—¡Apuesto lo que quieras a que puedo vencerte esta vez!
Dean y Rob estaban sentados a la mesa jugando a las cartas. Dean había perdido una cuantiosa suma (representada en fichas plásticas de colores) y lanzaba todo tipo de exclamaciones; parecía un niño obsesionado por vencer al menos una vez.
Rob, por el contrario, miraba con la concentración de un faquir su mano de cartas. Ignoraba por completo los comentarios de Dean y solo se limitaba a asentir en algunas ocasiones.
Tras la nueva ronda, Dean volvió a perder. Se pasó las manos por la cabeza y arrojó la copa de vino que estaba bebiendo. La copa explotó contra la pared, produciendo un sonido estruendoso y desperdigando vidrio roto en todas direcciones.
Rob miró a Dean, que estaba a punto de hacer una rabieta, como si haber perdido en un estúpido juego significará el fin del mundo.
— Lo que pasa, hermanito, es que no sabes perder – dijo Rob con voz serena. Sorbió de su copa un trago de vino.
— ¡Al diablo con esto! – Dean tomó su larga capa negra que estaba sobre el respaldo de la silla y abrió la puerta dispuesto a salir. Dio unos cuantos pasos y chocó de frente con Stacy que acababa de subir las escaleras desde el sótano.
Dean no se movió, esperó a que Stacy saliera de su camino. Ella se limitó a mirarlo con sus espectaculares ojos color ámbar.
— ¿Volviste a perder? – preguntó ella con una sonrisa
— ¡Al diablo Rob y sus estúpidos juegos! – Dean la rodeó y caminó hasta una enorme ventana. El ocaso estaba llegando, pronto anochecería. Volvió una vez la cabeza por encima del hombro y dijo:
— Me voy. Es momento de cazar.
Stacy asintió y le guiño un ojo.
— Anda ve.
Dean abrió la ventana con un único movimiento. El marco tambaleó y estuvo a punto de caer. Entonces, Dean saltó al vació y al poco, una figura espectral y fantasmagórica se elevó por los aires, como una especie de ángel de la muerte. Dean era la viva imagen de la representación que los humanos dan a la muerte, salvo por el detalle de que no portaba una guadaña.
Stacy lo vio desaparecer y entró a la habitación.
— ¿Cuántos mini— humanos para hoy? – preguntó Rob cuando la vio llegar.
— Solo uno – respondió Stacy. Se sirvió una copa de vino y se sentó a la mesa.
— ¿Solo uno? – preguntó Rob arrojando el mazo de cartas a una chimenea cercana – Haber, déjame ver si entendí – continuó — ¿Estás diciendo que ninguno ha nacido? ¿Ninguno además del de anoche? ¿Es que acaso esas malditas humanas son estériles? o ¿acaso yo he perdido mi don?
Stacy lo miró sin inmutarse, sosteniendo entre sus manos la copa de vino como si fuera un objeto que no deseará apartar nunca de sí.
— ¡Maldita Sea! – Rob se levantó de la mesa y al igual que Dean, tomó su larga capa y se dirigió a la salida. – Solo recuerda que, si no cumplimos, todos corremos el riesgo de ser desterrados del reino – Abrió la puerta y salió dejando sola a Stacy en la sala. Ella se levantó, caminó hacia la chimenea, se puso en cuclillas y contempló el resplandeciente fulgor de las llamas. Estás se reflejaron en sus ojos, mientras ella pensaba en la forma de darle gusto a él (no a Rob, a quien consideraba un ser inferior, sino a alguien más grande). Stacy era su representante en este mundo, estaba a cargo de la legión de criaturas y sobre ella pesaba una gran responsabilidad. Era una misión difícil, pero sabía que podría. Se sentía capaz. La misión de mantener vivas a las criaturas de la noche, la misión de asegurar una descendencia. Un linaje en el que los humanos serían fundamentales.
Stacy seguía contemplando el fuego y pensó en lo injusto y estúpido que era todo, empezando por lo ridículo de la genética. Las féminas de su especie no podían concebir, pero, por el contrario, los machos podían fácilmente fecundar a las estúpidas mujeres humanas y engendrar niños más o menos normales.
