me quedé callada y Carlos me miró. —¿Por qué no dices nada?

—No sé qué decir—respondí con honestidad.

Al decirlo, recordé cuando él dijo que nos conocíamos —demasiado bien.

Es cierto, nos conocemos tanto que sabemos todo acerca del otro, tanto que ya no tenemos de qué hablar.

Carlos me llevó al restaurante. El mesero nos guio a una mesa junto a la ventana, con un hermoso ramo de rosas blancas, mis favoritas. La cual había reservado con anticipación.

Sirvieron el pescado, el foie gras y mis postres favoritos.

Se notaba el esfuerzo en esta comida.

Tomé una foto y la subí rápidamente a redes sociales: la comida, las flores y las manos elegantes de Carlos.

Mis colegas dieron —me gusta— de inmediato. Marta envió un emoji enojado con el mensaje —No me invitaron.

Carlos le había dicho que se las arreglara sola y que luego pasara la factura.

Paula también vio la foto. No dio —me gusta—pero me envió un mensaje privado: [Parece arrepentido, la verdad no está tan mal. Le pregunté a las enfermeras anoche, solo estuvo en la habitación, nada más].

—Deja el teléfono y come—me recordó Carlos, sirviéndome con agrado foie gras.

Tomé el tenedor y cuando iba a probarlo, una figura familiar entró en mi campo de visión.

Beatriz también me vio y se acercó al instante sonriendo. —Señorita Moreno.

Luego miró a Carlos. —Carlos, ¿tú también estás aquí?

Su comentario en verdad no tenía sentido alguno. Carlos es mi prometido, ¿qué tiene de raro que esté conmigo?

—Qué casualidad, señorita Hernández. ¿Qué te trae por aquí? —pregunté directamente.

—Fui a la tumba de Andrés y pasé por casualidad por aquí. El olor del foie gras me dio antojo—respondió Beatriz con su voz suave y muy delicada.

—¿Vienes sola? —preguntó Carlos.

—Sí, ¿les molesta si me uno a ustedes? —dijo Beatriz, ya dejando su abrigo en la silla junto a Carlos.

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