Capítulo9
—¡Claro, quédate! —respondió Carlos sin consultarme.

Sentí una punzada de molestia. ¿Acaso mi opinión no contaba?

Pero, antes de que pudiera decir algo, Beatriz ya se había sentado y sus ojos recorrieron la mesa con evidente antojo.

—Ah, pescado a la parrilla —comentó, con la voz cargada de anticipación—. Justo lo que quería probar. Tiene una pinta exquisita.

—¿Quieres que también te pida foie gras? —preguntó Carlos con una naturalidad que me desconcertó. Era como si estuviera acostumbrado a complacerla en todo.

—Y un postre, por favor —respondió Beatriz, con su entusiasmo creciendo por momentos—. Helado de yogur con salsa de fresa. ¡Oh! Y jugo de naranja fresco, si no es mucha molestia.

Luego, como si de repente recordara mi presencia, me miró con una sonrisa que no llegó a sus ojos.

—Sara, ¿quieres jugo también?

—No, gracias. Agua para mí está bien —respondí secamente, llevándome de inmediato un trozo de foie gras a la boca, más por ocuparme en algo que por verdadero apetito.

El sabor era exquisito: suave, cremoso y con un delicado toque lácteo que se deshacía en la lengua, por lo que, por un momento, me permití cerrar los ojos y disfrutar de la experiencia culinaria.

—Carlos —la voz de Beatriz interrumpió mi breve momento de placer—, ¿el foie gras que me llevaste las otras veces era de aquí?

Su pregunta me hizo detenerme en seco, con el bocado a medio masticar. Lentamente, giré mi mirada hacia Carlos, quien de repente parecía encontrar fascinante el mantel.

—Sí… —respondió finalmente, con voz apenas audible.

La realidad me golpeó como una bofetada. Con razón Carlos sabía que el foie gras era bueno en ese sitio. Se lo había comprado a ella varias veces, mientras que yo apenas lo estaba probando. Y solo porque se sentía culpable por lo de la noche anterior. De repente, el foie gras en mi boca perdió por completo su sabor, convirtiéndose en una masa insípida y densa.

—Por eso me pareció familiar el olor al pasar —comentó Beatriz, mirando a Carlos con un cariño que me revolvió el estómago. De repente, me sentí asfixiada por su falsa dulzura, por la intimidad que compartían y de la que yo, claramente, no formaba parte.

Luego, como si no fuera suficiente tortura, Beatriz volvió su atención hacia mí. Su sonrisa era amable, pero sus ojos brillaban con algo que no pude identificar. ¿Malicia? ¿Triunfo?

—Sara, seguro que Carlos te trae seguido aquí—dijo con un tono que pretendía ser casual—, por eso sabía que era bueno el foie. Debe ser uno de sus lugares favoritos, ¿verdad?

Como si no bastara con hacerme sentir como una intrusa en mi propia relación, tenía que ponerle sal a la herida. Ahora entendía cómo se sentía eso, ese dolor agudo y penetrante que va más allá de lo físico.

—No, es la primera vez —respondí, tras mirar a Carlos de reojo—. No tengo tanta suerte como tú.

La sonrisa de Beatriz se congeló al instante. Bajó la mirada y, con voz temblorosa, dijo:

—¿Suerte? Andrés me dejó sola... con el bebé. ¿Qué suerte es esa?

Acto seguido, empezó a llorar.

Me quedé perpleja. ¿Cómo habíamos llegado a esto?

—¡Sara! —me regañó Carlos, dándole un pañuelo a Beatriz—. No pienses en eso. No debes llorar, eso no es bueno para el bebé.

—Si Andrés estuviera aquí, no estaría comiendo sola —sollozó Beatriz sin consuelo—. Perdón, el embarazo me tiene sensible. Arruiné su almuerzo, mejor me voy...

Se levantó, pero Carlos la detuvo.

—No digas eso. Ya pedimos tu comida. Prueba el pescado, está buenísimo.

Carlos iba a servirle pescado, pero lo interrumpí:

—Carlos, ese tenedor tocó mi comida. Usa otro.

