Dean
Jessica Sullivan caminaba de regresó a su casa. La jornada había sido dura y se sentía verdaderamente cansada. A cada paso que daba, era como si pequeñas agujas castigarán las terminaciones nerviosas de sus piernas. Llegó a la ancha avenida, y miró a derecha e izquierda antes de cruzar. Avanzaba lo más a prisa que podía (todo lo que le permitían sus fatigadas piernas), cuando, de pronto, vislumbró en la lejanía las luces de un auto en movimiento. Jessica trató de apretar el paso, pero el auto venía con demasiada velocidad. –Viene borracho – fue el último pensamiento que Jessica tuvo antes de recibir el impacto.
El auto la golpeó, arrojándola violentamente por los aires. Jessica aterrizó en la acera, fracturándose el cráneo y varias costillas en el acto. El conductor no se detuvo, sino que, por el contrario, piso a fondo el acelerador a fin de evitar ser relacionado con el accidente.
El hombre al volante, era un sujeto ex convicto afroamericano de unos 35 años de nombre Michael, conocido por sus amigos como Michael Cabeza de Martillo, un mote extraño, sin duda, pero que encaja a la perfección con la cicatriz en forma de cabeza de martillo que tenía en la frente. Michael miró por el espejo retrovisor y vio el cuerpo de Jessica en la acera. Era de noche, y no pudo distinguir con claridad si la mujer a la que acababa de atropellar estaba muerta o solo herida de gravedad. Sin prestarle demasiada atención al hecho en sí, trató de concentrarse de nuevo en la conducción y, para evitar ser detenido, se detuvo en el siguiente semáforo, que estaba en rojo. Sabía que no debía levantar sospechas ni dar a la policía un motivo para que le detuvieran. Michael se frotó el rostro con ambas manos; sudaba y temblaba y parecía al borde de un ataque con las pupilas dilatadas y el rostro pálido. Había bebido demasiado y lo que vio por el espejo retrovisor le pareció en primer momento una alucinación. No era así. Un hombre iba sentado en la parte de atrás de su auto deportivo. Michael se frotó los ojos con fuerza en un inútil y patético intento por hacer desaparecer la visión. Entonces, el hombre le sonrío y dijo:
— Es momento de que pagues – la voz del hombre era limpia y grave al mismo tiempo, como la de un bajo que está preparándose para realizar su papel en alguna representación teatral.
Los ojos de Michael se abrieron tanto que parecían de caricatura. El hombre detrás ensanchó su sonrisa y mostró a su desafortunado anfitrión unos dientes afilados como púas
— ¿Quién eres tú? – preguntó Michael con voz trémula y temblorosa. Sentía sus extremidades adormecidas al punto que no era capaz siquiera de pisar el acelerador. El semáforo había ya cambiado a verde, pero no había nadie en la desierta avenida para pitarle.
— Mi nombre no es importante, solo soy un emisario – dijo el hombre.
Hubo unos instantes de silencio en lo que Michael luchó desesperadamente por salir de allí, pero su cuerpo parecía incapaz de hacer algo más allá de respirar.
El hombre soltó una severa carcajada y dijo:
— Michael, Michael, mis amigos me llaman Dean, pero, ¿sabes algo?, no creo que ese sea un buen nombre para alguien con un trabajo como el mío.
— ¿Qué… que trabajo? – la voz de Michael era pastosa y débil.
El hombre se acercó y Michael pudo percibir el olor a amoniaco saliendo directamente de su boca. Pudo ver también que vestía una larga gabardina color negro y que llevaba un tatuaje de cráneo en la mejilla derecha.
— Alimentarme de tipos como tú— dijo el hombre en un susurro. Dicho esto, Michael contempló con horror como aquel tipo sacaba su lengua. Una lengua bífida y larga como la de una serpiente. Sintió una parálisis total cuando aquella lengua asquerosa le toco el cuello. Un calor sofocante inundo el espacio a su alrededor y su campo de visión comenzó a reducirse hasta llegar a la oscuridad total. Antes de que perdiera el conocimiento, vio a una mujer de aspecto angelical parada frente a su auto deportivo.
El hombre que se había presentado como Dean salió del auto y dirigió una mirada de satisfacción a la mujer.
— La cacería es buena – dijo y le guiñó el ojo. Entonces echó la cabeza hacia atrás y mostró unos colmillos grandes como de canino, sus ojos se tornaron blancos y las venas del cuello le saltaron de forma grotesca e inhumana durante unos instantes.
— Nunca cambias Dean – dijo la mujer de aspecto angelical meneando la cabeza de un lado a otro.
— ¿Cómo esta ella? – preguntó el hombre conocido como Dean, señalando el cuerpo inmóvil de Jessica Sullivan.
— Se pondrá bien – contestó la mujer.
