(2)

—¡Apuesto lo que quieras a que puedo vencerte esta vez!

Dean y Rob estaban sentados a la mesa jugando a las cartas. Dean había perdido una cuantiosa suma (representada en fichas plásticas de colores) y lanzaba todo tipo de exclamaciones; parecía un niño obsesionado por vencer al menos una vez.

Rob, por el contrario, miraba con la concentración de un faquir su mano de cartas. Ignoraba por completo los comentarios de Dean y solo se limitaba a asentir en algunas ocasiones.

Tras la nueva ronda, Dean volvió a perder. Se pasó las manos por la cabeza y arrojó la copa de vino que estaba bebiendo. La copa explotó contra la pared, produciendo un sonido estruendoso y desperdigando vidrio roto en todas direcciones.

Rob miró a Dean, que estaba a punto de hacer una rabieta, como si haber perdido en un estúpido juego significará el fin del mundo.

— Lo que pasa, hermanito, es que no sabes perder – dijo Rob con voz serena. Sorbió de su copa un trago de vino.

— ¡Al diablo con esto! – Dean tomó su larga capa negra que estaba sobre el respaldo de la silla y abrió la puerta dispuesto a salir. Dio unos cuantos pasos y chocó de frente con Stacy que acababa de subir las escaleras desde el sótano.

Dean no se movió, esperó a que Stacy saliera de su camino. Ella se limitó a mirarlo con sus espectaculares ojos color ámbar.

— ¿Volviste a perder? – preguntó ella con una sonrisa

— ¡Al diablo Rob y sus estúpidos juegos! – Dean la rodeó y caminó hasta una enorme ventana. El ocaso estaba llegando, pronto anochecería. Volvió una vez la cabeza por encima del hombro y dijo:

— Me voy. Es momento de cazar.

Stacy asintió y le guiño un ojo.

— Anda ve.

Dean abrió la ventana con un único movimiento. El marco tambaleó y estuvo a punto de caer. Entonces, Dean saltó al vació y al poco, una figura espectral y fantasmagórica se elevó por los aires, como una especie de ángel de la muerte. Dean era la viva imagen de la representación que los humanos dan a la muerte, salvo por el detalle de que no portaba una guadaña.

Stacy lo vio desaparecer y entró a la habitación.

— ¿Cuántos mini— humanos para hoy? – preguntó Rob cuando la vio llegar.

— Solo uno – respondió Stacy. Se sirvió una copa de vino y se sentó a la mesa.

— ¿Solo uno? – preguntó Rob arrojando el mazo de cartas a una chimenea cercana – Haber, déjame ver si entendí – continuó — ¿Estás diciendo que ninguno ha nacido? ¿Ninguno además del de anoche? ¿Es que acaso esas malditas humanas son estériles? o ¿acaso yo he perdido mi don?

Stacy lo miró sin inmutarse, sosteniendo entre sus manos la copa de vino como si fuera un objeto que no deseará apartar nunca de sí.

— ¡Maldita Sea! – Rob se levantó de la mesa y al igual que Dean, tomó su larga capa y se dirigió a la salida. – Solo recuerda que, si no cumplimos, todos corremos el riesgo de ser desterrados del reino – Abrió la puerta y salió dejando sola a Stacy en la sala. Ella se levantó, caminó hacia la chimenea, se puso en cuclillas y contempló el resplandeciente fulgor de las llamas. Estás se reflejaron en sus ojos, mientras ella pensaba en la forma de darle gusto a él (no a Rob, a quien consideraba un ser inferior, sino a alguien más grande). Stacy era su representante en este mundo, estaba a cargo de la legión de criaturas y sobre ella pesaba una gran responsabilidad. Era una misión difícil, pero sabía que podría. Se sentía capaz. La misión de mantener vivas a las criaturas de la noche, la misión de asegurar una descendencia. Un linaje en el que los humanos serían fundamentales.

Stacy seguía contemplando el fuego y pensó en lo injusto y estúpido que era todo, empezando por lo ridículo de la genética. Las féminas de su especie no podían concebir, pero, por el contrario, los machos podían fácilmente fecundar a las estúpidas mujeres humanas y engendrar niños más o menos normales.

De los cuatro, Stacy sentía que su “función” dentro del clan era la más aburrida y absurda de todas. Primero estaba Rob, que era el encargado de preñar a las humanas. Una especie de semental que aseguraría la descendencia de las criaturas. Luego venía Dean, que era el encargado de propagar enfermedad, dolor y muerte. Como una especie de expiación a la humanidad, se alimentaba solo de lo que él llamaba “la escoria del hombre”, o, mejor dicho, solo de aquellos sobre los que ninguna deidad tenía potestad. Y, por último, estaba Brooke, la elegida. La consentida. Stacy pensaba que Brooke era la favorita, pues básicamente estaba excluida de cualquier actividad que favoreciera a las criaturas. Si la tonta de Brooke ayudaba a los humanos era por decisión propia y nada más.

Stacy no estaba celosa de eso, después de todo, ella odiaba a los humanos, tanto como estos últimos a las ratas. Lo que verdaderamente le molestaba era su “función”. Cuidar de las mujeres preñadas por Rob (y de paso, al clan completo de las cuatro criaturas emisarias en la Tierra), no era, en su opinión, digno de ella. Después de todo, ella debería ser la emperatriz del reino de las criaturas.

Se levantó y decidió que una vez acabada la temporada de caza, hablaría y ajustaría cuentas con Quantum, el rey del mundo de las criaturas. Ella no podía seguir siendo una simple emisaria. Ya no más. Después de todo, estar a cargo de los tres hermanos no era algo que la enorgulleciera. Su lugar estaba en la cima, incluso por encima de Quantum, y para lograrlo, tenía un plan.

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo