XXVII Amor propio

Si la existencia de todos tenía un propósito, el de Libi debía ser muy grande. Testaruda, pese a sus deseos, tal vez acostumbrada al castigo que recibía su cuerpo, ella volvió a despertarse entre los vivos.

Las visitas a clínicas y hospitales se habían convertido en un mero trámite. ¿Cuántos «accidentes domésticos» habría en su expediente?

«Soy tan torpe», le decía a los médicos, «nunca veo por donde voy», agregaba, mientras la mano de Damien le acariciaba la espalda.

Y él, como un actor de primera, decía las líneas que tan naturalmente brotaban de su boca. «Ella es tan descuidada, pero así la amo». Luego le besaba amorosamente la cabeza que él mismo había golpeado.

«Eres muy afortunada por tener a un novio que te quiera tanto», le decían las enfermeras. Ella así lo creía también.

Entonces venían días de maravilloso esplendor, donde todo era amor y sonrisas. Y tan feliz era Libi, que todo lo demás se le olvidaba hasta que el ciclo se repetía otra vez.

«Vendrán tiempos mejores», e
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