Dean esbozó una rara sonrisa que podría tener miles de diferentes interpretaciones y caminó hacia la oscuridad de un callejón aledaño. La mujer lo vio marcharse y después ella misma se encaminó hacia el horizonte, hacia donde solo un par de horas después saldría el sol.
Rob
Martha Grey vomitaba en uno de los inodoros. Estaba en un bar local y hacía ya casi una hora que había dejado de beber. Aun así, los vómitos continuaban, con está, era la tercera vez que Martha se excusaba ante sus amigos para ir al baño. El ruido de la música en el exterior impedía que su amiga, Nora, que había entrado con ella, escuchará las arcadas que provenían de su interior.
— ¿Estas bien? – dijo Nora tocando la puerta
Martha seguía abrazando el inodoro con la mano derecha y tocándose el vientre con la izquierda.
— ¡Enseguida salgo! – gritó
— Te veo afuera – replicó Nora con un toque de indiferencia.
Martha no sentía en lo absoluto deseos de salir y seguir bebiendo, lo único que deseaba era irse a casa cuanto antes. Sabía que su madre no tardaría en llegar y si no la encontraba en casa para cuando ella llegará, a Martha le iría muy mal. Se apartó un mechón de la frente, tenía la frente sudorosa y se sentía mareada. Decidió que usaría la poca sobriedad que le quedaba para ir directo a su casa. Al diablo Nora y sus amiguitos – pensó.
Salió del baño y caminó a la salida. Le costó un poco de trabajo, pues muchos estaban de pie, bailando. Martha propinó algunos empujones y consiguió llegar a la salida. Echó una última mirada al recinto antes de salir y vio a Nora con los dos amigos que la acompañaban. Nora había intentado presentarle a un chico de nombre Rick, pero Martha supo de inmediato que era un idiota. Más que un idiota, un completo imbécil. Quizá por eso, ella había bebido de más, pues no encontró agradable la compañía de ninguno de los chicos. Nora le agradaba, pero cuando se emborrachaba era bastante tonta e impertinente y casi siempre terminaba cayéndole mal.
Salió del lugar sintiendo de inmediato el intenso frio del exterior. Se puso sus anteojos y entornó bien los ojos, esforzándose por enfocar todo lo que había más allá de sus narices. Empezó a caminar, miró su reloj, y se percató con horror que era más tarde de lo que había pensado, con toda seguridad su madre ya estaría en casa.
Avanzó tambaleante unos cuantos metros más, sintiendo el intenso frío en sus piernas desnudas. Su corta falda no era protección suficiente. Cruzó los brazos en un intento de conservar el mayor calor corporal posible y entonces escuchó voces. Voces detrás de ella. Rápidamente se dio cuenta que aquello era real y no el efecto del alcohol en su sistema.
— Espera, preciosa – dijo una voz masculina áspera y desagradable.
Martha giró la cabeza y pudo ver a dos sujetos que la seguían. Dominada por el pánico, empezó a acelerar el paso. El susto de descubrir que estaba siendo perseguida casi le hizo olvidar lo borracha que se sentía. En un intento por acrecentar la distancia, apuró el paso, esforzándose por caminar tan rápido como le era posible. Más adelante, había una avenida bien iluminada sobre la que podían verse muchos negocios aun abiertos. Martha se sentía fatigada, jadeaba y su respiración aumentaba su frecuencia a cada segundo, trataba de avanzar desesperadamente, pero, por el contrario, avanzaba torpemente y tenía que usar casi toda su capacidad de concentración para caminar. Deseo no haber tomado tanto.
— Déjanos acompañarte – dijo la voz tras ella.
Martha quiso gritar, pero su cerebro estaba tan inundado por el pánico que solo consiguió emitir algunos quejidos ininteligibles. Su mente gritaba por ayuda, pero su cuerpo parecía reacio a obedecer, era como si el alcohol hubiera causado un corto circuito en las señales sinápticas de su cerebro y este se negará a obedecer. En un último intento por escapar, trató de echar a correr, pero tropezó apenas hubo dado unos cuantos pasos. Cayó a pocos metros de la seguridad de la avenida. Un auto pasó y como si ser perseguida no fuera suficiente, el auto hundió una de sus llantas en un charco junto al bordillo de la acera y una oleada de agua sucia y estancada cayó sobre Martha.
Giró en redondo y trató de incorporarse. Frente a ella, los dos sujetos que la seguían la miraban con expresiones estupefactas. Martha no pudo enfocar bien el rostro de ninguno de ellos, y para colmo, un nuevo acceso de nauseas amenazaba con volver. Vio sus piernas salpicadas por el agua sucia y pensó: — Es el final, no puedo seguir huyendo, espero que solo me roben la cartera y el teléfono y se vayan – Obligándose a apartar la terrible idea de que aquellos dos pudieran llevarla a uno de los muchos callejones y abusaran sexualmente de ella.
Los hombres se acercaron y comenzaron a arrastrarla hacia la oscuridad de un callejón aledaño.
