—¡Elizabeth, estás tardando mucho! ¿Puedes salir?
—¡Sí, enseguida, señor! Salí del baño y lo encontré hablando con un médico. El hombre me inspeccionó de arriba abajo y luego dirigió una mirada significativa hacia el cura. Asintió y salió de la habitación. —Elizabeth, querida, ha llegado la hora. —¿La hora de qué? —su frase me pareció cargada de un significado inquietante. —De tu operación. —Un grupo de médicos, que me parecieron extraños, entró en la habitación. —No hace falta ninguna operación, estoy bien, se lo aseguro. —Oh, no lo estás, querida. Pero no te preocupes, después de esto, sí lo estarás. —Una sonrisa lasciva se formó en su rostro. Me llenó de miedo. Los supuestos médicos se acercaron para llevarme, me acostaron sobre una camilla y comenzaron a hablar entre ellos. Lo extraño es que sus conversaciones parecían no tener nada que ver con una apendicitis. —Creo que le hará falta un poco más de busto —dijo uno de ellos. —Así es. Los labios no, así como los tiene, están perfectos. —Podrían tener un poco más de volumen. —No, así están bien, ya son bastante voluminosos. —¿De qué están hablando? ¿A dónde me llevan? —pregunté, asustada. Intenté levantarme de la camilla, pero uno de los médicos me sostuvo con firmeza. —Oh, tranquila y no te preocupes, dulzura. Solo duerme y relájate. Me inyectaron algo en el brazo que rápidamente me mareó. Comencé a perder el conocimiento poco a poco y, a pesar de luchar por mantenerme despierta, mis esfuerzos fueron en vano. El sueño me ganó y caí profundamente dormida. .•°•.•°•.•°•. Desperté con una luz deslumbrante que se filtraba por una ventana, impactando mis ojos y causándome gran molestia. Me quejé suavemente, frotándome los ojos con el antebrazo. Intenté sentarme, pero un dolor punzante en el trasero me lo impidió, como si acabara de recibir una inyección. Al abrir totalmente los ojos, me encontré en un lugar desconocido. Asustada, miré a mi alrededor: la habitación era pequeña, pintada de un color oscuro y vagamente decorada, con un asiento y la cama donde estaba. La puerta se abrió y dirigí una mirada aterrada hacia ella. Una mujer de aspecto peculiar entró, parecía tener treinta y tantos años, con el cabello corto y ropa ajustada y provocativa. Llevaba un cigarrillo en la mano y me observaba mientras se lo llevaba a los labios. —¿Dónde estoy? —fue la primera pregunta que formuló mi mente. —En tu nuevo hogar, aunque espero que no sea por mucho tiempo —respondió con tranquilidad. —¿Qué es este lugar? ¿A qué te refieres con mi nuevo hogar? ¿Por qué estoy aquí? —Muchas preguntas, muchachita, pero no te preocupes, tengo tiempo para responderlas todas. Se sentó con calma en el asiento, cruzó las piernas, encendió un nuevo cigarrillo y me miró con desdén. —Tu nombre es Elizabeth, si no recuerdo mal, ¿cierto? —Sí. —Bueno, Elizabeth, mi nombre es Christal. El lugar donde estás ahora es un burdel de cinco estrellas. Yo soy la encargada de las muchachas que trabajan aquí. Estás en España, como ves, muy lejos de tu hogar. —¡Debes estar bromeando! —tragué en seco. —¿Te parece que bromeo? —La verdad es que no, y eso me aterra. —¡Pero yo estaba en un hospital y me iban a operar! —Eso fue hace 3 días. —¡Imposible! —exclamé sorprendida y a la vez aterrada —. El encargando del orfanato, él... —Por favor, nena, no seas tonta. Ese