Anaís solo quiere ver como el imperio de su ex esposo cae, pero siempre aparece alguien. Al menos ahora ella es el señor Wes, y pronto... muy pronto, volverá a recuperar la corporación Santana...
El amor y la intriga luchaban dentro de él, y aunque no lo admitiera, Anaís era su debilidad. Pero había una pregunta que lo atormentaba: ¿Qué haría ella cuando supiera la verdad? Que él no era Ernesto Salinas, sino Ernesto Santos, el lobo Blanco que habita en la oscuridad. El hombre sin rostro conocido por tantos por su peligrosa forma de hacer negocios. Aquel que siempre ha estado obsesionado con su bella flor y que ahora era su prometido, bajo una identidad que no era suya.Ella era tan víctima como lo es él. Ambos habían perdido tanto por culpa de unos pocos, y ella había sacrificado tanto por esos malditos para que la pagaran de la manera tan brutal.Lo que hubiera dado de tan solo haber ocupado el lugar que Jorge ocupó en su corazón. Si tan solo hubiera llegado un poco antes… si tan solo…Pero ahora, él era un hombre diferente, con el poder en sus manos, y tenía su amor. Anaís era suya, no iba a perderla.Más tarde, Ernesto llegaba a la empresa de Anaís para buscarla, sin embarg
La noche caía en la ciudad, y la mansión de Anaís y Jorge se alzaba como un reflejo de poder y frialdad. Los muebles perfectamente ordenados, las luces cálidas y los detalles elegantes no lograban esconder el vacío y la distancia que se respiraba entre esas paredes.Anaís observó su reflejo en el enorme espejo de su habitación. El vestido color esmeralda caía con gracia sobre su figura, y el maquillaje impecable acentuaba sus facciones delicadas. Se había esmerado en parecer perfecto, pero ese esfuerzo no era para ella. Era para él, el hombre que una vez había jurado amarla. Anaís imitaba el estilo de Lucrecia, su prima, con la absurda esperanza de que Jorge pudiera verla, de que la atención que le dedicaba a los fantasmas de su pasado se volviera hacia ella, aunque fuera por una noche.Escuchó el eco de la puerta principal cerrarse con brusquedad, y sintió una mezcla de ansiedad y resentimiento. Sabía que Jorge había llegado, aunque la probabilidad de que subiera a verla era escasa.
Anaís observó cómo la empleada entraba en la habitación con un vestido claro, de esos que había acumulado a lo largo de los años. El tono perlado del vestido era angelical, insinuando pureza, lealtad y sumisión, virtudes con las que había intentado envolver su vida matrimonial, esperando que su devoción lograra transformar un matrimonio vacío en algo verdadero. Pero hoy, ese vestido representaba la ingenuidad y las cadenas de un pasado que estaba decidida a dejar atrás.La empleada, acostumbrada a verla en ese tipo de atuendos, le sonrió con cordialidad, extendiéndole el vestido sobre el sillón junto a la ventana.— Este parece perfecto para hoy, señora — dijo la mujer, con amabilidad —. Es clásico, elegante… seguro le gustará al señor Jorge.Anaís observó el vestido, pero en su mente no sentía ningún tipo de apego por esa prenda, ni por lo que significaba. Era como si de repente todo aquello que la había retenido en un papel subordinado le resultara ajeno, como si esa versión de sí m
Anaís respiró hondo antes de entrar al edificio que alguna vez compartió con Jorge, pero esta vez no como su esposa, sino como dueña y principal accionista. Sabía que su sola presencia causaría revuelo; llevaba tiempo ausente, sumida en la sombra, mientras él hacía y deshacía en nombre de la familia. Pero hoy iba a ser diferente. Cada paso que daba sobre el mármol pulido resonaba en el vestíbulo y provocaba miradas de asombro y murmullos. Los empleados se detenían en sus labores, algunos con sorpresa en el rostro, otros con expresión de miedo al ver cómo cruzaba los pasillos con determinación y vestida impecablemente en un traje negro que dejaba claro que ella no era una visitante ni una mera exesposa. Había vuelto para tomar el control.Sin perder tiempo, Anaís se dirigió a la oficina de conferencias más grande de la empresa y solicitó una reunión de emergencia. El rostro de su asistente reflejaba duda, como si fuera incapaz de procesar el pedido, pero en cuanto Anaís la miró a los o
