—¿Estás bien, Sofía?La voz de Santiago me llega como un susurro lejano, pero a la vez demasiado clara, casi acusatoria. Mi respiración está acelerada, como si hubiera corrido una maratón, y no consigo calmarme. El aire en la oficina está denso, asfixiante, y no importa cuántas veces respire profundamente, no consigo obtener suficiente oxígeno. Mi vista se vuelve borrosa, los bordes de la pantalla de mi computadora se desdibujan, como si el mundo entero se estuviera alejando de mí.Mi mano tiembla sobre el teclado. Cada tecla que toco parece emitir un sonido sordo, lejano, mientras el caos se desborda dentro de mí. El cuerpo, ese traidor, ha comenzado a reaccionar como siempre lo hace cuando estoy al borde del colapso. El pulso late en mis sienes como un tambor furioso, y mis manos están frías, mojadas. Mi mente gira a una velocidad frenética, disparando imágenes, palabras, frases sin sentido. Los recuerdos vienen en oleadas: la prisión, la mirada fría de mi padre, el eco de su voz di
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