— No – dijo Martha con voz pastosa y apenas audible. En su mente aquello fue un grito, pero la realidad era que apenas conseguía hacerse escuchar.
— Nos vamos a divertir mucho – dijo uno de los hombres.
Parecía imposible que nadie transitará por allí, que nadie acudiera en su ayuda. Martha pensó por un momento que aquello debía ser un castigo de Dios por haber desobedecido a su religiosa y abnegada madre. ¿Cuántas veces le había dicho ella que la compañía de Nora era nociva? Muchas. ¡Dios! habían sido muchas veces.
Martha forcejeó y trató de desasirse usando las pocas fuerzas que le quedaban, pero todo fue inútil, estaba siendo arrastrada al callejón con la facilidad de un producto de supermercado en una cinta transportadora.
Uno de los hombres le susurró algo que ella no entendió en absoluto. Lo que sí pudo captar fue el aliento del hombre, olía como si algo se hubiera fermentado en su boca. Era un olor pútrido y golpeó sus fosas nasales con tal fuerza que las náuseas volvieron inmediatamente. Su estómago no pudo soportarlo más y vomitó sobre los pantalones de uno de ellos. El tipo la soltó, intercambio algunas palabras con su compañero y allí, justo a la entrada del callejón, la abofeteó. Martha sintió el calor del golpe irradiarse rápidamente por todo su rostro. Algo caliente le corría por la comisura de su boca y supo de inmediato que estaba probando su propia sangre. Martha se aferró a la idea de que aquello no fuera más que un sueño, que pronto acabaría. Por desgracia para ella, su idea se desmoronó rápidamente cuando fue arrastrada con violencia hacia la densa oscuridad del callejón. Allí, había unos cubos de b****a enormes y sería fácil ocultarla. Finalmente le soltaron y pudo ver como uno de ellos comenzaba a desabrochar su cinturón y después bajó la cremallera de su pantalón.
— Yo iré primero, porque esta perra me ha vomitado – dijo el tipo.
Martha miró a derecha e izquierda y no vio nada con lo que pudiera defenderse. Miró al tipo frente a ella. No podía ver con suficiente claridad, pero estaba segura de que el hombre tenía una erección ridícula frente a ella. Paradójicamente a la situación, Martha se sintió tentada a reír, pero se arrepintió rápidamente de hacerlo. El otro hombre se le acercó y rasgó su falda. Martha trató de abofetearle, pero sus movimientos eran torpes y erráticos.
— Hazlo rápido – dijo nervioso el hombre que aún estaba totalmente vestido.
El hombre se hincó y trató de abrir las piernas de Martha. Ella gritó por fin y el otro hombre se acercó a tapar su boca con la palma de la mano. Los dos luchaban por someterla y en ese preciso instante, Martha pudo ver que un tercer hombre entraba al callejón. No podía verle la cara, pero la silueta no mentía: Era un hombre. Ella siguió forcejeando y alcanzó a asestar una torpe patada en el hombre que intentaba penetrarla. Entonces, a la escasa luz de la luna, pudo ver el rostro del tercer sujeto. Era un rostro varonil y tan bello que, a la luz de la luna, a Martha le recordó a los sexys vampiros de la televisión. Quizá fuera solo su imaginación, pero le resulto en extremo guapo. Martha se sintió súbitamente atraída hacia ese sujeto, a un punto tal que casi olvido que estaba por ser violada. De pronto su boca se vio liberada y ya nadie trataba de abrir sus piernas. Sí, estaba soñando – pensó, en un intento por explicar lo que estaba viendo. Entonces vio que uno de sus agresores parecía levitar, pero al observar más detenidamente, Martha vio que el hombre que tan bello le había parecido levantaba al sujeto por el cuello usando solo una mano. El sujeto se retorcía como pez en un anzuelo; duró solo unos segundos, pues rápidamente sus movimientos degeneraron en espasmos agónicos y finalmente se quedó quieto. El hombre le soltó y su cuerpo cayó al suelo con un ruido sordo.
El sujeto que había intentado penetrarla corrió a refugiarse detrás de uno de los cubos de b****a. Se subió los pantalones y desde la seguridad de su guarida, sacó un arma. Disparó, pero no hizo daño alguno al sujeto. Martha se llevó ambas manos a los oídos. El tipo que segundos antes había intentado violarla, soltó el arma y trató de escapar saltando un muro de concreto al final del callejón. Entonces Martha levantó la mirada y vio el rostro del hombre que había acudido en su ayuda. Era de una belleza hipnótica sin igual: Facciones perfectamente definidas, simétricas y detalladas, ojos azules, nariz respingada y labios pequeños. A su lado los hombres guapos que ella había conocido en su vida parecían esperpentos ridículos y sin chiste. El hombre le sonrío y Martha sintió desaparecer todo rastro de alcohol en su cuerpo. Las náuseas desaparecieron, e incluso, el golpe en su rostro dejo de dolerle. Martha vio alejarse al sujeto en dirección al hombre que trataba de escalar el muro y observó, no sin horror, que su agresor también levitaba y se retorcía, solo que está vez ninguna mano apresaba su cuello. Era una fuerza invisible. El hombre dejo de moverse a los pocos segundos, mientras sangre manaba de todos los orificios de su cuerpo. La fuerza invisible dejo caer al sujeto, completamente inmóvil.