cura desgraciado te vendió como prostituta. Su sotana y el orfanato no son más que una tapadera; en realidad, se dedica a esto: a vender mujeres como tú, jóvenes y bonitas. No eres la primera que envía; han habido muchas. La mayoría de las jóvenes son también de ese orfanato. Él escoge a las mejores y las vende, como hizo contigo. Apuesto a que echó algo en tu comida y simuló una apendicitis. Luego se puso en contacto con algunos de nuestros hombres que trabajan en una clínica. Y aquí estás, vendida. —¿Cómo sabes lo de la apendicitis? —Porque usa la misma táctica con todas. No tiene creatividad. —¡Esto no puede estar pasando! ¡Debe ser un mal sueño, solo eso! —la desesperación se apoderó de mí. —Lamento informarte que es completamente cierto. A medida que me alteraba, un fuerte dolor invadía mi cuerpo, especialmente en el pecho. —¿Qué me está pasando? —Ah, cierto, olvidé decírtelo. Eres muy linda y todo, pero te faltaba más sensualidad para poder ser parte de este negocio. Así que te operamos; ahora tienes pechos y trasero más grandes, firmes y redondos. —¿¡Qué?! —exclamé y toqué mis pechos. Exactamente se sentían más grandes de lo normal. No exagerados, pero jamás fui de pechos ni trasero prominente. La diferencia era notable. —¿¡Por qué me hicieron eso!? —Shh, tranquila. No tienes por qué gritar. Déjame explicarte. Algunas de las jóvenes que trabajan aquí, ya sea por su propia voluntad o porque han sido vendidas, son prostituidas. Pero otras, se puede decir que son las más afortunadas, tienen otro destino. Son vendidas a hombres de altos cargos y gran fortuna. —¿A eso le llamas suerte? —La verdad, es mejor que acostarse con tres hombres diferentes cada noche. —¿Por qué me explicas esto? —Fácil, tú estás entre esas afortunadas. —¿Yo, por qué? —Sí, tú. ¿O por qué crees que pagamos una pequeña fortuna por ese cuerpazo que tienes ahora? —¿Por qué me eligieron? —Fácil, nena. Esas chicas son elegidas por tres razones simples. Primero, la belleza: si son hermosas como tú, claro está que lo del cuerpo fue un arreglo nuestro para hacerte más deseable. Segunda razón, la edad: las mujeres jóvenes, recién salidas de la adolescencia y en transición a ser jóvenes adultas, son muy codiciadas. Se dice que son carne tierna y fresca. La tercera y más importante, la virginidad: las vírgenes valen millones de dólares. Tú, pequeña Elizabeth, eres las tres en una, perfecta para ser vendida a un buen comprador. —¡No tienen ese derecho! —Derecho —rió sarcásticamente—, por favor, no me hagas reír, dulzura. De aquí no podrás escapar, y si lo intentas, te matarán, así de fácil. Ahora te enseñaré el lugar, pero primero toma esto. —Me ofreció un par de pastillas y un vaso con agua—. Una es para el dolor, la otra para la inflamación. Tomé las pastillas discretamente y me puse de pie. Caminé tras ella; salimos de la habitación y recorrimos un largo pasillo lleno de puertas que conducían a distintas habitaciones, hasta llegar a un amplio salón repleto de mesas y sillas. En el centro, había pequeñas tarimas donde algunas jóvenes practicaban baile. —¿Me obligarán a acostarme con hombres? —pregunté, asqueada. —No, claro que no. Debemos mantener tu virginidad para que alguien te compre. —¿Entonces? —me pregunté qué planeaban hacer conmigo en este lugar. —Tu lugar está allí —señaló hacia una de las tarimas. —¿Qué se supone que haré? —Bailarás, en el tubo. —¿¡Qué!? Dios, ¿qué está pasando? Todo esto parece una escena sacada de una película. ¿A dónde demonios he venido a parar? ¿Por qué me ocurren estas cosas? Justo cuando iba a salir de aquel infierno, soy condenada a otro mucho peor, y creo que este no tiene escapatoria.