De los cuatro, Stacy sentía que su “función” dentro del clan era la más aburrida y absurda de todas. Primero estaba Rob, que era el encargado de preñar a las humanas. Una especie de semental que aseguraría la descendencia de las criaturas. Luego venía Dean, que era el encargado de propagar enfermedad, dolor y muerte. Como una especie de expiación a la humanidad, se alimentaba solo de lo que él llamaba “la escoria del hombre”, o, mejor dicho, solo de aquellos sobre los que ninguna deidad tenía potestad. Y, por último, estaba Brooke, la elegida. La consentida. Stacy pensaba que Brooke era la favorita, pues básicamente estaba excluida de cualquier actividad que favoreciera a las criaturas. Si la tonta de Brooke ayudaba a los humanos era por decisión propia y nada más.
Stacy no estaba celosa de eso, después de todo, ella odiaba a los humanos, tanto como estos últimos a las ratas. Lo que verdaderamente le molestaba era su “función”. Cuidar de las mujeres preñadas por Rob (y de paso, al clan completo de las cuatro criaturas emisarias en la Tierra), no era, en su opinión, digno de ella. Después de todo, ella debería ser la emperatriz del reino de las criaturas.
Se levantó y decidió que una vez acabada la temporada de caza, hablaría y ajustaría cuentas con Quantum, el rey del mundo de las criaturas. Ella no podía seguir siendo una simple emisaria. Ya no más. Después de todo, estar a cargo de los tres hermanos no era algo que la enorgulleciera. Su lugar estaba en la cima, incluso por encima de Quantum, y para lograrlo, tenía un plan.
Martha Grey despertó de un largo sueño. Lo primero que pudo distinguir del lugar donde se encontraba no provenía de la vista, sino del olfato. Olía a humedad. Pero no a una humedad fresca, sino a algo que le lastimaba las fosas nasales en cada inspiración. De inmediato un dolor punzante le recorrió la espalda. Estaba acostada en una dura cama. Atada del cuello como si fuera un perro y completamente desnuda se irguió a duras penas. La cadena que sujetaba su cuello era corrediza y le permitía cierta movilidad. Se levantó cuidadosamente e inspeccionó el lugar donde estaba. Era una mazmorra, algo así como un cuarto diminuto y sucio. A Martha le recordó a las prisiones en las fortalezas de la antigüedad, como en la época de la Revolución Francesa. Sus ojos apenas estaban adaptándose a la oscuridad, cuando de pronto, las luces se encendieron. Del techo colgaban dos pesadas lámparas en forma de péndulo. Emitían una luz blanca bastante intensa e incómoda si le miraba directamente. E
— ¡Maldita sea! – Dean golpeó la mesa en la que hace algunas horas jugaba a las cartas con Rob. El manotazo hizo tambalear la mesa como si hubiera un terremoto. Brooke y Rob permanecían en silencio junto a la puerta. Rob con los brazos cruzados y Brooke con la mirada baja y las manos entrelazadas detrás de la espalda. — ¡Maldición! Hay que hacer algo – vociferó Dean mientras daba vueltas nerviosamente alrededor de la sala. – No pueden estar muy lejos. Brooke suspiró — No podemos seguirlas ahora, está por amanecer. ¿O eres tan estúpido que no te das cuenta? – dijo Rob Dean se detuvo de pronto como si hubiera chocado con una pared invisible y volvió la mirada hacia Rob. — ¡Bien! Entonces dejaremos que hablen de nuestra existencia a los demás. Vamos a dejar que Stacy se salga con la suya. Me parece perfecto tu proceder, hermano. – Dean se sentó a la mesa y miró retadoramente al dúo que estaba apostado en la puerta. Aun sentado, no
Sentado frente a su escritorio, dentro de lo que él llamaba su guarida, el Príncipe Setri volvió la mirada hacia la jaula donde su mascota, un ave bicéfala le observaba. La pócima para el poderoso Quantum estaba lista, era un brebaje simple de sabor dulce, tan dulce como la miel. Setri no tenía intenciones de matar a su amo, solo preparaba una infusión que le ayudará a dormir mejor. Una cosa bastante sencilla para un hechicero de su calaña. Setri se miró en el espejo. Su cabello le llegaba a los hombros y tenía barba y bigote en forma de candado. Sus ojos eran tan humanos como los de cualquier mortal, salvo por un detalle espeluznante: el color del iris era rojo. Un rojo brillante. Rojo sangre. Su piel, también estaba demasiado pálida y si alguien le hubiera tocado habría sentido un frio glacial. Un termómetro podría arrojar una temperatura corporal media de 32 o 33 grados Celsius. Setri vestía una gabardina de piel color negro, estaba desabotonada y dejaba expuesto su pecho