Martha estaba en shock ante lo que acababa de presenciar. Se levantó dispuesta a echar a correr, pero entonces el apuesto hombre ya estaba frente a ella, obstruyéndole la salida.
Sonrió y dijo:
— Nadie molesta a mis hembras.
Martha quiso huir, pero la mano del hombre se posó sobre su boca y nariz en un movimiento tan rápido como el rayo.
Se durmió.
Brooke
Daniel Smith conducía de vuelta a Houston, Texas. Trabajaba como camionero y había ido a dejar un cargamento importante a la ciudad de Nuevo Laredo en México. Era casi medianoche y la carretera 59 estaba completamente desolada a esas horas. Solo se había topado con algunos autos que le rebasaban y pitaban exasperados por la lentitud del Kenworth T680 que Daniel (Mr. Smith para sus compañeros) manejaba.
Daniel se frotó la cabeza y tomó otro sorbo de su bebida energética. Necesitaba estar despierto para llegar a Houston antes del amanecer. No quería tener que detenerse en aquella desolada carretera, no a esa hora. Prendió la radio y al no encontrar nada digno de escuchar en las emisoras que frecuentaba, conectó su USB y puso algo de Rock de los ochenta. El camino seguía libre y se estaba volviendo tan monótono que Daniel temía quedarse dormido al volante. Sería fatal. Recordó a muchos colegas suyos que habían muerto por quedarse dormidos, era una de las causas frecuentes de muerte prematura en camioneros. Así que subió el volumen y empezó a cantar al ritmo de KISS y su canción “Detroit Rock City”. Dio otro sorbo a su bebida y cuando volvió a centrar su vista en la conducción, vio a un auto pequeño con las intermitentes encendidas detenido en el camino. Estaba a solo algunos metros por delante y estorbaba el camino casi en su totalidad. Daniel pensó en rodearlo y pasar de largo, pero vio que una mujer le hacía señas para que se detuviera. Daniel dudó un instante si debía detenerse o no. Finalmente, decidió que al menos se detendría a preguntar qué sucedía, rebuscó en su mochila y sacó una navaja, no era gran cosa, pero podría hacer la diferencia si aquello era una treta para asaltarlo o algo por el estilo.
Daniel detuvo el pesado Kenworth justo detrás del auto pequeño, apagó las luces altas y pudo ver el rostro de aquella mujer. Era un rostro jovial, bello y con grandes ojos color avellana. Daniel se preguntó qué haría una mujer tan bella, sola a esas horas y en una carretera casi desierta. Se quedó allí unos instantes, sin atreverse a abrir la puerta y salir al exterior, no quería abandonar la seguridad de su amplia cabina. De pronto supo que había sido una mala idea haberse detenido; casi se sentía estúpido por haberlo hecho. –Diablos, debí haber pasado de largo – dijo para sí mismo.
— Puedes ayudarme, por favor – dijo una voz femenina. Daniel se sobresaltó, pero pronto se tranquilizó y cayó en la cuenta de un detalle bastante peculiar: La voz era hermosa, era una voz melodiosa de soprano, una voz femenina, dulce y sensual al mismo tiempo. Daniel encendió la luz de su cabina y no vio a la mujer en la carretera. Giró la cabeza y una presencia junto a él le sacó un susto de muerte. La chica estaba parada junto a la ventana del Kenworth. Daniel se tocó el pecho y sintió su corazón como caballo desbocado: Latía con fuerza y aprisa.
Entonces, la mujer dijo con la misma hermosa voz:
— Lo siento, No quise asustarte.
Daniel bajó el vidrio de la ventana y desde la seguridad de su cabina dijo:
— Descuida. ¿Qué ha pasado?
— Oh... No sé mucho de autos, solo dejo de avanzar. – dijo ella
— Bien, lo revisaré – contestó Daniel con un tono de voz un tanto inseguro.
Algunos minutos después, Daniel revisaba el motor; ajustó correctamente algunas bujías sueltas y el auto encendió sin ningún problema.
— ¡Guau! – Dijo la Mujer — ¡Muchas Gracias!
Daniel sonrió. Se dio cuenta lo encantadora que era aquella mujer. Lo hipnótico de su voz era solo uno de los motivos, pues de cerca pudo ver que era más hermosa de lo que había creído en un principio. Tenía una figura perfectamente estilizada, amplias caderas y pechos perfectos, además de una cabellera larga y sedosa.
— ¿Viene usted sola? – preguntó Daniel esforzándose por apartar un instante la mirada de los atributos de la mujer.