Se hizo un silencio incómodo y Beatriz miró a Carlos de reojo.

—No te preocupes, Carlos. Puedo servirme sola.

Carlos dejó el pescado en su plato y luego me sirvió a mí, quitando las espinas como siempre lo hacía desde que una vez se me había atorado una en la garganta.

Carlos siempre hacía esto: me hería y luego intentaba compensarlo de alguna manera.

—Sara, Carlos es tan atento contigo —comentó Beatriz.

—Claro, ¿con quién más lo sería? —respondí, probando el pescado—. Si fuera así de atento con otras, estaría mal, ¿no lo crees, Beatriz?

—Sí, claro —respondió, después de mirar a Carlos una vez más.

Sus miradas eran demasiado íntimas. Era obvio lo que ella sentía por él.

—Beatriz, ¿de cuántos meses estás? —pregunté, cambiando inmediatamente de tema.

En cuanto hice la pregunta, Carlos me interrumpió:

—Sara, tu foie gras se enfriará y no sabrá igual.

No soy tonta y, al instante, entendí que quería evitar esa pregunta. Pero si el bebé no era suyo, ¿por qué no podía preguntar?

O el bebé escondía un secreto, o él estaba demasiado preocupado por ella.

Pero yo era su prometida.

—Ya no sabe bien de todos modos.

Después de saber que le había llevado foie gras antes, perdí el apetito. Carlos notó mi tono y me miró con sospecha. Le sostuve la mirada, en un desafío silencioso.

La atmósfera romántica del inicio se había esfumado por completo. Definitivamente, tres son multitud.

En ese momento, llegó la comida de Beatriz.

—¿Quieren que corte el foie gras? —preguntó el mesero, acomedido.

—No es necesario —dijo Beatriz, mirando a Carlos—. Carlos, ¿puedes cortarlo tú? Siempre lo haces perfecto.

—Beatriz —intervine—, el restaurante ofrece ese servicio. No molestes a Carlos, tiene que quitarme las espinas del pescado. No puede hacerlo todo.

Beatriz se mordió el labio con rabia.

—Perdón, Sara. No lo pensé. Lo haré yo misma.

—¡Sara! —me regañó Carlos por tercera vez—. Beatriz es cuidadosa con su comida. Está embarazada y debe ser precavida.

Me reí.

—¿Acaso la comida no ha pasado ya por otras manos?

Carlos se quedó callado y Beatriz puso cara de angustia, antes de decir:

—Lo siento mucho, es mi culpa. Carlos, no te enojes con Sara. Mejor me voy.

Sin embargo, Carlos la detuvo de nuevo.

—No le hagas caso. Está en sus días y siempre habla de esa manera.

—Tienes razón —dije, interrumpiendo la conversación—. Me vino el período. Pero no traje toallas. ¿Podrías comprarme unas?

—¿Sabías que te venía y no trajiste? —preguntó Carlos, su tono bordeando entre la incredulidad y el enojo.

Sentí una punzada de irritación ante su reacción, por lo que decidí responder con un toque de sarcasmo:

—No, tengo un prometido que recuerda mi ciclo —dije con una sonrisa forzada.

Aunque Carlos estaba visiblemente molesto, con los labios apretados y una vena palpitando en su sien, se levantó de la mesa y su silla arañó el suelo con un chirrido desagradable.

—Sigan comiendo —dijo con sequedad—. Ya vuelvo.

Tras esto, Beatriz y yo nos quedamos a solas, en silencio, sin comer.

—Sara, me odias, ¿verdad? —preguntó Beatriz, después de unos segundos.

«Al menos lo reconoce», pensé.

—Odiar no, pero la verdad me incomodas —respondí, de manera directa.

La miré, viéndola tan frágil y lastimera.

—Carlos es mi prometido. Nos casaremos pronto. Tú lo buscas constantemente, incluso lo llamas de noche. ¿No crees que te estás pasando de la raya? ¿Te gustaría si fuera al revés?
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