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CXXIX Su ángel de la guarda

Ya no quedaba energía para atasco vehicular, música, auto, cubierta de Van Gogh ni aromatizante de limón. La mente de Libi, agotada, también se había vuelto prisionera. Seguía moviendo los dedos de las manos, esos no podía dejar de sentirlos porque pintar era su vida y, si había una vida más allá de los muros que la enclaustraban, ella los necesitaría para pintar.

Ella volvería a vivir, soñaba con aquel momento.

El verdugo regresó un día y ella lloró de alegría. El estómago vacío comenzaba a devorarse a sí mismo y le ardía. En períodos prolongados de inanición, el cuerpo echaba mano a las reservas de grasa para obtener energía y, cuando se acababan, a las proteínas. Los músculos eran el siguiente platillo en el menú autofágico y los de Libi ya habían empezado a perder consistencia.

En su febril debilidad, su mente la torturaba recordándole las abundantes comidas en casa de Irum. Podía haber sufrido a su lado, pero pasar hambre jamás. Al menos mientras vivió en su casa. Él siempre esta
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