— Oh... No… Mi hermano Deán volverá pronto – contestó ella con amabilidad.
— Ah ¿Sí? ¿A dónde fue? – Daniel no pudo evitar su asombro ante semejante situación. Dejar a una mujer sola en cualquier carretera era un fallo grave y él lo sabía muy bien.
— No lo sé, siempre está perdiéndose – respondió la mujer con un leve encogimiento de hombros que la hizo parecer condenadamente más joven: casi una niña. La sonrisa subsecuente en su rostro también era una combinación de niña—mujer. – Oh… No me he presentado… Soy Brooke – añadió extendiendo la mano. Daniel estrechó una mano sueva y ligera. Era una mano delgada y de una piel muy tersa y cálida.
— Mi nombre es Daniel, mucho gusto.
La chica le miró directo a los ojos durante unos breves instantes y se apresuró a decir:
— Creo que debo irme
— Sí, yo también – replicó Daniel soltándole la mano y volviendo la vista atrás, hacia el Kenworth – Mi esposa está enferma en casa y debo llegar cuanto antes.
— Oh… ¿Enferma de qué? – preguntó Brooke genuinamente alarmada
— Tiene una fuerte gripe – respondió Daniel enarcando una ceja. La extraña y sincera preocupación de Brooke no le había pasado desapercibida — Muy probablemente neumonía o algo similar. Está en cama
— Eso no suena muy bien. – respondió ella llevándose una mano a la barbilla en gesto meditabundo– Mmmm… ¿Sabes? creó que la visitare.
Los ojos de Daniel se abrieron como platos y por unos segundos lo insólito de las palabras lo dejo mudo.
— ¿Perdón? – dijo cuando hubo recuperado el habla.
Brooke sonrió
— Dije que la visitaré
Daniel soltó una carcajada.
— No… no es necesario. Gracias. — De pronto, el experimentado camionero comenzó a sentirse bastante inquieto, como si la presencia de aquella mujer se hubiera tornado de pronto pesada y un tanto siniestra.
— Lo haré. – respondió Brooke muy seria. – Tú me ayudaste con el auto y yo puedo ayudarte a aliviar a tu esposa.
— ¿Cómo? – preguntó Daniel más confundido que nunca.
— Ya lo verás – respondió ella – Por ahora debes irte tranquilamente a tu casa. — Brooke miró alrededor inquieta y después se volvió de nuevo a Daniel. – Mi hermano está por llegar y no le gusta que hablé con desconocidos.
— Entiendo – replicó él
— Gracias otra vez – dijo Brooke con la misma expresión bella y sonriente.
— No hay de que – respondió Daniel que ya se alejaba en dirección al pesado camión.
Daniel abrió la puerta y entró de nuevo a su cabina. Arrancó el motor y el Kenworth avanzó lenta y pesadamente como un mastodonte. Echó una última mirada y vio que la chica se subía también a su auto y lo ponía en marcha. Tras unos minutos, el pequeño auto le rebasó en la carretera y pudo ver que dentro no había solo un ocupante, sino dos.
Hacia las cuatro de la mañana, Daniel Smith llegó a su casa en Houston, Texas. Sentía los parpados pesados y le dolía la espalda, pero estaba feliz de llegar. Pensó que se sentiría aún más feliz si su esposa, Jane, no estuviera en cama dependiendo de los cuidados de su madre. Si ella estuviera bien, él podría platicar con ella y quizá harían el amor antes de que juntos se quedarán dormidos y con la radio encendida como solían hacerlo en su juventud.
Cuando entró, se sorprendió al ver que su mujer estaba levantada preparando la comida. Jane Smith estaba vestida con un elegante vestido que la hacía ver demasiado sensual. Tanto, que Daniel sintió que su corazón brincaba de emoción; se quedó sorprendido e inmóvil unos segundos en el umbral de la puerta. Jane lo vio y corrió a abrazarlo.
— Cariño, ¿No estabas enferma? – preguntó Daniel mientras olía la deliciosa fragancia en el cabello de ella.
Jane levantó la mirada y dijo.
—Ni yo sé cómo paso, ayer estaba tosiendo y escupiendo sangre. Y ahora ¡mírame!
Daniel le sonrió y la abrazó aún con más fuerza. De pronto, recordó lo que aquella misteriosa mujer en la carretera le había dicho. Supo que debía contarle a Jane lo sucedido, pero por ahora solo quería abrazarle, comer y descansar. Quizá más tarde – pensó.