—Perdone, señora, pero no puedo bailar ahí.—¿Y qué te lo impide?—No sé hacerlo.—Lo harás. Ya aprenderás.—¡He dicho que no haré tal cosa!—¡Escúchame, muchachita! —sostuvo mi rostro con mano firme, apretándolo con fuerza—. Que yo haya sido amable hasta ahora no significa que sea una idiota. Harás todo lo que te ordene, porque no tienes otra maldita opción. Enfádame y te haré conocer los límites del dolor.Permanecí en silencio, conteniendo las lágrimas que amenazaban con traicionarme y revelar cuán débil me sentía. Las retuve, decidida a no dejarme vencer, porque si lo hacía, conocerían mis debilidades. Y eso es algo que no puedo permitirme, especialmente ahora.—¿Has entendido, niña?Asentí ligeramente con la cabeza, y ella sonrió de lado, satisfecha.—Entonces ven aquí.Me llevó hasta una tarima donde una joven bailaba con facilidad y soltura.—Stella, acércate.La joven dejó de bailar y se acercó a nosotras.—¿Quién es ella? —preguntó, mirándome de arriba abajo.—Ella será tu nu
Caminé por el pasillo hasta llegar a una puerta que daba a un amplio y lujoso salón. Una gran cantidad de hombres llenaba el lugar; algunos bebían, otros estaban acompañados de jóvenes, y muchos más se congregaban alrededor de la tarima donde Stella bailaba con una gracia que parecía genuina. Me preguntaba si ella estaba allí por su propia voluntad o si, al igual que yo, había sido forzada a estar en ese lugar. Decidí que era hora de regresar al camerino; Stella estaba a punto de terminar, y yo sería el espectáculo especial de la noche. Me dirigí rápidamente hacia el camerino, pero en mi apresurado andar, chocar contra alguien me hizo tambalear. Esa persona se estabilizó rápidamente, y al alzar la mirada, me encontré con unos penetrantes ojos verdes que me absorbieron por completo. El hombre me sostenía firmemente de la cintura, mientras mis manos se aferraban a sus hombros para no caer. Él estaba ligeramente inclinado hacia adelante, sosteniéndome con una intensidad que me dejó mom
Un auto negro y lujoso se detuvo frente a nosotros. De él descendió un hombre alto, vestido con un traje negro y lentes oscuros. Me tomó del brazo y me hizo subir al vehículo. —Adiós, Elizabeth —dijo Christal, sonriendo mientras se despedía con la mano. El hombre cerró la puerta y vi cómo el auto comenzaba a moverse. Solo él y yo ocupábamos los asientos traseros. Al elevar la vista para mirarlo, noté que su aspecto era aterrador y sombrío; su rostro carecía de expresión. —¿Fue usted quien me compró? —me atreví a preguntar. —No —respondió de manera cortante, con una voz profunda. —¿Quién fue entonces? —Ya lo sabrás cuando sea la hora. —¿A dónde vamos? —Al aeropuerto. —¿Saldremos del país? ¿A cuál iremos? El hombre me miró con seriedad, como si mis preguntas lo estuvieran cansando. Comprendí que no diría nada más, así que me quedé en silencio durante el trayecto, que duró alrededor de cuarenta minutos. Al detenernos, el hombre a mi lado salió y me indicó que hiciera lo mismo.