Martha Gray y Madeleine estaban en un callejón. Habían encontrado varias bolsas con ropa vieja y aunque la mayoría de las prendas estaba rota u olía muy mal, pudieron encontrar (después de revisar varias bolsas) algunas ropas adecuadas para ellas. Martha encontró una sencilla blusa color azul marino y unos pantalones de mezclilla algo desgastados y algunas tallas más grandes que los que ella usaba, pero estaba bien, cumplían con el propósito de tapar su desnudez y brindar, aunque sea una mínima protección contra el frio. Madeleine, por su parte, encontró una playera color blanco, unos pants bastante holgados y un par de zapatos para cada una. Permanecían acurrucadas una pegada a la otra, el bebé llevaba apenas una sencilla frazada como protección contra el ambiente. No tenían manera de saber qué hora era, pero en su interior sospechaban que ya debía haber amanecido. No era normal que la noche durará tanto. Permanecieron un rato sin hablar, cada una per
Setri estaba terminando de afilar sus cuchillos cuando llamaron a la puerta. — Adelante – dijo Setri dejando el último cuchillo sobre la mesa. Un hombre bastante enorme entró a la habitación, era tan alto que tuvo que agacharse para evitar golpearse la cabeza. — Príncipe Setri las legiones han despertado – informó el gigante. — ¡Estupendo! – dijo Setri poniéndose en pie rápidamente. – Gracias Paul, puedes retirarte. El gigante asintió, hizo una reverencia y salió repitiendo el molesto proceso de tener que agacharse. Setri recogió su pesada gabardina del suelo y se la puso. Tomó un sombrero negro de copa alta, y un bastón que colgaba de la pared. Su aspecto había mejorado notablemente luego de la visita de Stacy. Salió de su guarida hacía un largo pasillo iluminado solamente por algunas antorchas sujetas a las paredes. En el pasillo, la sensación de calor era densa y sofocante, la sensación térmica superaba fácilmente los
Brooke supo de inmediato, al ver que el día se quedaría sumido en tinieblas, que aquello tenía que ser obra de la bruja Stacy. Quantum no permitiría jamás que la oscuridad se prolongará más allá de lo establecido por las leyes de la naturaleza. Era demasiado arriesgado, porque, aunque eso significaba que las criaturas tendrían mayor poder y vitalidad, también significaba que tarde o temprano se verían forzados a dormir. Dormir de noche los volvía vulnerables ante un posible ataque de las legiones.Las legiones estaban por debajo de las criaturas en un nivel estrictamente jerárquico. Durante siglos habían trabajado en conjunto con el reino de las criaturas, pero ahora, bajo el mando de Stacy, con toda seguridad se volverían en su contra. Se desataría una guerra, en la que, con toda seguridad, los humanos quedarían en medio del fuego cruzado. Y ahora, all&iacut
El edificio Charleston en el centro de la ciudad es la sede de muchas compañías extranjeras presentes en el estado. Tan alto que casi podría considerarse un rascacielos en la pequeña ciudad de Laredo, Texas y de una base tan ancha casi del tamaño de una pista de atletismo. El piso 17 del edificio Charleston, antaño utilizado como sede para trasmitir noticias, programas de radio local y alguno que otro show televisivo barato, se hallaba totalmente a oscuras (como el resto de la ciudad, el país y quizá el mundo entero). El reloj de pared en forma de ovoide marcaba las 12:20 pm de un viernes. Pero afuera, la ciudad seguía tan sumida en la oscuridad, como si fuera medianoche. Ese día se habían suspendido las labores en casi todo el edificio y solo algunos veladores se paseaban inquietos por los pasillos, ayudados por la luz de su teléfono celular como única fuente de iluminación, habían abierto las puertas como todos los días a las 6 am del viernes. Los empleados del turno matutino come
Ibrahim Al Khali estaba por cumplir diez años de prisión en la penitenciaria de máxima seguridad ADX Florence en Colorado, Estados Unidos, tras recibir una condena por los cargos de terrorismo y secuestro. Al Khali había intentado, además, detonar una bomba en un vuelo comercial en 2008 y era responsable directo del asesinato de algunos ministros y funcionarios del gobierno estadounidense. Ahora, confinado en su diminuta celda en la que pasaba 23 horas al día encerrado sin ver la luz del sol, Al Khali sabía que algo andaba mal, aun dentro de su limitado espacio lo sabía, había algo que no cuadraba. Para empezar, no había recibido alimento desde la noche anterior y ahora el pasillo parecía extrañamente silencioso. De acuerdo, el pasillo siempre era silencioso, pero ahora, era algo más que un silenció, era un vació sepulcral, un silencio incómodo y escalofriante. Al Khali se