Stacy
En una oscura habitación, donde la única iluminación provenía de un candelabro con tres velas había una mujer en una mecedora. La mujer vestía toda de negro, llevaba los labios pintados del mismo color y cantaba una canción de cuna mientras amamantaba a un bebé de apariencia humana. El bebé berreaba y pataleaba cada vez que su boca perdía el agarré del pezón. Aunado a su alimentación deficiente, el niño tenía un tinte ictérico preocupante, lo cual le confería un aspecto aún más inquietante. Tras algunos minutos, la mujer detuvo abruptamente su canto y separó la boca del bebé de su pezón. Levantó al niño frente a ella y lo contempló con la curiosidad de quien mira algo nuevo y desconocido. El niño comenzó a llorar y Stacy sonrío dejando al descubierto unos dientes filosos propios de los caninos. Lo sostuvo unos segundos más, y entonces, giró la cabeza en dirección a una pequeña mazmorra tras ella.
— Tu hijo no sirve – dijo con voz tranquila. Hizo una mueca de compasión fingida y miró a la prisionera.
— ¡Suéltalo, Por favor! – suplicó la mujer
La chica, de nombre Madeleine, estaba en la mazmorra y aferraba los barrotes de su diminuta prisión con tanta fuerza que sus dedos comenzaban a ponerse traslucidos.
Stacy se levantó y la mecedora quedo meciéndose unos instantes como si hubiera un fantasma allí sentado.
— Míralo – dijo Stacy acercándose a la mazmorra.
Madeleine estiró su brazo, pero por una distancia de pocos centímetros, no logró tocar al bebé. Madeleine gimoteaba y sus ojos estaban demasiado enrojecidos.
— Por favor, dámelo – dijo la chica, sollozante.
— Me temo que no puedo hacerlo – respondió Stacy. Miró de nuevo a la chica frente a ella y esbozó una sonrisa hipócrita y altanera. Esto pareció enfurecer a Madeleine.
— ¡Dámelo, perra! – gritó con voz furiosa.
La expresión de Stacy se tornó repentinamente en una mueca burlona y bufonesca. Entonces, soltó una carcajada. Era una risa como la que tendría cualquier bruja de cuento infantil. Salvo quizá por el minúsculo detalle que la risa de Stacy era más jovial y no tan ronca y cascada como la de las brujas.
Madeleine la miró desconcertada, tenía aun el brazo extendido y manoteaba al aire, como si aquello la pudiera poner más cerca de Stacy y de su hijo.
— Lo siento querida – dijo Stacy una vez cesó sus carcajadas. – Me parece que tú no querías a este bebé.
— Eso no…
— No, no, no, no, no me mientas – continuó Stacy moviendo su dedo índice como péndulo. – Yo sé todo de ti, querida. Y pensé que tu pequeño vástago podría sernos de utilidad, pero ya veo que no. Está demasiado enfermo y no creo que sobreviva mucho tiempo. Es una pena que no lo hayas concebido cuando aún vivías con tu dulce marido.
Madeleine quiso replicar algo, pero estaba en un estado cercano a la hipnosis. Esa condenada bruja sabía mucho de ella y eso no era posible, no cuando nunca antes la había visto en su vida. Sin decir palabra, mantuvo su mirada fija en la mujer frente a ella y de repente, con una mezcla de asombró y horror, contempló como los ojos de aquella bruja cambiaban de color. El cambio era tan rápido y natural como el de un camaleón.
Finalmente, los ojos de la bruja quedaron fijos, con un único aspecto en ellos: ¡Eran los ojos de una serpiente!
— Madeleine, querida mía – dijo la mujer. Aun sostenía al bebé, que de pronto parecía haberse quedado dormido. – Un niño como esté tampoco habría hecho feliz a tu marido, es feo y enfermizo. Aun así, yo no podía permitir que este pequeñín muriera antes de nacer. – Stacy comenzó a descubrir al bebé. Arrojó al suelo la cobija con estampado de Winnie Pooh que le cubría. El bebé se quejó un poco, pero volvió a dormirse. Aparentemente la hipoglucemia estaba haciendo estragos ya en el sistema del pequeño, dejándolo sin muchas fuerzas para quejarse ante el repentino cambio de temperatura. Madeleine seguía sin poder hablar, sudaba y temblaba. Stacy comenzó a quitar la ropa del bebé y, en pocos segundos, el niño estaba totalmente desnudo; tenía un tono de piel nada saludable y había vuelto a despertar. Lloró, pero rápidamente su llanto degenero en simples quejidos y finalmente ceso de nuevo.
— Dame a mi bebé – dijo Madeleine, suplicante. Estiró sus brazos y sus ojos habían vuelto a tornarse vidriosos. Pronto sobrevendrían las lágrimas.
— No, mi amor, no puedo – respondió Stacy. — Sería ir contra mi naturaleza – añadió con una sonrisa.