Una mujer de mediana edad, envuelta en un largo vestido de tela opaca que susurraba al moverse, se acercó a mí con pasos firmes. Sin pronunciar palabra, me indicó con un simple ademán de la mano que la siguiera. Lo hice, como si estuviera en trance, incapaz de cuestionar. La seguí hasta el pie de una escalera de roble que se alzaba majestuosa, casi como si conectara el suelo con el cielo. Una alfombra roja, gruesa y exquisita, descendía por los escalones, amortiguando cualquier ruido de nuestros pasos. Mientras ascendíamos, mis ojos no podían evitar escudriñar cada rincón. En el centro del salón principal colgaba un candelabro plateado de proporciones desmesuradas, cada cristal relucía bajo la cálida luz que llenaba la estancia. Era como estar dentro de un castillo sacado de un sueño, pero con un toque de inquietante realidad que me hacía sentir pequeña y fuera de lugar.Al llegar al final de la escalera, la mujer giró hacia la izquierda y avanzó por un largo corredor, sus pasos reso
Tal como me indicó Justine, tomé un baño. Al inspeccionar la espaciosa bañera, descubrí un arsenal de lujosas sales de baño y productos para la piel, cuidadosamente dispuestos como si estuvieran esperando mi llegada. El ambiente estaba impregnado de un aroma dulce y relajante, proveniente de las velas aromáticas estratégicamente colocadas. Parecía más un santuario que un simple baño. Me sumergí en el agua caliente, permitiendo que el estrés se disolviera junto con la espuma perfumada. Cerré los ojos, sintiendo cómo el calor calmaba cada músculo tenso. Nunca antes había experimentado algo tan lujoso, tan indulgente. Por un momento, me sentí como si fuera alguien diferente, alguien que no cargaba con las cicatrices de un pasado que intentaba olvidar. Tras lo que sentí como horas —aunque seguramente fueron menos—, salí del baño con la piel cálida y los pensamientos algo más ordenados. Me envolví en una toalla suave y dejé que el aire tibio de la habitación secara mi cabello. No obst
Por más que intentara analizar sus palabras desde todos los ángulos, la duda y la desconfianza seguían ancladas en mi interior. Era una reacción natural, casi instintiva en mí, resultado de haber crecido en un orfanato donde la bondad rara vez era genuina. En ese entorno, aprender a desconfiar fue una cuestión de supervivencia, y ahora, cada gesto amable parecía ocultar mentiras o intenciones veladas. —Podrías haber elegido a cualquiera de las jóvenes que estaban allí. —Me gustabas tú. Eras la más joven, hermosa y, a diferencia de las demás, eres… —hizo una pausa, como si midiera sus palabras. —¿Virgen? —completé su frase con un tono ácido. Él asintió con calma, como si no hubiese percibido mi incomodidad. —Es cierto, pero no todo en mí es lo que parece —dije, cruzándome de brazos y observándolo con desafío. —¿A qué te refieres? —arqueó una ceja, curioso. —A mi cuerpo. —¿Qué tiene tu cuerpo? —su tono seguía siendo sereno, pero había un dejo de interés genuino. —Cuando me s
Sin resignarme a aceptar tan fácilmente, insistí en tratar de persuadirlo, aunque pronto me di cuenta de que sería inútil. —Por favor, estoy perfectamente sana. No me lleves —intenté un puchero, buscando conmoverlo. Henrik dejó escapar una suave risa mientras me miraba con ternura. —Eres adorable, pero no me convencerás. Es solo un examen, nada grave. —¿Es realmente necesario? —pregunté, dejando caer los hombros en un gesto de resignación. —Totalmente. Suspiré, sabiendo que no tenía escapatoria. —Está bien, tú ganas. Me levanté con pesadez y me dirigí al baño. Después de terminar, me lavé los dientes y, al darme cuenta de que no había traído ropa, opté por una bata que encontré colgada allí. Era corta, demasiado quizás, y su tela ligera apenas cubría lo esencial. Al salir, me encaminé al armario. Henrik seguía sentado en el mismo lugar, observándome con una intensidad que me hizo sentir expuesta. —Eso que llevas puesto… —murmuró sin apartar la mirada. —
Cuando terminó, me indicó que me vistiera. Hice lo que me dijo, algo torpe, intentando ignorar el peso de su mirada fija. Luego llamó a Henrik, quien entró al consultorio con su habitual porte estoico. Se sentó junto a mí, su presencia llenando el espacio con una autoridad casi palpable. La mujer habló con él en un tono formal y sereno, mientras yo me sentía una espectadora en un diálogo del que, en teoría, era la protagonista. Al cabo de unos minutos, salimos. —¿Qué te dijo? —pregunté, intentando sonar casual. —Que los resultados estarán listos en unos días —respondió sin apartar la vista del pasillo por el que caminábamos. —¿Y qué más? —insistí, incapaz de contener mi curiosidad. —Confirmó que, efectivamente, eres virgen y que, a simple vista, estás muy sana. —Ya veo. No supe cómo reaccionar, así que simplemente me aferré al silencio. Henrik señaló una puerta frente a nosotros, y al entrar, sentí cómo un leve temblor recorría mi cuerpo. La enfermera me pidió que me s