Jorge se dejó caer en el mullido sofá de su hotel donde pasaba la noche para no estar con Anaís, su mente absorta en el cambio drástico de Anaís. Su esposa —o, mejor dicho, ex esposa— se había presentado en el juzgado con una autoridad y confianza que lo habían dejado descolocado; y ni hablar de la empresa. Los miembros lo habían informado que ella había exigido el balance financiero completo. ¿Desde cuándo Anaís tenía esas agallas? Siempre la había visto como la figura sumisa, dócil, la que compartía su mundo sin querer apropiárselo. Ahora, sin embargo, esa imagen se había desmoronado, revelando una Anaís implacable y decidida a tomar el control, una mujer que claramente ya no dependía de él.Sus pensamientos fueron interrumpidos por una voz melosa, que deslizaba cada palabra como un veneno dulce y constante.— Finalmente te deshiciste de mi prima, terroncito — susurró Lucrecia, mientras le tomaba del brazo con gesto posesivo. Ambos estaban rodeados de algunas personas en el vestíbul
Anaís caminaba entre la multitud, saludando con cortesía a algunos conocidos, pero manteniendo una distancia deliberada de Jorge, quien la observaba desde el otro extremo del salón, con los ojos cargados de celos y rabia apenas contenida.Lucrecia, aferrada al brazo de Jorge, no perdía oportunidad de hacer comentarios irónicos y murmurar en su oído, intentando restarle importancia a la presencia de Anaís. Sin embargo, sus palabras parecían no surtir efecto; Jorge apenas respondía, incapaz de apartar la mirada de su ex esposa, quien parecía inmune a su presencia.De repente, un hombre alto y de porte distinguido, conocido como Ernesto Salinas, un empresario de renombre, se acercó a Anaís con una sonrisa afable. Extendió su mano en un saludo cortés, y Anaís, sin dudarlo, aceptó.— Anaís, qué placer encontrarte aquí — dijo Ernesto, su voz profunda y segura —. ¿Me concederías el honor de un baile?Anaís, con una elegancia natural y sin el menor rastro de duda, aceptó la mano que él le ofr
Anaís caminaba a paso lento hacia la salida del salón. La velada había llegado a su fin, y tras el encuentro incómodo con Jorge y la aparición inoportuna de Lucrecia, solo quería llegar a casa y poner punto final a una noche que se había tornado agotadora. Sin embargo, no sabía que, justo detrás de ella, Lucrecia la seguía con una expresión sombría y el rostro enrojecido por la ira.El orgullo de Lucrecia había sido herido de una manera que jamás habría imaginado. La revelación de Jorge, aquella mirada llena de duda y arrepentimiento, y las palabras de Anaís, la habían dejado en evidencia ante todos. La gente había empezado a murmurar, y los cuchicheos a su alrededor la habían hecho sentir vulnerable. La rabia crecía en su pecho como una llamarada, llenándola de una hostilidad tan palpable que incluso los invitados se apartaban de su camino, temerosos de la energía negativa que emanaba de ella.Anaís, completamente ajena a la tormenta que se acercaba, ya se encontraba en el vestíbulo,
Anaís soltó una risa suave y amarga. — ¿Nerviosa? — repitió, mirando a Jorge directamente —. Me acusas de infantil, cuando todo esto se debe a tus propias decisiones. Tú decidiste dejarme, Jorge. Tú elegiste a Lucrecia y ahora, no me dejan vivir en paz. El murmullo de los presentes aumentó en intensidad, y Jorge comenzó a notar cómo las miradas ahora estaban dirigidas hacia él con una mezcla de crítica. En ese instante, Lucrecia bajó la mirada, tratando de ocultar el rubor que teñía sus mejillas. Anaís había dicho en público lo que muchos sospechaban en silencio: que Lucrecia no era más que la causa del fracaso de su matrimonio. Jorge intentó replicar, pero Ernesto levantó una mano para detenerlo. — Será mejor que esto termine aquí — dijo con calma, mirando a Jorge con una expresión autoritaria —. Señorita Anaís, te acompaño a la salida. Anaís asintió y, con un último vistazo a Jorge y Lucrecia, permitió que Ernesto la guiara fuera del lugar. Mientras caminaban, sintió el alivio