Madeleine aún tenía miedo de los ojos de aquella mujer, eran ojos de bestia, ojos de maldad. Pero de pronto, se sentía más preocupada por lo que pudiera pasarle a su hijo. Deseaba estrecharlo entre sus brazos y darle alimento y consuelo. Era verdad, ella no quería a ese bebé, no después de todo lo que había sufrido en el pasado, pero ahora, al verlo tan indefenso y frágil, un instinto primitivo había despertado en ella. Deseaba cuidar de él. Deseaba estar con él. Pero de alguna manera, sabía que aquello no sucedería jamás. La mujer frente a ella la asustaba. Era lo más parecido a una bruja que ella había visto nunca y las brujas nunca se tientan el corazón ante los deseos de una madre (ni de nadie, por supuesto)
La mujer le guiño un ojo, como si supiera lo que estaba pensando y acto seguido, abrió su boca como lo haría un lobo. Madeleine vio que tenía unos colmillos grandes y filosos. Eran como dos enormes estacas que emergían de la mandíbula de la mujer.
— Tu hijo solo sirve para una cosa, Madeleine.
— ¿Qué cosa? – preguntó Madeleine con voz temblorosa y con la sensación de que un gritó se habría paso por sus cuerdas vocales.
— Para alimentarnos – dijo Stacy. Acto seguido clavó sus grandes colmillos en la espalda del niño. El bebé soltó un pequeño chillido y después hubo silencio total. Un silencio que fue quebrado de manera abrupta por los gritos de Madeleine.
Stacy inyectó un veneno letal en el cuerpo del niño. Este cayó inconsciente casi de inmediato y a los pocos minutos estaba muerto. Los gritos de Madeleine se prolongaron solo unos instantes pues cayó inconsciente también.
Stacy se puso en cuclillas y dejó al bebé junto a la mazmorra. Al alcance de Madeleine. Se levantó y sus ojos volvieron a ser humanos. Eran unos ojos de belleza hipnótica. Besó al niño en la frente y acarició a Madeleine con tanta ternura como podría hacerlo una madre.
Dio media vuelta y salió, no sin echar una última mirada a las demás prisioneras. Todas dormían plácidamente y ella contemplaba con agradó y admiración sus vientres abultados. Volvería después. Ahora era tiempo de cazar.
Madeleine despertó diez minutos después. Tenía un terrible dolor de cabeza y se sentía tan mareada como si acabara de bajar de la montaña rusa. Bajó la mirada y aún con la escasa iluminación del lugar, pudo ver al bebé que yacía en el suelo. Madeleine ahogó una exclamación y recogió al bebé. Notó inmediatamente que estaba frío y flácido, era como sostener un muñeco de trapo. Estrechó el cuerpo inerte de su hijo contra su pecho y comenzó a sollozar, sus lágrimas empaparon el cuerpo desnudo y frio del pequeño. Casi de manera inconsciente comenzó a mecerlo entre sus brazos. Ver los ojos acuosos y sin vida de su hijo la llevo al borde de la locura. Cerró los ojos y se obligó a serenarse. Debía conservar su cordura intacta o jamás tendría la mínima oportunidad de librarse de su prisión. Súbitamente, recordó los ojos de aquella mujer que había matado a su hijo y sintió un escalofrío subir desde su espalda; pensó también que no podía ser real. Desde niña ella sabía que las brujas y
—¡Apuesto lo que quieras a que puedo vencerte esta vez! Dean y Rob estaban sentados a la mesa jugando a las cartas. Dean había perdido una cuantiosa suma (representada en fichas plásticas de colores) y lanzaba todo tipo de exclamaciones; parecía un niño obsesionado por vencer al menos una vez. Rob, por el contrario, miraba con la concentración de un faquir su mano de cartas. Ignoraba por completo los comentarios de Dean y solo se limitaba a asentir en algunas ocasiones. Tras la nueva ronda, Dean volvió a perder. Se pasó las manos por la cabeza y arrojó la copa de vino que estaba bebiendo. La copa explotó contra la pared, produciendo un sonido estruendoso y desperdigando vidrio roto en todas direcciones. Rob miró a Dean, que estaba a punto de hacer una rabieta, como si haber perdido en un estúpido juego significará el fin del mundo. — Lo que pasa, hermanito, es que no sabes perder – dijo Rob con voz serena. Sorbió de su copa un trago de vino.
Martha Grey despertó de un largo sueño. Lo primero que pudo distinguir del lugar donde se encontraba no provenía de la vista, sino del olfato. Olía a humedad. Pero no a una humedad fresca, sino a algo que le lastimaba las fosas nasales en cada inspiración. De inmediato un dolor punzante le recorrió la espalda. Estaba acostada en una dura cama. Atada del cuello como si fuera un perro y completamente desnuda se irguió a duras penas. La cadena que sujetaba su cuello era corrediza y le permitía cierta movilidad. Se levantó cuidadosamente e inspeccionó el lugar donde estaba. Era una mazmorra, algo así como un cuarto diminuto y sucio. A Martha le recordó a las prisiones en las fortalezas de la antigüedad, como en la época de la Revolución Francesa. Sus ojos apenas estaban adaptándose a la oscuridad, cuando de pronto, las luces se encendieron. Del techo colgaban dos pesadas lámparas en forma de péndulo. Emitían una luz blanca bastante intensa e incómoda si le miraba directamente. E
— ¡Maldita sea! – Dean golpeó la mesa en la que hace algunas horas jugaba a las cartas con Rob. El manotazo hizo tambalear la mesa como si hubiera un terremoto. Brooke y Rob permanecían en silencio junto a la puerta. Rob con los brazos cruzados y Brooke con la mirada baja y las manos entrelazadas detrás de la espalda. — ¡Maldición! Hay que hacer algo – vociferó Dean mientras daba vueltas nerviosamente alrededor de la sala. – No pueden estar muy lejos. Brooke suspiró — No podemos seguirlas ahora, está por amanecer. ¿O eres tan estúpido que no te das cuenta? – dijo Rob Dean se detuvo de pronto como si hubiera chocado con una pared invisible y volvió la mirada hacia Rob. — ¡Bien! Entonces dejaremos que hablen de nuestra existencia a los demás. Vamos a dejar que Stacy se salga con la suya. Me parece perfecto tu proceder, hermano. – Dean se sentó a la mesa y miró retadoramente al dúo que estaba apostado en la puerta. Aun sentado, no
Sentado frente a su escritorio, dentro de lo que él llamaba su guarida, el Príncipe Setri volvió la mirada hacia la jaula donde su mascota, un ave bicéfala le observaba. La pócima para el poderoso Quantum estaba lista, era un brebaje simple de sabor dulce, tan dulce como la miel. Setri no tenía intenciones de matar a su amo, solo preparaba una infusión que le ayudará a dormir mejor. Una cosa bastante sencilla para un hechicero de su calaña. Setri se miró en el espejo. Su cabello le llegaba a los hombros y tenía barba y bigote en forma de candado. Sus ojos eran tan humanos como los de cualquier mortal, salvo por un detalle espeluznante: el color del iris era rojo. Un rojo brillante. Rojo sangre. Su piel, también estaba demasiado pálida y si alguien le hubiera tocado habría sentido un frio glacial. Un termómetro podría arrojar una temperatura corporal media de 32 o 33 grados Celsius. Setri vestía una gabardina de piel color negro, estaba desabotonada y dejaba expuesto su pecho
Martha Gray y Madeleine estaban en un callejón. Habían encontrado varias bolsas con ropa vieja y aunque la mayoría de las prendas estaba rota u olía muy mal, pudieron encontrar (después de revisar varias bolsas) algunas ropas adecuadas para ellas. Martha encontró una sencilla blusa color azul marino y unos pantalones de mezclilla algo desgastados y algunas tallas más grandes que los que ella usaba, pero estaba bien, cumplían con el propósito de tapar su desnudez y brindar, aunque sea una mínima protección contra el frio. Madeleine, por su parte, encontró una playera color blanco, unos pants bastante holgados y un par de zapatos para cada una. Permanecían acurrucadas una pegada a la otra, el bebé llevaba apenas una sencilla frazada como protección contra el ambiente. No tenían manera de saber qué hora era, pero en su interior sospechaban que ya debía haber amanecido. No era normal que la noche durará tanto. Permanecieron un rato sin hablar, cada una per
Setri estaba terminando de afilar sus cuchillos cuando llamaron a la puerta. — Adelante – dijo Setri dejando el último cuchillo sobre la mesa. Un hombre bastante enorme entró a la habitación, era tan alto que tuvo que agacharse para evitar golpearse la cabeza. — Príncipe Setri las legiones han despertado – informó el gigante. — ¡Estupendo! – dijo Setri poniéndose en pie rápidamente. – Gracias Paul, puedes retirarte. El gigante asintió, hizo una reverencia y salió repitiendo el molesto proceso de tener que agacharse. Setri recogió su pesada gabardina del suelo y se la puso. Tomó un sombrero negro de copa alta, y un bastón que colgaba de la pared. Su aspecto había mejorado notablemente luego de la visita de Stacy. Salió de su guarida hacía un largo pasillo iluminado solamente por algunas antorchas sujetas a las paredes. En el pasillo, la sensación de calor era densa y sofocante, la sensación térmica superaba fácilmente los
Brooke supo de inmediato, al ver que el día se quedaría sumido en tinieblas, que aquello tenía que ser obra de la bruja Stacy. Quantum no permitiría jamás que la oscuridad se prolongará más allá de lo establecido por las leyes de la naturaleza. Era demasiado arriesgado, porque, aunque eso significaba que las criaturas tendrían mayor poder y vitalidad, también significaba que tarde o temprano se verían forzados a dormir. Dormir de noche los volvía vulnerables ante un posible ataque de las legiones.Las legiones estaban por debajo de las criaturas en un nivel estrictamente jerárquico. Durante siglos habían trabajado en conjunto con el reino de las criaturas, pero ahora, bajo el mando de Stacy, con toda seguridad se volverían en su contra. Se desataría una guerra, en la que, con toda seguridad, los humanos quedarían en medio del fuego cruzado. Y ahora, all&iacut